domingo, 29 de diciembre de 2013

Carta a los Reyes Magos



Queridos Reyes Magos:
Como sucede todos los años, llegados estos días me pongo a redactar esta carta, donde les solicito mi regalo.
Ya saben de sobra lo que quiero, pues no soy muy original, ni materialista; aunque debo reconocer que soy bastante egoísta.
Aprovecho para agradecerles mucho por haberme concedido mi último pedido, aun dispongo de suficiente para la semana próxima, si Dios quiere.
Nunca me fallaron, pese a lo insólito de mi requerimiento.
Con gran esperanza, aguardo su regalo, que espero dure otros trescientos sesenta y cinco días.
Los quiere mucho.
Don Carlos.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Las Fiestas




Al llegar diciembre, eran comunes las rifas que organizaban los comerciantes del barrio, quienes vendían los números para el sorteo entre su clientela. El premio solía consistir en el contenido de una canasta de mimbre, colmada de productos navideños; esto entusiasmaba a más de una dueña de monederos flacos. Para determinar al ganador, se consideraba el resultado del sorteo del “Gordo de Navidad”).
Entre los chicos, a su vez, comenzaba a trabajar intensamente la imaginación: soñábamos cuáles habrían de ser los juguetes que incluiríamos en nuestras cartas dirigidas a los Reyes Magos. Por ese entonces, Papá Noel (o Santa Claus) no figuraba en el imaginario popular ni por asomo.
Ya por esa época resultaban poco originales las caricaturas en los diarios con temas referidos a las Fiestas, lo mismo que las fastidiosas recopilaciones de noticias, supuestamente trascendentales, ocurridas en los últimos doce meses. A esa tendencia nostálgica de corto plazo se sumaban diversos programas en la televisión, en especial los de noticias. Igual que ahora. Ni qué decir del bodrio de soportar —sistemáticamente y desde siempre— el reportaje televisivo a la madre del primer bebé nacido en el nuevo año.
Eran días que concentraban infinidad de compromisos con la excusa de despedir el año que terminaba; ya fueran almuerzos concertados entre compañeros de trabajo, hasta un asado en la casa de algún amigo o —sin duda alguna— el hecho más trascendente de todos: las reuniones familiares. Estas reuniones eran un momento irrepetible del año, pues en esas veladas se lograba reunir a toda la familia frente a una mesa.
Durante las celebraciones de Nochebuena y Fin de Año, las mesas rebosaban de una comida de lo más variada; la mayoría de los preparados eran de factura casera, pues las mujeres se esmeraban en preparar aquellos platos que mejor aceptación tenían entre los comensales. En el menú no faltaba nunca un vitel thoné, ni la jarra enorme, regalo del casamiento, con un poderoso clericó dentro.
Para enfriar tanta bebida, se compraba una barra de hielo, que se picaba en pequeños trozos, los que se disponían dentro de un recipiente de gran tamaño (por lo general la pileta del lavadero o un lebrillo grande, de chapa galvanizada) donde se acomodaban las botellas de la bebida: atiborraban ese espacio sifones, gaseosas, cerveza, vino, sidra y la infaltable champaña; todas ellas convenientemente tapadas con una bolsa de arpillera, para conservarlas bien frías.
Casi siempre la cena se organizaba de un modo tal que toda la gente menuda comiese en primer término y dejara desocupados los lugares en la mesa, para que entonces los mayores pudieran cenar con relativa calma, ya que resultaba imposible contener al piberío exaltado.
Nuestro paso por la mesa era siempre fugaz, ya que por causa de la excitación que sentíamos al encontrarnos todos los primos juntos, mas el aliciente de los juegos con pirotecnia, no veíamos la hora de finalizar nuestros platos de comida para poder huir de la mesa.
Los mayores —en cambio— se tomaban su tiempo para realizar la ingesta de la copiosa y variada comida, acompañada por la fría bebida, y en ese ritmo cansino prolongaban la sobremesa hasta bien entrada la madrugad. Todo esto transcurría mientras en el aire sonaban sin cesar aquellos tangos, desde el omnipresente combinado. De este modo, tenían una presencia predominante en nuestras reuniones los viejos éxitos de Gardel y los temas más recientes del “Gordo” Troilo.
Cuando los relojes indicaban la inminencia de la llegada de la medianoche, todos nos reuníamos ansiosos a la espera de la llegada del nuevo día, que nos traería la Navidad o el Año Nuevo. Cual si fuera un hecho trascendente en nuestras vidas, todos estábamos muy atentos de festejar en el instante mismo que los relojes indicaran las cero horas.
Entonces, todos nos abrazábamos y dábamos un beso, deseándonos lo mejor para esa Navidad o el año que se iniciaba, de inmediato se realizaba el brindis de rigor y comenzábamos a degustar las delicias de la mesa dulce.
Ahí nos esperaban las frutas secas, el pan dulce, las peladillas, los turrones y las garrapiñadas de maní.
Más de una puerta quedaba desencajada, con sus bisagras maltrechas, a causa de que algún pícaro comenzaba a romper las nueces apretándolas entre los marcos de esas aberturas.
En esas noches era infaltable que alguno de los chicos se quemara algún dedo con los petardos, o se diera un golpe contra algo, y generalmente lo hacía con la cabeza. De inmediato, las mujeres le aplicaban manteca sobre la zona afectada, supuestamente para refrescar el dolor y evitar el inevitable chichón.
Siempre alguno de la familia se ponía alegre a causa de un trago de más. Y siempre aprovechábamos los pibes para beber a hurtadillas de algún vaso casi vacío con cerveza, sidra u otra bebida alcohólica.
Debido a las altas temperaturas, propias del verano, las reuniones se organizaban al aire libre, generalmente en los patios de las viviendas. Por ello, la posibilidad de una lluvia inesperada (que aguase los festejos) siempre era temida. Aunque, a decir verdad, era raro que se diese tal situación meteorológica.
Los puestos de venta de pirotecnia abundaban, y su adquisición resultaba libre. Para ello existían diversos lugares de venta en el barrio, como podían ser: almacenes, o jugueterías, o quioscos caseros, o bien hasta en improvisados despachos consistentes en una mesada construida por un par de caballetes y un tablón de madera apoyado sobre ellos, todo dispuesto sobre la vereda del frente de una casa. Esas noches de vigilia de Navidad y Año Nuevo, estas mesas permanecían atendiendo al público hasta que agotaban sus productos.
Otro hecho característico eran esas noches pletóricas de insectos voladores de todo tipo, pues abundaban los cascarudos, las polillas, langostas, grillos y —sobre todo— las llamadas “cotorritas”, unos insectos diminutos color verde de un formato similar a langostas, pero sin las características patas desproporcionadas que poseen aquellas para darse impulso en sus saltos. Estos pequeños bichos solían picarnos las partes expuestas de piel, al igual que los infaltables mosquitos zancudos.

