martes, 29 de enero de 2013

El océano


Dele, Richar y Artur (1974)
Resulta difícil de expresar la suma de sensaciones que se experimentan ante la primera observación del océano.
Los parámetros usuales de perspectiva visual cambian por completo ante tal inmensidad.
Esa masa en movimiento nos da la bienvenida con el primer flujo de agua que moja nuestros pies e inmediatamente nos hace saber que puede reclamar todo de nosotros: al retirarse hacia su propio seno, en su reflujo, nos provoca una sensación de vértigo y nos hace  perder el equilibrio, al socavar nuestro punto de apoyo en la arena de la playa.
El estruendo de la rompiente de las olas nos indica la energía que se encuentra escondida en esa masa líquida, color azul verdoso.
El horizonte —por su parte— nos llena de curiosidad, pues si bien parece tan cercano, sabemos que resulta inalcanzable.
Pronto sentimos su gusto salobre, que se fija en la superficie de nuestros labios.
Imposible de resistirse ante tal demostración de vitalidad.

miércoles, 23 de enero de 2013

Regalo de Reyes


Al día de Reyes del año 1967 lo recuerdo vívidamente, fue cuando recibí el primer regalo de mi adolescencia: una radio portátil a transistores.
Me pareció el objeto más bello que nunca antes hubiera tenido, si hasta recuerdo la marca ignota que identificaba ese aparato: Malibú 67.
Estábamos en plena época de la famosa radio “Spica”, que marcó un hito en la materia; sin embargo, mi receptor era —por cierto— mucho más bonito y moderno.
La posesión de ese objeto me introdujo de lleno en un nuevo mundo de sensaciones, dio paso a otros gustos y a otras costumbres. La niñez pasaba al olvido.
Por medio de aquel radio receptor comencé a escuchar música moderna a mi elección, en especial cuando me acostaba por las noches para dormir. Entonces sintonizaba un programa en particular, conducido por Rodolfo “Fito” Salinas, llamado “Música con Thomp, son y Williams”, que tomaba su denominación del nombre de una sastrería que lo auspiciaba. La competencia era "Modart en la noche", otro ciclo, patrocinado por un negocio de la competencia.
Si bien la mayoría de los temas que se emitían correspondían a artistas internacionales (solistas como Charles Aznavour, Petula Clark, Tom Jones, Engelbert Humperdnick, o conjuntos de moda, tanto estadounidenses como ingleses), también en ese programa se incluían algunas interpretaciones de artistas locales, que surgían por aquel entonces; entre ellos puedo citar a Moris, los conjuntos Almendra, Los Gatos, Manal, Pintura Fresca, Los Náufragos, Los Iracundos o La Joven Guardia.
Fue así que, a través de dicho programa, descubrí las primeras canciones que dieron origen el fenómeno que hoy se conoce como “Rock Nacional”.
Con ese receptor a un volumen muy bajo, para no molestar a los demás habitantes de la casa -que debían dormir-, escuchaba con suma atención todo cuanto se decía en esos programas. Mi hermano menor, que compartía la pieza conmigo, también escucharía algo; aunque rápidamente se dormía.
Varias veces aquel receptor debió quedar silente por causa del agotamiento de sus pilas de carbón y la falta de dinero para reponerlas...
El paso del tiempo, los golpes, el uso intensivo y (sobre todo) mis intervenciones reiteradas en sus circuitos electrónicos para tratar de reparar los daños infringidos en intervenciones previas, terminaron por tornar aquella radio en algo completamente inservible.
Pero, me ayudó mucho a dar el paso que hay desde la niñez hasta la adolescencia.
Hoy los niños ya nacen con un iPod pegado al oído...

