Dichosos aquellos que tuvimos la
oportunidad de ser amamantados. Hemos recibido amor y alimento directamente de
nuestras madres.
Infinidad de niños han perdido
esa experiencia, pues su madre ha sido reemplazada –sin más- por una
corporación que produce alimentos masivos, pretendidamente superiores.
Curiosamente, en tiempos de
dietas controladas, donde se ingieren productos súper desarrollados, a decir de
pediatras y otros profesionales de la medicina rentada, casi todas mujeres producen leche materna de
baja calidad, lo que las obliga a complementar la alimentación de su bebé con
productos en polvo, para ser diluidos en agua.
Por ello, no debería sorprendernos que el acto
de entrega materna, que cobija y alimenta al bebé -mientras lo mira con
ternura-, se reemplace por el de abandonarlo con un frasco lleno de algo, que
debería ser mejor que la leche materna…
Y que el sencillo acto de amamantar,
que no requiere mayor prolegómenos, sea reemplazado por el de preparación de
biberones, con las molestias y riesgos del caso: quemaduras, temperatura del
fluido inapropiada, infecciones…
Tengo mis dudas acerca de que,
aquella madre que no amamantó, se sienta tan conectada afectivamente a sus
hijos como aquella otra que si lo hizo. Es obvio que algo se perdió en esa
relación.
Aquella que aduce no haberlo
llevado a cabo por cuestiones estéticas, significa que valorizó más a quienes
la observan: envidiosas y lascivos, que a las necesidades de su propio vástago.
Por supuesto, aquellas mujeres
que no pudieron o dejaron de producir el alimento vital, son otra cosa
diferente: no tienen otra opción que buscar fuentes alternativas.
Al menos tendría sentido no
amamantar en el caso de que el crío pudiera terminar por mamar siliconas, cuando
dichos órganos quedaron reducidos al rol de adorno.
El objetivo es claro: insertos en
la sociedad de consumo ni bien se nace.