Tarde de sábado, tarde
de reunión en el bar de la avenida. Es un ritual clásico, que respetamos los
mismos muchachos de siempre. Era pleno invierno, con un cielo sin nubes que
presagiaba la helada.
Cuando llegué, sentados
alrededor de las dos mesas que arrimaban para hacer grande la rueda, estaban
siete de los integrantes del grupo. No tuve más remedio que sentarme en una
silla cercana a la puerta y al frío que entraba por sus rendijas.
De inmediato, le pedí
al gallego Manolo –dueño del bar- que me sirviera un café, lo que hizo que
tres, o cuatro, de los muchachos copiaran mi solicitud.
Ya habían pasado los
comentarios sobre el fútbol, con los pronósticos, las críticas, los recuerdos y
las exageraciones por doquier. Ese tema, el prioritario para ser tratado, se
acompañaba siempre con la primera rueda de café.
La rutina traía consigo
al segundo tema importante: las mujeres. Era entonces cuando se hablaba de las
virtudes y los defectos de las mujeres en general y de las del barrio en
particular. Siempre había novedades en lo referido a nuevos noviazgos, o a rupturas,
con la consiguiente disponibilidad de la dama, para alegría de aquel que había
puesto sus ojos en ella. Alguna peripecia, de tal –o cual- chica conocida, daba
lugar a comentarios jugosos; que el hecho aludido fuera cierto o mentira, no
hacía diferencia. Aquí se consumía la segunda rueda de café y el Gordo Toto se
tomaba un café con leche con medialunas; tras servir el pedido, Manolo se
quedaba parado y en silencio, junto a nosotros, para oír mejor.
Agotado el tema, los
muchachos comenzaban a soñar con grandes cosas: viajes, negocios imposibles,
autos, lanchas. Nito nos contaba su deseo de hacer un crucero en el Caribe y yo
lo imaginaba trepado al estribo del colectivo repleto de todas las mañanas; el tanito
Enzo hablaba de escalar los Alpes y mi mente lo veía trepar los andamios de la
obra donde trabajaba. Luego comenzaron a discutir sobre cuál era el mejor lugar
para vivir en contacto con la naturaleza; algunos ponderaban la orilla del mar,
otros, la montaña, o los lagos, o la selva tropical, o una isla del Pacífico
Sur, en contacto con la belleza de la Naturaleza.
De pronto, Néstor, el bibliotecario (y el culto del grupo), nos
dice:
-La naturaleza no es
como ustedes la ven, es cruel. No es la dicha y la alegría animal, o vegetal;
todos luchan por sobrevivir y reproducirse. Es la lucha por la supervivencia
del más apto. Solo los mejores se reproducen.
-Tras decir esto, todos
fijamos nuestra vista en él; entonces se despachó con:
-Y, mal que les pese,
esas leyes también se aplican a nosotros, los seres humanos.
-¿Que nosotros nos
comportamos como animales?
-Dijo, incrédulo, el
petiso Cortina.
-No, boludo. Se refiere
a que los mejores tipos se ganan a las mejores minas; como es mi caso con Mimí.
-¡Vos no te ganaste
nada, Tucho!, ¡vos me la robaste!
-Le gritó Anselmo, el
ex de Mimí.
Mientras ocurría todo
esto, el gordo Toto le recibía el plato que le alcanzaba el gallego, con una
suculenta porción de tarta de ricota, para acompañar el café con leche que quedaba en su taza.
Entonces, saltó
Eugenio, que lo increpó a Tucho:
-Tiene razón Anselmito,
¡vos sos una basura!
-¿Y vos que te metés?,
si le hacés lo mismo al gallego. –Se sumó a la disputa Jorge.
Al oír esto, a Manolo
le tembló todo el cuerpo; sacudió el plato con la porción de tarta, que cayó al suelo, y sin más trámite, le
pegó un castañazo a Eugenio.
Se armó un tumulto descomunal; volaban pocillos, ceniceros, cucharitas y hasta la nueva dentadura postiza del petiso Cortina (rota, le faltaban los incisivos); entonces, alguien pisó la porción de
tarta. Ahí se despertó la bronca del gordo Toto, que se sumó a la pelea hecho una fiera…
En medio de semejante
lío, aproveché mi cercanía a la puerta y, sin hacer ruido, me fui del bar.
Mientras tanto, dentro del local, la naturaleza hacía su trabajo.