viernes, 26 de abril de 2013

El Burro Blanco (solo para hombres)


La culpa de todo la tuvo aquella mala broma. La que le hicieron sus amigos del club, tras las duchas de rigor: comenzaron a llamarlo Burro Blanco.
No puedo afirmar que el mote tenga fundamento, o no: jamás se me ocurrió corroborar la verdad de tal mito.
Lo cierto es que, a partir de aquel día, Esteban Pinchiletti tuvo que hacer frente a un sinfín de situaciones bastante particulares, algunas de ellas no exentas de un molesto acoso.
La situación se le ponía difícil a Esteban cuando alguna mujer, entradita en años y en kilogramos, le fijaba la vista con sus ojos punzantes, pintados con generosidad, mientras vestía un solero con un escote notorio y generoso. 
En uno de estos casos, doy fe, Pinchiletti pataleaba con sus talones en el piso y retrocedía con su asiento, en la misma medida que la doña se arrimaba y le hablaba con dulces palabras.
Como era técnico en radio y TV, infinidad de mujeres serias, señoras de la casa e intachables esposas, requerían siempre de sus servicios a domicilio; necesitaban que les repare sus respectivos aparatos de televisión, oportunamente mal calibrados, o saboteados. Las indirectas vulgares no escaseaban: “ya mi marido anduvo intentándolo, pero no me entró ningún canal”, o “no me vayas a rechazar el convite: te hago un tecito de jengibre” y mil argucias más. En tales ocasiones, Pinchiletti se ponía todo colorado, como un tomate y transpiraba como un esquimal en el trópico.
Las mujeres no podían evitar mirarlo, incluso aquellas más jovencitas, aunque rara vez lo hicieran a los ojos. Eran miradas inquietantes, curiosas e inquisidoras.
Incluso las ancianas estaban interesadas en el tema; aunque, según manifestaban invariablemente, lo suyo era solo a título de “sana curiosidad”. Todas, todas fantaseaban...
Hasta los estilistas y los decoradores eran sumamente amables con él: se ofrecían a cortarle el cabello gratis, o a arreglarle el modesto departamento; sin suerte alguna, por supuesto. No faltaban los obsequios –con dedicatoria- al domicilio de Esteban.
Toda esta situación molestaba sobremanera al muchacho, puesto que todas aquellas chicas de su agrado le temían y lo evitaban.
El colmo fue que sus amigos le recomendaron que se busque a una veterana con mucha plata, para casarse con ella…
Es por todo ello que Esteban dijo ¡basta! Y se decidió a buscar una joven en un ambiente ajeno a su entorno. Allí la encontró y tras poco tiempo de salir juntos, se casó con ella.
Recién al retorno de la Luna de Miel, ella se enteró del mote de su esposo.
Las demás mujeres ahora la miran con respeto y ella disfruta la situación, sin decir palabra alguna sobre tal tema.