sábado, 19 de enero de 2013

Impetuosidad

Muchacho impetuoso era el Aquilino Acoso. No es que fuera un pervertido, ni nada por el estilo, pero era un enamoradizo perdido, el pobre.
De jovencito, ya encaraba a una muchachita sin ningún tipo de recelo. Se les arrimaba con rapidez y muy sonriente buscaba obtener una respuesta positiva a su embate. Si la chica le regalaba una sonrisa, él ya se perdía. Ahí nomás se le acercaba tanto, que la jovencita se asustaba y salía a las corridas. Él, quedaba con esa boca sonriente abierta y los ojos fijos en esa silueta grácil y espantada, que se hacía cada vez más lejana.
Con los años, su técnica mejoró: ya las encerraba entre él y la pared, así no huirían. Pero, al actuar de ese modo, a más de trocarles la sonrisa inicial por un gesto agrio, recibía más de un moquete e irreproducibles insultos.
Entonces, mejoró su lenguaje, estudió los gestos de su rostro para hacerlos más encantadores, al tono de su voz lo convirtió en un suave susurro sensual. Tuvo avances; pero, en cuanto se apresuraba a acariciar a la chica (digamos, a los dos minutos de conversar con ella), se armaban unos escándalos terribles: griteríos, cachetadas sonoras, arañazos. Siempre lo echaban de los bailes a las patadas.
Ya no sabía qué hacer.
Decidió probar una vez más. Esta vez sería en otro lugar, más alejado del que solía frecuentar.
Fue cuando halló a esa muchacha, una joven que le sonrió ni bien cruzaron las miradas. Como un meteorito, el Aquilino corrió hacia ella y la encaró; en menos de treinta segundos ya se besaban con furia animal.
Como fruto de aquella noche, el muchacho amaneció sonriente y satisfecho.
Hoy lo vemos consumido, flaco, ojeroso: siguen juntos...
Bien dice mi madre, "siempre hay un roto para cada descosido".

miércoles, 16 de enero de 2013

Don Benítez

Chipá
¿Mbaépa né coé?
- I porá nte, ¿jhandé?
- I porá nte, aveí. (*) 
Así nos saludábamos todas las mañanas con Don Marciano Benítez, un paraguayo que asomaba su rostro sonriente y simpático por la ventanilla del almacén, en aquel taller de rectificado de motores donde trabajábamos.
Él me enseñó esas pocas palabras en guaraní, su idioma natal, del que manifestaba -con orgullo- no sólo saber hablarlo, sino también escribirlo.

Alberto J. Armando- Presidente Boca Jrs.
Era oriundo de Villa Rica; robusto, de tez cetrina y de un pelo negro que insinuaba algunas pocas canas. Era bastante parecido a Alberto J. Armando, aquel recordado presidente de Boca Juniors en la década de los sesenta, la semejanza era notable pues ambos utilizaban sendos anteojos, con el armazón negro, construidos en celuloide.
Con él charlábamos de todo un poco, pues generalmente mencionaba temas que causaban mi curiosidad de muchacho de veinte años. Con él aprendí del chipá (un bocadillo hecho con almidón de mandioca, queso duro, leche, huevos, manteca y sal), del tereré (agua fría y yerba mate) y también de la sopa paraguaya (harina de maíz, cebolla y queso).
Sopa paraguaya
Permanecer bajo un tinglado de chapa galvanizada y sin ningún elemento aislante, como era el caso de aquel taller, hacía insoportable trabajar durante el verano. En tal situación, Don Benítez me enseñó un método efectivo para calmar mi sed: debía beber mate cocido enfriado, que no era el tereré. Aprendí a preparar ese brebaje con el mayor entusiasmo, aunque el mismo me saliera tan fuerte, que más bien pareciera tratarse de café negro.Aún me fascina la simpleza de este humilde trabajador, que no necesitaba de más conocimientos para ganarse el peso honradamente.
Recuerdo con nostalgia cuando me entregaba unos pequeños fardos de trapo seleccionado, para que los empleara en la tarea de limpieza, tanto de mis manos como de las piezas mecánicas; se trataba de un codiciado insumo, como en cualquier taller mecánico.
Este hombre, incansable y siempre comedido, como parte de su labor debía acomodar los repuestos que se guardaban dentro del almacén, y era tan fuerte que los trasladaba a pulso, incluso los pesados y voluminosos bloques de cilindros de los motores de camión.
Ante mi frecuente pregunta:
— ¿Cómo anda Don Benítez?, —me respondía:
— ¡Siempre con ganas!
En una oportunidad, me refirió que su padre aún vivía y estaba en el Paraguay; que era un hombre muy fuerte, que tendría por entonces algo así como cien años de edad.  Y que no obstante aún le gustaba tomar algunas bebidas alcohólicas; además, que no se olvidaba de las damas.
Sabía algunas palabras en alemán, que había aprendido en un trabajo anterior, y me enseñó.  Diré que hoy recuerdo unas muy pocas, como ser: “Herr Benítez”. 
Tiempo después, en cambio, me entristeció mucho: fue cuando le oí decir que había recibido la noticia sobre la muerte de su padre... ¡y él estaba tan lejos!
Si bien el paso de los años y los cambios que traen consigo me alejaron de ese mundo, a veces pienso que, si por esas casualidades de la vida, fuese de visita a aquel taller, lo encontraría todavía tras esa ventanilla del almacén.

