Pasó en Merlo
Norte; en aquellos tiempos lejanos de mi infancia, cuando por causa de las
lluvias se había formado una laguna improvisada frente a la casa de mi abuela. Basta
decir que el paisaje era tan parecido al de una laguna de verdad, que hasta
tenía en su orilla un sauce llorón caído.
En realidad,
tal situación tenía su origen en las obras de pavimentación de las calles de
esa localidad; un proyecto ambicioso que al quedar suspendido por un largo
tiempo, vaya uno a saber por qué razones burocráticas, ocasionaba más molestias
que beneficios para los sufridos vecinos.
Como consecuencia de
esta demora en los trabajos, en cuanto llegaron las lluvias, se comenzó a
formar un enorme reservorio de agua. Tal era su magnitud, que el área inundada comprendía
varias cuadras de las calles en ese barrio.
Los pibes más pobres del
barrio (y a la vez más libres que yo, pues nunca necesitaban pedirle permiso a
nadie para realizar sus travesuras) tenían una piscina ubicada frente mismo a
sus casas, y de hecho la disfrutaban a pleno nadando alegremente dentro de ella
durante todo el día. Algo imposible para mí, por lo que no me quedaba otra
opción mas que sentarme en la orilla, convertido en un obligado espectador de
lujo de esos placeres de la niñez, dignos de un cuento de Mark Twain.
Los muy desfachatados me
invitaban a los gritos a que me sumara al ballet acuático, intentaban
convencerme mientras argumentaban sobre las bondades del agua: que estaba
“calientita”, que el lugar no era profundo, ni había sapos o sanguijuelas en él
u otras cosas por el estilo.
No creo posible que
entendieran mi posición; por mi parte, tardé bastante en darme cuenta que lo de
ellos no era la libertad sino el abandono...
No
obstante, yo intentaba incursionar en las zonas menos anegadas: para ello
disponía de un par de botas de goma que, invariablemente, resultaban inútiles
ante la caprichosa actitud del agua que rebasaba sus bordes superiores y las llenaba
con ese lodo acuoso. No me quedaba mas remedio que vaciarlas constantemente,
así como exprimir entre mis manos las medias mojadas.
De improviso,
un día Roberto se apareció con una enorme cámara de goma bien inflada, que
correspondería al neumático de un tractor u otra maquinaria vial. Nadie tuvo
oportunidad de preguntar sobre el origen de la misma, pues casi de inmediato
sobre ella se dispuso una tabla atravesada. Esa configuración presentaba ante
nuestros ojos un bote tentador.
El mar bravo donde este
navío inició su navegación, resultó ser la intersección de las calles
Independencia y Manuel Solanet, justo frente a la casa de mi tío Eduardo.
Ahí, entre otros pibes
entusiasmados, estaban mis primos: Hugo y Laura. Ambos esperaban su turno para
navegar en el bote.
Al subirse al neumático,
Laura puso en evidencia que no había asistido a ningún curso de timonel para
navegar y menos aún sabía los rudimentos necesarios para subirse sobre una
embarcación tan precaria.
Por esa misma razón,
entre el alboroto de los gritos y los chiflidos de todos los presentes, No sin
temor, se encaramó sobre la precaria embarcación, sólo para terminar su
experiencia rápidamente, con un ampuloso chapuzón de espaldas en medio de un
agua de sugestivo color marrón.
Ahí fue cuando se acabó
el juego, en el preciso momento en que Laura entró a su casa llorando
desconsoladamente, empapada y chorreando agua sucia.
Entonces empezaron a
oírse los gritos de la tía Negra.
Y creo que hasta el
pobre Hugo la ligó.