A todos los chicos nos agradaba el sonido que
emitían los mármoles blancos que separaban los mingitorios de nuestra escuela primaria.
Esas piezas, que en sus orígenes habrían sido
de un mármol blanco y que, debido al uso cotidiano y el paso del tiempo, se había
decolorado hacia tonalidades más amarillentas, sonaban musicalmente cuando con
nuestras pequeñas manos los golpeábamos de lado y los hacíamos vibrar.
Estos divisorios rectangulares se hallaban
empotrados en una sola de sus caras, en una pared de friso de cemento, una
superficie donde caía incesantemente un flujo de agua corriente (proveniente de
los orificios de una cañería horizontal) que —supuestamente— se encargaba de mantener
limpio el lugar.
Cuando teníamos el tiempo suficiente (y estábamos
sin la presencia de maestros o de autoridades de la escuela cerca) una cita
obligada consistía dar una carrera de punta a punta del baño, mientras golpeábamos
sucesivamente cada mármol divisorio. Sonaban de
maravilla.
Más tarde, en algunos colegios secundarios,
tuve la oportunidad de ver que varios de estos divisorios habían sido
destruidos, quizás a manos de algún desaforado que los golpeó en sus bordes, más
fuerte de lo debido, o los pateó hasta partirlos.
No hay caso, durante la adolescencia no se aprecia
la buena música.