lunes, 19 de agosto de 2013

Una pinturita

Al llegar al bar- café “La Nueva Pontevedra”, me di con la sorpresa: su dueño, el gallego Manolo, estaba inmerso en la tarea de pintar el local
Un fuerte olor a la pintura dominaba todo aquel espacio; sin embargo, el negocio permanecía abierto al público.
Los muchachos estaban sentados en derredor de las mesas de siempre, unidas para formar una superficie única y mayor; aunque más separados de la pared que de costumbre, que hoy lucía húmeda, blanca y muy olorosa.
Los pocillos de café mostraban restos de pintura: los adornaban unos pequeños lunares, causados por el salpicado de las  brochas.
Estaban en plena tarea de organizar la consabida salida de pesca anual, a las lagunas de Chascomús; esto justificaba, de por sí mismo, el estar reunidos en semejantes condiciones.
Las chanzas estaban presentes: comenzaron a burlarse de la suegra del tanito Enzo, Carlota, también conocida como la Vieja Bagre Sapo; hasta ahí todo iba bien. Pero, el gordito Tino Sánchez insinuó que Clarita, la novia del amigo, con los años, se parecería a la madre. Como respuesta, Enzo le pegó un empellón, que arrojó al gordito contra la pared. Apoyó el traste y dejó en la superficie una extraña figura, similar al signo de infinito…
Entonces, se arrimó al grupo, Cacho:
­-¿Me alcanzarías unas servilletas?
-Sí, tomá; pero, ¿qué te pasó? –preguntó Tucho.
-Nada. Que se me había pegado a la suela del zapato uno de los papeles que puso el gallego para no manchar el piso con pintura y yo, para sacarlo, subí mi pie así, ¿ves?, y apoyé la mano en la pared.
-Y apoyó la otra…
Los demás muchachos seguían enfrascados con el plan y el más entusiasmado, como siempre, era el Gordo Toto, que se desvivía en tratar de convencer a todos para dirigirnos a un recoveco de la zona, adonde la pesca es inigualable, según le había referido el cuñado del tío de un primo de su vecino, hombre ducho en el tema.
Sin más decir, desplegó sobre la mesa un plano que había traído con él; en tal acción, dos -o tres- pocillos cayeron al suelo y salpicaron con café la pared recién pintada. El estrépito producido por la rotura de los pocillos sobresaltó a Manolo, que dejó caer el tarro lleno de pintura desde lo alto de la escalera, donde estaba trepado. Salpicó hasta el cielorraso.
Nos salvamos de casualidad.
De inmediato, se escuchó a coro decir: “¡anotameló en la cuenta, Manolo!”, mientras huíamos todos (el Gordo Toto llevaba el mapa, aun desplegado).
Y él cerró el negocio, para limpiar el desastre y volver a pintar todo.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Arte a granel


Cuando escucho alguno de esos temas musicales nuevos, cuyo destinatario es la juventud, percibo en él una falta de aquella magia artesanal que transmitían las canciones de mi época.
Quién pudiera saber a ciencia cierta hasta dónde llegó la creatividad del artista en esa obra y cuánto hay en ella del trabajo de profesionales del soporte: arregladores musicales, ingenieros de sonido, especialistas en mercadotecnia; psicólogos, para determinar el perfil del potencial cliente y aprovecharse de su inmadurez e inexperiencia; todo un equipo preocupado en discernir cómo piensa y siente “el consumidor”.
El artificio no debería fallar nunca; o al menos, deberá convencer a esos otros actores de esta historia: los productores, puesto que ellos son quienes arriesgarán su capital en la financiación del proyecto.
Habida cuenta de este panorama, ¿queda –quizás- alguien que escriba, pinte, esculpa, cante o interprete música pensando para sí? Y que además tenga éxito.
En oposición, imagino a los grandes compositores mientras trabajaban en soledad sobre sus obras maestras: Bach, Mozart, Beethoven, Vivaldi, Verdi…
Entonces se plantean las preguntas: el artista de hoy, ¿transmite algo a través de su trabajo?, ¿o sólo se trata de tretas para vender y venderse?, ¿arte, o comercio burdo?
Algunas veces —o quizás en la mayoría de esos intentos— algo falla durante el proceso y se fracasa en la intención: el consumidor no compra “el producto”.
Nada nos impide extrapolar esta mecánica a las demás artes.