Vale aclarar que no todas las familias celebraban estas festividades de la misma manera: con excesos en las comidas y las bebidas. A tal efecto, recuerdo que una noche de fin de año, mientras nuestra familia materna festejaba en casa de mi abuela, en el frente de la casa, sobre la vereda de aquella propiedad, notamos que estaban mirándonos —desde la penumbra— unos chicos de la barra, los más pobres quizás entre todos.
Uno de ellos, de nombre José, tenía su mano vendada; puesto que, en un accidente ocurrido días antes en su trabajo en una panadería, había perdido las dos últimas falanges de los dedeos índice y mayor de su mano derecha. Tendría diez años.
Esta circunstancia desafortunada nos causaba aprensión y en mi caso particular, no soportaba ver aquella manito con las amputaciones.
Tengo presente que aquella noche les fue convidada comida y bebida...

domingo, 1 de diciembre de 2013

El desagravio (audio)

Es para mí un inmenso honor que, en La taberna del Callao, Javier Merchante haya puesto su voz e hiciera la ambientación de un texto mío.
Ha realizado estas tareas con grado profesional y generosamente. Como resultado, se destacan sus dotes de maestro y actor.
En mi humilde opinión, ha realizado una excelente interpretación.
Invito a todos a que visiten su blog, que notarán es magnífico.
Para escuchar este "discurso", adjunto el enlace correspondiente

miércoles, 6 de noviembre de 2013

De velorio


Hoy a la mañana, sonó el teléfono de casa, trajo malas noticias: falleció Pedro Gonzaletti.
Me llamó Pepe Fantagasi, uno de los muchachos de la oficina quien, junto a Pedro, aun no ha alcanzado la jubilación.
Recuerdo que me dijo:
- Se nos fue Pedrito, macho. Lo velan en Canalejas 7769, primer piso. Se lo llevan a las cuatro, apurate.
- Gonzaletti, el bonachón de Gonzaletti…
Tipo callado, tímido; pero que se prendía siempre al grupo de los jodones. De risa contagiosa, festejaba las ocurrencias más insólitas; si hasta hacía que viéramos al amargo de García como un gracioso consumado…
Y así, con una gran tristeza en mi alma, llego a la puerta de la casa velatoria, me dirijo al primer piso por la escalera y entro a la sala.
Está llena de desconocidos. Sin dudas, familiares y amigos diversos de Pedro. A su mujer, la habré visto por última vez hará quince, veinte años…
Está muy avejentada, gorda y teñida de rubio. Se esconde tras unos anteojos negros enormes. Me parece que no me reconoció. Pobre.
Para juntar coraje y poder ver a mi amigo sin descontrolarme, trato de ambientarme.
Alguien ofrece una copita de anís, la acepto y me acerco a un grupo, que habla por lo bajo. Quizás me cuenten cómo fue.
Un gordo setentón, pelado y con mostachos dice:
- ¡Qué barbaridad!, ¡vean qué modo de partir!
- Se veía venir, Doctor Donati, lo perdió uno de sus vicios. - Dijo un dientudo, de ojos diminutos y vestido con un traje cruzado.
Al escuchar esa palabra, una sensación de maliciosa curiosidad recorrió mi cuerpo: ¿qué vicios? Yo no le conocía ninguno. Por caso, al pobre Gonzaletti nunca lo vi fumar...
- Clago. Guecuguentemente, se tomaba sus copitas de ginebga. - Acotó un petiso gangoso.
- Y mejor no hablar de su conocida ludopatía. Es imposible saber cuántas veces se jugó el sueldo y lo perdió. – agregó el castor.
- ¡Qué imprudencia! – Se indignó el doctor.
Y es ahora que abre la boca un morocho, para decir su primer bocadillo:
- Según la declaración del travesti, que estaba con él, se quedó muerto, como dormido…
- Incrédulo, salí a fumar un cigarrillo, mientras resonaba dentro de mi cabeza:
Gonzaletti, el bonachón de Gonzaletti…
En la puerta, fumaba Pepe Fantagasi, estaba con sus ojos brillosos. Emocionado, me dice:
- ¡Qué desgracia, macho!, ¡pobrecita la mujer y los pibes, che!
– Y, no es para menos.
- ¡Morir de esa manera!
– Terrible.
- ¿Cómo no se cuidó al enchufarlo? Era algo que hacía siempre…
- ¿En serio?
– Pero, ¡si lo hacemos todos!
– No, yo ni en pedo.
- ¡Dale, boludo!, a vos, ¿quién te va a cambiar las lamparitas quemadas?
- ¿Eh?
- Por culpa de ese velador de mierda, en cortocircuito, lo perdimos a Gonzaletti.
- Perdón, ¿en qué piso lo velan?
– En el primero, como te dije, al fondo.