viernes, 19 de abril de 2013

El ascenso


Con gran alegría, los estudiantes llegamos a nuestro destino: el Cerro Catedral.
Entonces, para el ascenso al cerro, se nos presentó una disyuntiva: emplear los medios de ascensión consistentes en un servicio de aerosillas de dos etapas, o trepar por la ladera de la montaña. El alto costo del servicio de aerosillas determinó que la gran mayoría de nosotros optara por la alternativa de ascender por nuestros propios medios.
Pensamos ahorrar el costo del elevador hasta la primera etapa, donde tomaríamos el medio de elevación, para subir sin esfuerzo la segunda parte de la montaña, aquella de mayor pendiente y dificultad.
Sin mucha demora se formó un gran grupo de entusiastas escaladores, mientras algunos pocos muchachos quedaban a esperar su turno para subir a la aerosilla.
A menos de diez minutos de iniciar el ascenso, soportamos el ahogo que causaba el esfuerzo de trepar. Con demudado gesto, observamos que apenas habíamos elevado unos escasos metros, en nuestro largo camino a la cima. No había caso, ya era nuestra única opción.
De modo que seguimos en nuestro penoso ascenso, mientras matizábamos la fatiga con la alegría de compartir nuestra experiencia con los demás escaladores improvisados.
Casi de inmediato sentimos la gritería y los saludos de aquellos compañeros: cómodamente sentados en sillas, pasaban por encima de nuestras cabezas. No faltaron las  chanzas entre ambos grupos.
Poco a poco notamos como asimilábamos la fatiga que causaba tal esfuerzo. Los resbalones y los consecuentes golpes, no escaseaban en nuestra travesía, lo que nos obligó a ser más precavidos.
Por fortuna, nos comenzó a rodear un bosque cerrado, que impidió observar hacia abajo y desilusionarnos si el avance era escaso.
En un momento determinado, nuestro camino ascendente nos introdujo en el interior de una nube que atravesaba al cerro. Constatamos que solo se trataba de una zona con una neblina bastante cerrada, que mojaba la superficie de nuestras ropas. Esto dio motivo a más de un chiste acerca de haber llegado al cielo, al paraíso y tantas otras ocurrencias propias de adolescentes. Las paradas para reponer fuerzas significaban una negociación entre los integrantes del grupo, habida cuenta que no todos soportaban de igual manera la carga física que ocasionaba el ascenso.
A medida que el esfuerzo se hacía notar en el cuerpo, se escuchaban voces: preguntaban si faltaba mucho, si alguno de nosotros divisaba donde se encontraba el puesto de la aerosilla y toda una serie de inquietudes acerca de si estábamos por el camino de ascenso correcto, si nos habíamos perdido entre la arboleda, etcétera.
El temor a errar el camino hacia nuestro destino prefijado y que todo el esfuerzo —o gran parte de él— fuese en vano nos atormentaba las mentes.
Demás está decir que la línea recta que seguía la traza del sistema mecánico de elevación difería en mucho del camino zigzagueante que debíamos seguir a pie.
Ya hacía bastante tiempo que nos habíamos provisto de ramas, adaptadas como bastones improvisados para que facilitaran nuestro ascenso. Las paradas para descanso motivaban que más de uno debiera descalzarse y verificar la presencia de ampollas en sus pies y otras calamidades por el estilo.
¡Por supuesto que no estábamos preparados ni equipados para una empresa de tal envergadura!
Al cabo de un tiempo, se formaron grupos más pequeños de excursionistas. Estos grupos bien podrían ser conformados por amigos que se fijaban un ritmo determinado que difería al del resto de los muchachos, o tener su origen en diversas limitaciones físicas de sus integrantes.
La respiración y las pulsaciones se habían estabilizado hacía rato. A estas altura, ya sin ningún disimulo envidiábamos a aquellos que se habían librado del penoso ascenso.
Notamos como -de a poco- la vegetación que nos circundaba era cada vez más rala.
Ya los grupos estaban dispersos cuando pudimos divisar nuevamente al sistema de elevación de aerosillas. Y lo más importante de todo: la estación de relevo del mismo, punto final de esta primera etapa de nuestro ascenso.
Aquellos que teníamos mas resto físico sacamos fuerzas de flaquezas y emprendimos una frenética carrera hacia ese lugar de promisión.
Sin lamentar para nada cada uno de los pesos gastados, sacamos nuestros boletos para encaramarnos en las sillas y poder llegar al deseado punto en la cima, donde ya estarían desde hacía rato nuestros compañeros más pudientes, o —quizás— más holgazanes.
Recién entonces comprobamos que fácil puede ser el ascenso cuando uno posee la ventaja de no tener que contar únicamente con su esfuerzo físico.
Para su desgracia, no todos pudieron seguir nuestro aliviado camino. Ya fuera porque alguno no tuviera el dinero suficiente para pagar este servicio —ya esencial— o una persona de su amistad que pudiera facilitárselo.
Una vez que alcanzamos el punto más elevado de nuestro viaje nos dedicamos a perder el tiempo y a jugar con la nieve acumulada en un parche de escasas dimensiones; y lo que fue más reconfortante de todo: sacar gran número de fotografías de las vistas panorámicas que se podían apreciar desde ese lugar. Es maravillosa la experiencia de visualizar los valles y lagos desde un punto tan elevado como la cima del Cerro Catedral. Da una sensación de omnipotencia incomparable.
El descenso resultó una tarea muy fácil, no se necesitó ayuda.
No hace mucho tiempo que me dí cuenta de que tal experiencia bien podía ser una metáfora del progreso y ascenso social de una persona. 
Con buen dinero en el bolsillo, todo resulta más fácil.

