viernes, 29 de marzo de 2013

Leyes de la Naturaleza


Tarde de sábado, tarde de reunión en el bar de la avenida. Es un ritual clásico, que respetamos los mismos muchachos de siempre. Era pleno invierno, con un cielo sin nubes que presagiaba la helada.
Cuando llegué, sentados alrededor de las dos mesas que arrimaban para hacer grande la rueda, estaban siete de los integrantes del grupo. No tuve más remedio que sentarme en una silla cercana a la puerta y al frío que entraba por sus rendijas.
De inmediato, le pedí al gallego Manolo –dueño del bar- que me sirviera un café, lo que hizo que tres, o cuatro, de los muchachos copiaran mi solicitud.
Ya habían pasado los comentarios sobre el fútbol, con los pronósticos, las críticas, los recuerdos y las exageraciones por doquier. Ese tema, el prioritario para ser tratado, se acompañaba siempre con la primera rueda de café.
La rutina traía consigo al segundo tema importante: las mujeres. Era entonces cuando se hablaba de las virtudes y los defectos de las mujeres en general y de las del barrio en particular. Siempre había novedades en lo referido a nuevos noviazgos, o a rupturas, con la consiguiente disponibilidad de la dama, para alegría de aquel que había puesto sus ojos en ella. Alguna peripecia, de tal –o cual- chica conocida, daba lugar a comentarios jugosos; que el hecho aludido fuera cierto o mentira, no hacía diferencia. Aquí se consumía la segunda rueda de café y el Gordo Toto se tomaba un café con leche con medialunas; tras servir el pedido, Manolo se quedaba parado y en silencio, junto a nosotros, para oír mejor.
Agotado el tema, los muchachos comenzaban a soñar con grandes cosas: viajes, negocios imposibles, autos, lanchas. Nito nos contaba su deseo de hacer un crucero en el Caribe y yo lo imaginaba trepado al estribo del colectivo repleto de todas las mañanas; el tanito Enzo hablaba de escalar los Alpes y mi mente lo veía trepar los andamios de la obra donde trabajaba. Luego comenzaron a discutir sobre cuál era el mejor lugar para vivir en contacto con la naturaleza; algunos ponderaban la orilla del mar, otros, la montaña, o los lagos, o la selva tropical, o una isla del Pacífico Sur, en contacto con la belleza de la Naturaleza.
De pronto, Néstor,  el bibliotecario (y el culto del grupo), nos dice:
-La naturaleza no es como ustedes la ven, es cruel. No es la dicha y la alegría animal, o vegetal; todos luchan por sobrevivir y reproducirse. Es la lucha por la supervivencia del más apto. Solo los mejores se reproducen.
-Tras decir esto, todos fijamos nuestra vista en él; entonces se despachó con:
-Y, mal que les pese, esas leyes también se aplican a nosotros, los seres humanos.
-¿Que nosotros nos comportamos como animales?
-Dijo, incrédulo, el petiso Cortina.
-No, boludo. Se refiere a que los mejores tipos se ganan a las mejores minas; como es mi caso con Mimí.
-¡Vos no te ganaste nada, Tucho!, ¡vos me la robaste!
-Le gritó Anselmo, el ex de Mimí.
Mientras ocurría todo esto, el gordo Toto le recibía el plato que le alcanzaba el gallego, con una suculenta porción de tarta de ricota, para acompañar el café con leche que quedaba en su taza.
Entonces, saltó Eugenio, que lo increpó a Tucho:
-Tiene razón Anselmito, ¡vos sos una basura!
-¿Y vos que te metés?, si le hacés lo mismo al gallego. –Se sumó a la disputa Jorge.
Al oír esto, a Manolo le tembló todo el cuerpo; sacudió el plato con la porción de tarta, que cayó al suelo, y sin más trámite, le pegó un castañazo a Eugenio. 
Se armó un tumulto descomunal; volaban pocillos, ceniceros, cucharitas y hasta la nueva dentadura postiza del petiso Cortina (rota, le faltaban los incisivos); entonces, alguien pisó la porción de tarta. Ahí se despertó la bronca del gordo Toto, que se sumó a la pelea hecho una fiera…
En medio de semejante lío, aproveché mi cercanía a la puerta y, sin hacer ruido, me fui del bar. Mientras tanto, dentro del local, la naturaleza hacía su trabajo.

