miércoles, 31 de julio de 2013

Pato, al agua

     Pasó en Merlo Norte; en aquellos tiempos lejanos de mi infancia, cuando por causa de las lluvias se había formado una laguna improvisada frente a la casa de mi abuela. Basta decir que el paisaje era tan parecido al de una laguna de verdad, que hasta tenía en su orilla un sauce llorón caído.
En realidad, tal situación tenía su origen en las obras de pavimentación de las calles de esa localidad; un proyecto ambicioso que al quedar suspendido por un largo tiempo, vaya uno a saber por qué razones burocráticas, ocasionaba más molestias que beneficios para los sufridos vecinos.
Como consecuencia de esta demora en los trabajos, en cuanto llegaron las lluvias, se comenzó a formar un enorme reservorio de agua. Tal era su magnitud, que el área inundada comprendía varias cuadras de las calles en ese barrio.
Los pibes más pobres del barrio (y a la vez más libres que yo, pues nunca necesitaban pedirle permiso a nadie para realizar sus travesuras) tenían una piscina ubicada frente mismo a sus casas, y de hecho la disfrutaban a pleno nadando alegremente dentro de ella durante todo el día. Algo imposible para mí, por lo que no me quedaba otra opción mas que sentarme en la orilla, convertido en un obligado espectador de lujo de esos placeres de la niñez, dignos de un cuento de Mark Twain.
Los muy desfachatados me invitaban a los gritos a que me sumara al ballet acuático, intentaban convencerme mientras argumentaban sobre las bondades del agua: que estaba “calientita”, que el lugar no era profundo, ni había sapos o sanguijuelas en él u otras cosas por el estilo.
No creo posible que entendieran mi posición; por mi parte, tardé bastante en darme cuenta que lo de ellos no era la libertad sino el abandono...
No obstante, yo intentaba incursionar en las zonas menos anegadas: para ello disponía de un par de botas de goma que, invariablemente, resultaban inútiles ante la caprichosa actitud del agua que rebasaba sus bordes superiores y las llenaba con ese lodo acuoso. No me quedaba mas remedio que vaciarlas constantemente, así como exprimir entre mis manos las medias mojadas.

De improviso, un día Roberto se apareció con una enorme cámara de goma bien inflada, que correspondería al neumático de un tractor u otra maquinaria vial. Nadie tuvo oportunidad de preguntar sobre el origen de la misma, pues casi de inmediato sobre ella se dispuso una tabla atravesada. Esa configuración presentaba ante nuestros ojos un bote tentador.
El mar bravo donde este navío inició su navegación, resultó ser la intersección de las calles Independencia y Manuel Solanet, justo frente a la casa de mi tío Eduardo.
Ahí, entre otros pibes entusiasmados, estaban mis primos: Hugo y Laura. Ambos esperaban su turno para navegar en el bote.
Al subirse al neumático, Laura puso en evidencia que no había asistido a ningún curso de timonel para navegar y menos aún sabía los rudimentos necesarios para subirse sobre una embarcación tan precaria.
Por esa misma razón, entre el alboroto de los gritos y los chiflidos de todos los presentes, No sin temor, se encaramó sobre la precaria embarcación, sólo para terminar su experiencia rápidamente, con un ampuloso chapuzón de espaldas en medio de un agua de sugestivo color marrón.
Ahí fue cuando se acabó el juego, en el preciso momento en que Laura entró a su casa llorando desconsoladamente, empapada y chorreando agua sucia.
Entonces empezaron a oírse los gritos de la tía Negra.
Y creo que hasta el pobre Hugo la ligó.