miércoles, 10 de abril de 2013

La duda básica


Un par de amigos fueron al shopping a ver una película y luego a comer algo en la confitería.
Tras la finalización del filme, conversaban nimiedades, mientras terminaban su cena.
-Mirá, Juan Pablo, las minas se arreglan solo para mostrarse lindas y conquistarnos. No tienen otra cosa en mente que no sea gustar al sexo opuesto, yo sé por qué te lo digo.
-Estás en pedo, loco. Las chicas se arreglan para sentirse bonitas ante el espejo y –de paso- no dar argumentos a las envidiosas.
-No. Estás delirando. ¿Cuándo se arreglan más?, ¿es cuando están solas en su casa, o cuando se van de levante?
-Nadie que esté vestido de entrecasa se pone las mejores pilchas, boludo. Pero las minas ni bien se ponen delante del espejo, se arreglan el cabello y se inspeccionan el rostro. Y si una vecina tocase el timbre, tratan de calzarse con algo digno, en lugar de las zapatillas zaparrastrosas que usan siempre.
-Eso que decís lo hacen cuando el que toca el timbre es un hombre. Cuando se sientan a tomar algo en un bar, lo primero que hacen es ver dónde hay un tipo.
-¿Acaso vos te sentás y mirás “solo” si hay una chica linda? ¡No seas boludo!
-No. ¿Por quién me tomás? Miro antes de elegir donde sentarme. ¡Je, je!
-Vos que te las sabés todas, explicame cuál es la razón por la que se pasan las horas enteras probándose ropa en las tiendas, si no es para satisfacer su narcisismo.
-Lo hacen para agradarnos, si se quiere, aun más.
-No, boludo. Estás errado de medio a medio. Lo que quieren es verse bien y evitar que las otras le saquen el cuero; o acaso nunca viste cómo critican a la amiga cuando llega, o recién se va.
-Si es cierto, se critican; pero es su manera de disminuir a la rival y aumentar su autoestima, de cara a la competencia por ganar la atención de la vista de los hombres.
-No, boludo. Se arreglan bien para superar la situación en que otra le dice: ¡qué lindo vestido!, ¿dónde lo conseguiste?, mientras piensan, ¿de dónde sacaste este mamarracho de disfraz?
-¡Pará!, ¿viste cómo me miró la diosa que viene caminando por allí?... Yo me mando.
-Pero…
Y allí nomás, de repente, el boludo se fue tras de la bella mujer. Dejó a su amigo con la palabra en la boca y la cuenta de toda la cena.

viernes, 5 de abril de 2013

Apodos


Nadie se salva de los apodos. Aquellos que nos conocen habrán de asignarnos diferentes maneras de nombrarnos; entre ellos estarán los cariñosos, que nos pondrán padres, abuelos o tíos; luego vendrán aquellos típicos de una pareja. Sin embargo, los más numerosos provendrán de amistades y conocidos: serán los menos agradables.
Pese a que me lo presentaron por su nombre y apellido, lo recuerdo por el apelativo con el que lo habían bautizado sus compañeros de trabajo: “King Kong”.
Habida cuenta que no era un Adonis, pensé que el mote se lo habían impuesto por su apariencia simiesca, ya que su contextura física era robusta, con unas amplias espaldas y un abdomen prominente; su figura se completaba con un par de piernas algo cortas y bastante chuecas, a las que debíamos sumar la presencia de una barba cerrada y un ensortijado cabello abundante, ambos renegridos.
Como sucede muy a menudo en este tipo de personas, su apariencia externa esconde personalidades que son de lo más retraídas, ya que rara vez escuché su tenue voz.
Se desempeñaba como electricista de la empresa y entre sus tareas de rutina figuraba acondicionar la iluminación del cielorraso de la nave central de la fábrica; para ello se valía de una tarima elevada, construida a modo de torreta con cañerías de acero, que por su gran altura, sobresalía notoriamente del entorno circundante.
Un día, al escuchar que un compañero de trabajo se refería a él como “King Kong”, le indiqué que, a mi entender, me parecía mal que se burlaran de su aspecto.
Me contestó que sólo lo observara en ese momento.
Pude ver entonces a ese electricista reemplazando un tubo fluorescente del techo de la nave central: se encontraba trepado a la cima de la plataforma, con sus brazos elevados y extendidos a ambos lados de la cabeza, balanceando todo su cuerpo mientras intentaba colocar la luminaria nueva.
De inmediato, al presenciar esa imagen, se me representó vívidamente la famosa escena de la película “King Kong”, donde el gigantesco gorila está trepado al tope del edificio “Empire State”, en lucha mortal contra los aeroplanos.
Lo digo siempre: la observación y la inventiva popular no tienen límites.