Aquella tarde de enero, con gran entusiasmo, junto
a mis primos Hugo y Laura, cargamos los equipajes y demás enseres en el viejo Rastrojero
Diésel.
Eran los preparativos para la inmediata travesía nocturna que les esperaba y que tenía como destino final al balneario Costa Azul, situado en la costa atlántica.
Eran los preparativos para la inmediata travesía nocturna que les esperaba y que tenía como destino final al balneario Costa Azul, situado en la costa atlántica.
Como primera medida, apoyados sobre el piso de
madera de la caja de carga de aquella rústica camioneta, se habían colocado los
colchones. Elementos valiosos y necesarios para el nutrido contingente familiar.
Sobre ellos, varias frazadas, un abrigo necesario para sobrellevar el frío
nocturno de la ruta (pues recién habrían de llegar a destino por la mañana
siguiente) y debido a lo exiguo de la cabina, algunos de los pasajeros deberían
realizar el viaje y pernoctar allí.
Para protegerse de la intemperie, se había
instalado el correspondiente cubre cargas, consistente en una loneta rústica del
tipo “Pampero”, que de tan ordinaria resultaba ser “más dura que gallo al
horno”, bromeaba mi tío Eduardo.
En esa misma jornada, aunque bastante más
temprano, había observado como mi tío Julián se daba a la tarea de verificar el
estado mecánico de tal armatoste infernal. Le había agregado a los elementos
del tablero una perilla adicional, fijada al extremo de un cable de acero
envainado (del tipo de los que se emplean para los frenos de las bicicletas),
que en su otro extremo determinaría la posición de la barra aceleradora del
motor; este adminículo le permitiría aliviar la fatiga de tener que viajar con un
pie apoyado sobre el pedal del acelerador siempre en la misma posición, para
transitar a una velocidad constante.
Si se tiene en cuenta que la talla de mi tío
superaba el metro noventa y las dimensiones interiores de la cabina de aquel
Rastrojero Diésel eran por demás reducidas, es de imaginar cual habría de ser
su padecimiento físico al tener que mantenerse prácticamente inmóvil durante
todo el viaje.
Esas camionetas, orgullo de la industria
autóctona, se movilizaban a una velocidad no mayor a los cincuenta kilómetros
por hora y no eran demasiado confortables, los viajes
prolongados eran un padecimiento para los pasajeros.
Para colmo, la ruta que los llevaría a su
destino estaba asfaltada sólo hasta la mitad del recorrido, es decir hasta la localidad
de Dolores, lo que obligaba a que el resto de la travesía debiera transcurrir
sobre un camino de tierra o de conchilla. Tal ruta era famosa por abundar en
ella el denominado “serrucho”, una irregularidad en forma de ondas pequeñas que
se formaba sobre la superficie del mismo y que demolía la suspensión de
aquellos vehículos que circularan por esos caminos.
Finalmente, ante el júbilo de los futuros
veraneantes y los saludos alborozados del resto de familiares que los
despedíamos, la camioneta bramó, escupió un humo negro por su caño de escape y partió.
Confieso que, mientras transcurrían todos esos
preparativos, me consideré como una parte del contingente, ya que compartía
tanto la alegría como las ilusiones de mis primos. Pero, ni bien se perdieron
de vista, por la calle Solanet, tomé abrupta conciencia de que sentía dentro de
mí un extraño vacío.