lunes, 28 de octubre de 2013

Virtuosos

Con relativa facilidad reconocemos a unos pocos triunfadores, personas que demuestran sus extraordinarios dones y son coronados por el éxito; sin embargo, la historia de la humanidad abunda en personas que, pese a estar dotadas de capacidades maravillosas, no pudieron hacer valer esas habilidades.
Innumerables artistas, guerreros, pensadores, creadores de todo tipo, tuvieron que enfrentarse a mediocres poderosos, que comandaban (o al menos así parecía) la organización social que los cobijaba.
Entre ellos, algunos tuvieron que ser obsecuentes ante estos personajes encaramados, a solo objeto de poder alcanzar alguna realización notable, fruto de su creación.
Otros (estimo que la gran mayoría) desaparecieron sin dejar el más mínimo testimonio, o rastro de su existencia.
Debo aceptar que también habrá existido alguno que, lamentablemente, se extinguió en los primeros estadios de su genialidad, intrínseca en él, ante un entorno que no le dejó desarrollar su potencial; por lo general, debido a un contexto que favorecía a otras personas menos capaces, aunque mejor relacionadas que él.
Al fin y al cabo, de eso se trata tener el poder.

lunes, 14 de octubre de 2013

El Gordo


Se caracterizaba por poseer un buen humor a tiempo completo; su simpatía se enmarcaba en las agradables facciones de su rostro, que se iluminaba al sonreír.
Cuando lo conocí, a mi llegada a San Pedro de Jujuy, este hombre rondaría los cuarenta años de edad; su estatura sería de algo así como de un metro con setenta centímetros y su buen humor imposible de cuantificar. También resultaba imposible saber cuál era su peso, obviamente excesivo, pues padecía obesidad mórbida.
Siempre relataba alguna de sus experiencias de vida con un dejo de humor y una exageración no disimulada; esas inverosímiles aventuras daban la oportunidad para que todos tuviéramos siempre una sonrisa a flor de labios.
Quienes compartíamos con él nuestras jornadas cotidianas de trabajo presumíamos que no era muy saludable que tuviera semejante sobrepeso; además, el hecho de trabajar como camionero no le ayudaba a controlar su peso. Por otra parte, la juventud del “Gordo” le confería cierta agilidad y gracia a sus desplazamientos, lo que no daba lugar a presuponer que pasara nada malo.
Tras un par de años de mi traslado a Buenos Aires, un día me crucé con él en las puertas de mis oficinas. Me comentó que había comenzado a tener problemas de salud y que le habían aparecido cálculos renales. Lógico: como no se cuidaba en las comidas, el ácido úrico elevado había generado la creación de tales piedras, pensé.
Comenzó entonces su peregrinaje por distintos sanatorios de la ciudad, en un tratamiento para eliminar la presencia de tan molestos cálculos; según me comentó él mismo, al verlo una segunda vez.
Me enteré que los pícaros compañeros de trabajos de San Pedro, ante la prolongada ausencia del Gordo a su trabajo, en uso de licencia por enfermedad, bromeaban con que se daba un paseo turístico gratuito por la capital del país. Decían que el Gordo “era el único que le había sacado jugo a una piedra”.
No volvimos a encontrarnos.
Al tiempo me enteré que nos había dejado para siempre. Me pareció increíble y muy triste.
Nunca más subestimé a la obesidad, esa cruel  enfermedad.