viernes, 19 de julio de 2013

El equívoco


Para la ocasión, elegí ponerme el ambo color negro, complementado con mi camisa al tono. Jacinto Portulaca me había facilitado un grueso listón que, a modo de corbata oculta, cruzaba el cuello de mi camisa. Parecía un predicador.
La reunión era en el saloncito del barrio, el de los Villaverde, donde se hacían las fiestas familiares, aquellas en que los vecinos festejaban casamientos, bautismos, cumpleaños y cualquier otro tipo de reunión conmemorativa.
En este caso, el motivo del festejo era la despedida de Ramoncito, el menor de los Juárez, que se iba hacia Córdoba, a internarse en el Seminario.
Organizaba todo Anacleto Massido, el más santurrón de la zona, quien tuvo la “brillante” idea de que fuese un baile de disfraces. 
Así que, de a uno a la vez, comenzamos a llegar los invitados a la reunión nocturna. Pronto nos dimos cuenta de la obviedad: todos estábamos disfrazados con hábitos. Las mujeres estaban como monjas y los hombres vestidos de curas (Benito, el panadero, se vistió de Obispo); a su vez, los niños estaban ataviados como monaguillos.
Nada originales es decir poco, pues hasta Anacleto se disfrazó de monje medieval, con capucha y sandalias…
Ya de vernos tan disfrazados, comenzamos con las chanzas y las risotadas, que fueron cada vez más sonoras cuando el vino, la cerveza y el ponche (riquísimo y potente) comenzaron a hacer notar su efecto.
En un rincón estaba Ramoncito, sin disfraz, abatido, como pollo mojado. Los invitados se acercaban a besarlo y a revolverle el cabello, con palabras para la ocasión, que fueron cada vez de tono más subido, en la misma proporción en que la concentración de alcohol en sangre de los presentes aumentaba.
En un momento dado, los mellizos de la “Tota” Gonzálvez (esos chicos son la piel de Judas), disfrazados de monaguillos, comenzaron a apedrear a los automóviles que pasaban por enfrente del local.
La fiesta ya había tomado vuelo y entre el griterío de la gente se destacaba el vozarrón de Jacinto Portulaca, con sus conocidas guasadas.
Al rato, sonó el timbre que había en la cocina, salió a atender uno de los invitados, el Manolo (sí, el del bar), quien con la sotana, afeitado y peinado con fijador, estaba irreconocible. Era la policía, que venía a investigar las razones de semejante barullo.
Quien estaba al frente de la averiguación era el sargento Prudencio Díaz, hombre muy creyente, que al toparse con el Manolo, lo confundió con un sacerdote y no supo qué decir: se disculpó y se fue. A todo esto, por encima del hombro del Manolo, había visto pasar a todos los invitados, que hacían un trencito, al son de la canción “Estoy saliendo con un chabón”, cantada por Los Sultanes…
Cuentan las comadres que este sargento, al llegar a su casa, hizo mil pedazos con todas sus estampitas de santos y fue –indignadísimo- a quejarse ante el obispo.
Esa misma mañana, el bondadoso padre Aparicio hacía sus maletas, para ir a su nuevo e impensado destino: las selvas de Borneo. Las chupa cirios lloraban desconsoladas.
Al pobre de Ramoncito no le fue mejor: se ve que alguien lo reconoció al entrar, o al salir, del local, porque cuando quiso entrar al Seminario, los curas lo echaron a las patadas en el culo.
Y nadie volvió a hablar sobre este tema. Nunca más.

jueves, 11 de julio de 2013

Peludo


Quizás se trate de un resabio de aquellos tiempos remotos en los que nuestros ancestros llevaban su cuerpo poblado con pilosidades.
Lo cierto es que todos experimentamos algún tipo de placer al rascarnos el cuero cabelludo; por caso, lo hacemos como una manera de descargar tensiones cada vez que nos sentimos perplejos, o en ocasiones en que somos sorprendidos por algo novedoso.
También caemos en esta costumbre cuando cavilamos, absortos, solo acompañados por nuestros pensamientos. En esos momentos íntimos, de modo instintivo, llevamos nuestros dedos a la cabeza y comenzamos a acariciar nuestra cabellera.
Que le prodiguemos a nuestras mascotas, los perros y los gatos, caricias amorosas no es novedad alguna; al verlos gozar por nuestra acción, sentimos también una gran satisfacción. Pareciera que ellos aportasen esa superficie peluda que, grabada en el fondo de nuestra mente atávica, hace mucho tiempo dejó de cubrir toda nuestra piel. 
Quizás por tal razón, el vello remanente, casi imperceptible, posee una atracción erótica notoria; muy similar a la que ejerce sobre nosotros un cabello bien cuidado, ya fuera en el ser querido, o en el deseado. 
No en vano se le dedica tanto tiempo y se gasta tanto dinero en el cuidado de la cabellera; para ello empleamos tinturas, cremas, jabones y alguno que otro “shampoo” especial, así como infinidad de productos cosméticos en esa empresa; incluso se llega a la colocación de postizos de todo tipo.
Y significa tanto para la autoestima la pérdida del cabello.