martes, 19 de marzo de 2013

Los análisis de Ignacio


Aquella tarde, el tiempo estaba caluroso, como es de costumbre, por lo que mi casa era un horno. El pobre ventilador de techo hacía más ruido que refrescar el ambiente.
Decidí ir hasta el bar, a tomar una limonada helada; estaba convencido de que allí el ambiente estaría más fresco, gracias al vetusto equipo de aire acondicionado que, aunque de modo insuficiente, moderaba la temperatura del local.
Al ingresar, frente a la mesa ubicada en el rincón más fresco del lugar, vi que estaba sentado Ignacio Bilca Gutiérrez, el colla filósofo aficionado.
Ni bien me vio, me llamó para que lo acompañara. Sin dudar fui hacia allí.
Desplegados sobre aquella pequeña mesa estaban desparramados un libro encuadernado, una lapicera y su eterno anotador. También el porrón de cerveza vacío y el vaso ordinario, con restos secos de espuma.
Ni bien me senté a su lado, me disparó su discurso pseudo-erudito (él no conversa, expone):
“Mire Tintín, es notable poder observar cuánto difiere la conducta de la gente; cada uno demuestra a las claras el estadio evolutivo de su personalidad. Vemos desde actitudes infantiles mal disimuladas, que persisten más allá de lo aconsejable, a la impostura de actuar como si los años no hubiesen pasado.
Hay jóvenes que emplean un modo seductor para hablar y  moverse, como si la persona que estuviese delante de ellos estuviese interesada en algún tipo de juego de seducción. El abuso de un humor simple y directo, típico de jóvenes adolescentes, en boca de cuarentones o quizás mayores aún, es un espectáculo cotidiano que, con un poco de observación, cualquiera puede comprobar a diario.”
Entonces, entró al bar la Cheli, que comenzó a saludar a todos a viva voz y con su fingida simpatía; mostraba una pollera corta y ajustada, combinada con una solera multicolor. Estaban a la vista, como atroz complemento, los estragos del paso del tiempo. Se acercó a nuestra mesa y le estampó un ruidoso beso en la mejilla al colla. A mí me saludó con una sonrisa y su mano agitada al aire.
Bilca Gutiérrez, luego de ver como la veterana se iba al fondo del bar, me secreteó:
“Es así que abundan las muchachas que otean a su alrededor en busca del reflejo de su imagen en algún espejo o vidrio apropiado, en franca actitud narcisista, mientras hablan con grandilocuencia sobre temas nimios. Con esa conducta ponen de manifiesto su inseguridad. También pululan gentes de todo tipo y color que elevan el tono de su voz para efectuar comentarios sobre hechos insignificantes, a sólo título de hacerse notar.
En fin, pueblan nuestro alrededor un número infinito de personajes raros, cada uno con su manía… y su actuación correspondiente.
Irrita sobremanera presenciar como gente grande actúa como un cándido, en un intento vano de mostrar una inocencia que ya no le es propia.”
No le entendí demasiado, cuando me dijo:
“Nada peor para la buena comunicación entre las personas que encontrarse con alguien que transita un nivel de madurez más avanzado que el de uno. Nos tornaremos pesados y predecibles en grado sumo: aburriremos al interlocutor.
Lo mismo sucederá cuando quien intenta comunicarse tiene frente a sí a alguien que está muy por debajo de su nivel de conciencia y experiencia: no logrará hacerse entender en lo más mínimo; el resultado en esta ocasión será que el receptor del mensaje terminará aburrido, igual que en la otra situación. Normalmente, en estos casos, la persona más experta simulará poseer un nivel inferior, para intentar hacerse entender por el otro.
En aquellos casos en que una persona burda trata de parecer lo que no es y simula conocer lo que no conoce en verdad, se dan situaciones incómodas: el conocedor no sabe si poner en evidencia la farsa o reírse en silencio, o dar lugar a una situación de burla irónica hacia el pobre simulador.”
Estas últimas palabras las dijo casi como un balbuceo. Parecía tener sueño.
Se despidió de mí, se dirigió hacia la caja, pagó su consumición y se retiró a los tumbos, con una mancha de rouge en su rostro.
Mientras el mozo tomaba mi pedido, pensé: pobre hombre.