(*) ¿Cómo ha amanecido?
    -  Yo, bien, ¿y usted?
    -

domingo, 13 de enero de 2013

Simetría y belleza


Rodolfo Valentino
Un amigo mío, Rubén Pugliese, siempre suele comentar que la belleza física del rostro de una persona está relacionada, en primera instancia, con la simetría que pudieran tener sus facciones con relación a un eje vertical que pase por el tabique nasal. Rodolfo Valentino tenía esa particularidad.
Tal aseveración parecería aventurada, aunque conviene poner de manifiesto que, a partir de la supuesta belleza física de una persona, se han desarrollado teorías disparatadas en el pasado que la vinculaban con la personalidad del individuo.
Con bastante más que aceptación, en su momento, Cesare Lombroso desarrolla teorías absurdas sobre la criminalidad de las personas en función a una supuesta fealdad externa de las mismas. Por el contrario, el genial Oscar Wilde nos ha descripto en su libro “El retrato de Dorian Grey” a un ser monstruoso que se ocultaba bajo una apariencia de juventud y de belleza inmutables con el paso del tiempo.
Seres deformes como el personaje Cuasimodo en “El jorobado de Notre Dame” o el mismísimo “Fantasma de la Ópera” pueblan nuestra literatura con disímiles conductas y personalidades asociadas a su fealdad.
Audrey Hepburn
Como se puede apreciar, la cuestión de la apariencia es un tema que ha dado mucha tela para cortar. Y es lógico, pues a todos nos incumbe, ya que tiene fundamental importancia en nuestra vida de relación.
No obstante, y pese a todos los esfuerzos que pongamos en ello, nunca nos podremos ver de la forma en que nos ven los otros. Es seguro que aquel defecto que nos atormenta pasa desapercibido para los demás.
Pese a todo, siempre nos atraerá más aquel que consideramos bello sobre lo que percibamos como feo.
Ahora bien, si considerásemos a una persona que carezca de un defecto notorio en su apariencia, como ser una malformación congénita o cicatrices terribles derivadas de algún accidente sufrido, podríamos coincidir en algo con mi amigo: los rostros simétricos nos resultan más aceptables.
Se sabe que las orejas y los ojos raramente coinciden en tales simetrías (prueba acabada de ello son las necesarias adaptaciones que deben realizarse a un par de anteojos para que, al ser montados sobre la nariz de esa persona, queden medianamente horizontales) y mientras no sea demasiado perceptible tal defecto, nadie le prestará demasiada atención a ello. No obstante, los expertos en imagen siempre les recomiendan a actores y políticos (la misma cosa) fotografiarse desde el perfil más favorable: nadie resistiría una fotografía de frente.
Sofía Loren
Calvicies, miopías, narices y orejas de diversos formatos (siempre y cuando no sean inmensas o diminutas) no serán consideradas un aditamento de fealdad si cumplen con la condición de simetría descripta. En particular, aquella persona que exhiba una sonrisa que deje entrever una dentadura cuidada (pareja, en buen estado de conservación e higiene)  inducirá a que la veamos con cierto placer estético, aún en el caso de que a través de esa boca sólo exprese sandeces.
Todos hemos padecido con nuestras fealdades, sobre todo desde que fuimos adolescentes; algunos nos acostumbramos a vivir con ellas, mientras que otros intentaron ocultarlas o eliminarlas a través de diversas maneras (incluso quirúrgicas) y con éxito dispar. A veces los resultados exhibidos como resultado de tales conductas nos causan una maliciosa y oculta gracia; otras veces, nos llaman a compasión.
En fin, si no podemos ser perfectos en la apariencia externa, es de esperar que tampoco lo habremos de ser en nuestro interior.
Y por eso, así le ha ido siempre a la humanidad.