jueves, 4 de julio de 2013

A la escuela


Corría la primavera de 1958 cuando mi madre me llevó de paseo hasta la escuela primaria del barrio. Se proponía averiguar cuáles eran los trámites a seguir para inscribirme en el primer grado.
Luego de caminar unas pocas cuadras, llegamos a destino y entramos a ese edificio. Ese extraño lugar me dio una impresión de inmensidad.
La portera del establecimiento le dio a mi madre las indicaciones del caso y juntos nos dirigimos hacia una de las aulas; allí nos atendió la maestra de primer grado inferior.
Mientras mi madre se notificaba sobre la metodología de inscripción y otras cuestiones burocráticas, yo —ajeno a esos menesteres— observaba con curiosidad lo que hacían los niños que se encontraban ahí: la mayoría de ellos jugaba. Entre ellos, pude distinguir a Miguelito y a Juancito, unos vecinos nuestros, que vivían en casas adyacentes, ubicadas ambas sobre la vereda de enfrente a mi casa. Al notar nuestra presencia, Juancito hizo una pausa en sus juegos y se acercó a saludarnos, con su amplia sonrisa, ante la sorpresa de mi madre, que no se había percatado de su presencia.
Recuerdo que los niños de ese grado habían dibujado en el pizarrón aquella famosa cabeza del afiche de Geniol, de perfil y con los característicos clavos y tornillos clavados, que incluían un gran alfiler de gancho pinchado sobre su nariz.
Pude observar como otros niños, con gran bullicio, jugaban a las figuritas: lo hacían contra el zócalo de la pared del fondo del aula.
La clase parecía una romería.
Ante el asombro de mi madre, la maestra le explicó la razón de tal lío: con el fin de que aquellos alumnos que terminaban antes su labor no molestaran a los más rezagados, ella les permitía que jugaran en el fondo del aula. Un extraño método de motivación el que empleaba aquella docente, sobre todo para aquellos tiempos.
Era la señorita Sara.
Por supuesto que a mí, que no entendía demasiado sobre cuál era el motivo de nuestra visita a ese lugar, ni menos aún, por qué razón iban allí los chicos, esa situación de jolgorio me dejó una idea bastante alejada de lo que en realidad me esperaba a partir del año siguiente.

Así fue como, uno de los primeros días de marzo de 1959, a mis seis años de edad, estrené un guardapolvo blanco, prolijamente planchado con abundante almidón y un portafolio de cuero, inmenso y pesado; me separé de mi madre por vez primera e inicié mi instrucción.
Para mi desilusión, al llevarnos al aula, comprobé que mi maestra no era aquella señorita Sara. En su lugar me encontré con otra mujer, quien para congraciarse con los niños, nos obsequió unos pequeños juguetes (que en mi caso consistía en un diminuto autito de carreras) mientras nos enseñaba las reglas básicas de disciplina, como ser esa costumbre de levantarse de los asientos y saludar cada vez que ingresara al aula alguna persona mayor o autoridad escolar.
Todas estas obligaciones y costumbres me parecían absurdas y molestas, venirme con estas cosas, ¡justo a mí!, que no tenía limitaciones sino mimos en mi casa.
Al día siguiente, la docente se percató que yo no pertenecía a sus alumnos, ya que estaba inscripto en la otra clase: Primer Grado Inferior “B”. Así fue como la encargada de instruirme pasó a ser la señorita María del Carmen. Con ella aprendí a leer y a escribir. Increíblemente, de ella sólo recuerdo su rostro, registrado en la fotografía del curso.
Al tercer día de clases me fugué. Ya resultaba demasiado loco para mí quedarme en ese lugar, donde no conocía a nadie, me pasaban de aquí para allá, tenía que dejar de hacer aquello que me tuviera entretenido para levantarme de mi asiento y —de pie a un costado del mismo— saludar a desconocidos. De modo que, luego de formar parte de una ordenada doble fila india en el patio y antes de dirigirme al aula, entre sollozos me fui de la escuela tratando de alcanzar a mi madre.
Como ella, en vez de regresar hacia nuestra casa, como supuse, se había dirigido hacia otro lugar para hacer alguna diligencia, seguí solo mi camino. Corrí y lloré por no divisarla, hasta que por fin llegué a mi hogar.
Es de imaginar la sorpresa de mi madre al regresar a casa y encontrarme allí. Junto a mi abuela tuvieron que convencerme de lo bondadosa que era mi maestra, de que era tan buena como mi mamá, o mi abuela, o la tía Dora y otras cuestiones por el estilo; hasta creo que mi madre al regresarme a la escuela se quedó en clase por un rato, para que me sintiera contenido y no volviera a fugarme. Los días posteriores me quedé en la clase por cuanto no tenía otra opción.
Así perdí mi libertad.
Pareciera que en esos momentos ya intuía lo que me esperaba en la vida.
Ahora, lo niños empiezan este calvario desde una edad más temprana, cuando todavía son más inocentes e indefensos.