lunes, 11 de marzo de 2013

Misterios

¿Quién no reconoce la existencia de misterios?
En nuestra mente deambulan ciertos pensamientos que generan preguntas sin respuesta; tal situación nos causa escozor. Las dudas nos acosan y persisten. Son inquietudes personales. Aún si se reconociera que las respuestas a muchas de estas preguntas, ya resultan conocidas por algunos (quienes las ocultarían para su beneficio), este hecho no haría decaer nuestra inquietud.
Atónitos, nos enteramos que científicos avezados contemporáneos reconocen -sin pudor- su total ignorancia sobre diversos temas.
Pero, ¿cómo evitar la curiosidad por descubrir aquello que hay en esa zona de oscuridad?
Si llegara a ser longevo y gastase lo que me queda de vida en informarme únicamente sobre lo que ignoro (y que además posea algún interés mínimo para mí) estoy seguro que me faltaría el tiempo.
No obstante, sin pretender llegar al dominio de tema alguno, con alcanzar solo una vaga idea sobre esas cuestiones, alguna percepción básica del fenómeno, sería posible que llegase a sentir una pequeña satisfacción; tal como si se hubiese logrado algún éxito significativo en esa empresa.
Es abrumador plantarse frente a los anaqueles de una biblioteca o de una librería cualquiera (aún una modesta) y tomar conciencia sobre la magnitud del tesoro escondido entre tanto papel. En esa reducida muestra del saber humano existe una fuente de sabiduría inmensa, que nos resulta inalcanzable.
Ni hablar de aquellos conocimientos que en su momento llenaron los textos de civilizaciones desaparecidas, que quedaron perdidos —junto a ellas— hace ya mucho tiempo.
Ante todo esto, hoy, ¿quién puede ser llamado sabio? Si es que alguna vez hubo alguno parado sobre la faz de la Tierra.
Supongo que siempre hemos sido ignorantes.

sábado, 2 de marzo de 2013

Las ocurrencias de Cacho


Mi tío Cacho sí que fue un personaje: siempre nos sorprendía con alguna nueva ocurrencia.
Era técnico dental, muy bien reputado por sus trabajos; tenía la experiencia necesaria -y las ganas- como para construir, para él- una dentadura postiza muy especial, puesto que no la necesitaba. Se la colocaba sobre sus propias piezas  dentales.
Este adminículo era un muestrario de lo que no le gustaría a nadie tener en su boca. En ella, los dientes estaban completamente desalineados, de un tamaño y color horrendo, inclusive simulaba la presencia de granos con pus en las encías, lo que la tornaban más repulsiva aún.
Con esos dientes postizos se iba a bailar y dicen que se la pasaba a las risotadas. Era de imaginar la cara de la gente cuando veía a semejante personaje con esa sonrisa horripilante.
Una vez contó que, como la dentadura inferior no le había salido del todo bien, le causaba molestias sobre sus encías; así que solucionó el caso arrojando el adminículo por medio de un boleo de derecha, con tal puntería que lo embocó justo por una de las ventanillas de un trolebús, que ocasionalmente pasaba por la avenida Juan B. Justo. Ni qué decir cuál sería la sorpresa de los pasajeros de aquel vehículo al percatarse del tipo de proyectil que había ingresado con estrépito.
Una vez, lo recuerdo bien, apareció con una torta de crema, que por su apariencia apetitosa, todos los pibes deseábamos comer. Fue una vana espera, pues la partición de la citada torta se demoraba eternamente. Lógico, pues se trataba de un sólido ladrillo, convenientemente recubierto y decorado con yeso (del que utilizaba en los modelos de las dentaduras), hasta tenía una vela.
Tras la gran desilusión que sentimos todos nosotros, siguieron las risas y la curiosidad acuciante por desentrañar el misterio de su construcción.
Se dedicaba a la fabricación y venta de artículos de punto, tejidos con lana Merino; solía ir a vender su producción a localidades alejadas, en el interior de la Provincia de Buenos Aires. Tal periplo lo realizaba en una motoneta de su propiedad. Con ese vehículo recorría las rutas de la época –década del sesenta-, ya fuese verano o invierno…
Ya más grande, lo recuerdo bailar en unos carnavales en el club Indios de Moreno, tenía un pie enyesado, debido a la quebradura de un dedo. Bailaba con increíble agilidad (otra de sus características) a la vez que pulsaba un lanza-perfume con éter; sistemáticamente, le rociaba el escote a una señora madura y seria, que bailaba con su marido, igualmente de gesto severo.
Cacho realizaba la picardía con tanta habilidad que logró que la pareja, harta ya, culpara a otro pobre bailarín, con pinta de papanatas, que también estaba en la pista y portaba un lanza-perfume: casi se agarran a las trompadas. Mientras, mi tío seguía con su baile, como si nada pasara, y sonreía con su mejor cara de inocente.
Yo casi me orino encima por la risa.