jueves, 3 de enero de 2013

Esfinges


Aniceto Babalacci, era muy tímido. Adoraba a las mujeres, pero en silencio absoluto y sin dar muestra alguna de ello, todo por temor a un rechazo. Las imaginaba mucho más inteligentes que él, más desenvueltas e interesantes. Y estaba en lo cierto.
En su mente, las mujeres eran como esfinges, que le podían plantear problemas insolubles, con el solo fin de abochornarlo.
El tema lo tenía muy preocupado, debía hallar rápido alguna manera infalible para cambiar esa actitud pusilánime. Debía entonces, seducirlas y ya que no tenía la más mínima idea del asunto, estaba convencido de que cualquier cosa que hiciese sería un adelanto.
Todos lo conocían por el apelativo de Aniceto el Pollo, aunque sus amigos no lo llamaban así porque tuviera semejanza alguna con el personaje del Fausto, de Estanislao del Campo, el motivo era su pertinaz conducta de salivar. El resto de los vecinos, incluso las ancianas más educadas, creían llamarlo de esa manera en homenaje a aquel buen gaucho.
Entre sus amistades estaba Cachito Zamponi, bastante menor que él, que le comentaba sus secretos sobre el tema:
- Te tenés que dejar los bigotes, que a las minas le gustan los hombres bien machos. -Le decía, mientras se restregaba la escuálida pilosidad que tenía sobre su labio superior, a la que con la ayuda del delineador de la hermana -color marrón- trataba de brindarle un respaldo cutáneo al tono.
- El faso es muy importante, ¿sabés?, las personas mayores y los galanes de cine fuman todo el tiempo, por lo que fijate bien cómo manipular el cigarrillo, para lograr la misma prestancia que muestran ellos (que se levantan a todos esos minones de "Jolivú").
-Y ahí comenzaban los pases de prestidigitador de Cachito que, con el pequeño pucho encendido,  revoleaba ceniza y humo para todos lados. Los otros muchachos se burlaban de las teorías descabelladas y ridículas de Cachito; pero, el Aniceto las ponía en práctica.
Un rotundo fracaso. Las chicas se le reían en la cara -aunque por pudor se tapaban la boca- y lo dejaban plantado como a un árbol.
Ya había intentado los piropos, por consejo del solterón Pirucho; en aquella oportunidad ligó una sonora cachetada, fue a manos de la mujer del frutero, la tana Alessandra, que no supo apreciar sus requiebros ante las generosas asentaderas que poseía...
Por esos mismos día lo vio al Tito, el fachero del barrio, el que tenía un cachirulo con el que se iba de levante. Ahí nomás, el Tito lo aconsejó:
- Pibe, lo que tenés que hacer es mirarlas con suficiencia, ¿me entendés, che? Mirás vos, te mira ella, una sonrisita tenue, que ella contesta; un cabeceo de invitación y la mina se viene al humo, ¿la captaste?, entonces le abrís la puerta y ella se sienta a tu lado... muerta por vos.- Pero Aniceto viajaba en el colectivo; pues, con sus ingresos magros, ni hablar de poseer un automóvil.
Ya se puso más que nervioso. Lo consultó al farmacéutico, don Federico, un tipo piola, que le dio todas las instrucciones para no agarrarse una venérea, algo que era imposible si seguía así.
Fue en ese momento que se enteró de su drama el más paparulo de todos, el Salame Rodríguez. Este comedido le avisó:
-Preparate bien. Yo te voy a enseñar cómo se soluciona este problema. -Algo que ya era la comidilla de todos (hasta los pibitos avivados se le cagaban de risa).
Aniceto se puso sus mejores galas y se perfumó con medio frasco de colonia. Y ahí se fue, entusiasmado, junto con el otro salame, a ese lugar prometido. Resultó ser un cabarute de medio pelo, donde las coperas le sacaron hasta el último mango que tenía, solo por estar sentadas quince minutos a su mesa y tomar té frío, en vasos de whisky.
Volvió al barrio solo, arrastraba los pies al caminar, cansado de la larga travesía, tenía hambre y una frustración inmensa. Cuando quiso comer, o tomar algo, notó que nada le quedaba, ni para un mate dulce. Tomó un dinero que le quedaba y salió a buscar algún negocio abierto.
Entonces, tras caminar unas cuadras, entró a comprar yerba y azúcar a un almacén de barrio, propiedad de un gallego -un tal Manolo-, fue cuando la conoció a Clarita. Y salió el Sol.