miércoles, 24 de octubre de 2012

Vicio


Estuve junto a él desde hace tantos años, que ni me acuerdo; con solo mencionar que transitaba por entonces su niñez, queda todo dicho.
Lo primero que recuerdo de nuestra relación es aquel partido a las bolitas que jugó, donde le ganó como una docena de ellas a varios de sus amigos. Se puso tan contento, que sus manos temblaban de alegría. Lo mismo le sucedió con los juegos a las figuritas, en aquella misma tarde. No se quiso separar de mi compañía desde entonces. Y lo logró, no pude oponerme. Además, su alegría infantil calmó mi desdicha.
Fue en aquellas jornadas cuando comenzó a  vanagloriarse de su fortuna, a presumir con que le ganaría en esos juegos a cualquiera de los demás; los resultados le dieron siempre la razón.
Como era de esperar, con el paso del tiempo, creció; entonces, aquellas tardes lluviosas de loterías familiares, o de juegos a la generala, o de barajas, como la brisca o el chinchón, dieron paso a las noches interminables, con los dados del pase inglés, mientras que los naipes dejaron de ser los españoles, para permitir que el juego fuese el póker.
Sin embargo, no nos faltaron las tardes soleadas juntos, como habían sido desde su infancia, en tanto esto acontecía, los caballos devoraban metros en esa última recta del hipódromo...
Cuando su primo del campo lo invitó a visitarlo, en su pueblo en Santiago del Estero, tuvo su primer contacto con la taba y las riñas de gallos. Quedó extasiado y feliz. Tampoco se privó de asistir a las carreras cuadreras del domingo. Debo confesar que, durante esos días, siempre me acariciaba.
Para su desgracia, en esa oficina de mala muerte, donde hacía como que trabajaba, demolía las horas sin más entusiasmo que organizar la polla de futbol semanal, o la compra de los billetes para el Gordo de Navidad.
Benito, el de la peluquería del barrio a donde iba a hacerse cortar el pelo (siempre tan exuberante y fuerte, a diferencia del mío), le tomaba las apuestas para la quiniela nacional; aquella misma que se sorteaba los viernes por la noche. Cuando acertaba una redoblona, tenía lugar una verdadera fiesta.
Hasta me llevó consigo al casino de Mar del Plata, ¡a jugar a la ruleta! Aquella noche estaba tan contento con el resultado que incluso yo hubiera querido salir a correr, a los saltos, como hizo él por la arena.
Con el correr de los años, ya no fuimos los mismos de antes: se nos notaba el desgaste debido al paso del tiempo; además, los resultados de las apuestas eran cada vez peores. Eso lo deprimía, lo acercaba al bar, al exceso. Yo lo sé bien porque -al menos al principio- me llevaba siempre con él.
En busca de la revancha imposible, jugaba los pocos dineros que tenía en los sorteos del fin de semana del Loto y del quini6, en la esperanza de acertar esa séxtuple segudilla de números; nunca logró superar los cuatro aciertos...
Se comenzó a alejar de todos, incluso de mí, algo insospechado hasta ese momento; estaba taciturno, melancólico, abatido...
La culpa de todo fue de esa pasión desmedida por el azar, que hizo que cruzara la calle a la carrera, en una porfía demencial contra el auto que venía. Su mano derecha me asía.
El chico que me encontró, sintió honda pena por mí. Me prometió que podré dormir al cobijo de la madre tierra, como cuando era pequeño.
       

sábado, 20 de octubre de 2012

Mentes en oferta

 
Hay metodologías para determinar el potencial de la mente humana. A partir de estos resultados se pueden seleccionar aquellas mentes con mayor potencial de desarrollo.
Para llegar a estos resultados existen diferentes pruebas de inteligencia y de equilibrio emocional, que pueden detectar las diferentes aptitudes en los individuos a edad temprana.
Esto está muy difundido, son los llamados "test" de orientación, a los que se someten los pequeños para determinar su futura formación profesional. Son procedimientos voluntarios de examen.
Entonces, sería posible diseñar planes de estudio intensivo para lograr que estos afortunados alcancen ese nivel superlativo de rendimiento posible. Luego, si alguno de ellos colapsara durante el tránsito por este camino determinado, no representaría gran pérdida; al fin y al cabo, solo pondría en evidencia que alguna falla existía en él que no fue advertida durante la selección. He visto algunos casos de niños prodigio convertidos en adultos mediocres.
También es cierto que a casi todos aquellos más capaces les resulta tentadora (al menos al principio) la posibilidad de sacar buen provecho de tal don.
Vender sus habilidades, ya desarrolladas, al mejor postor sería la mejor alternativa, eso les garantizaría una vida alejada de las carencias materiales y plena de reconocimientos de parte de sus semejantes. Infinidad de padres financian tales sueños, con su propio sacrificio.
Pero, la evidencia de que tales hechos banales los satisface, no hace otra cosa más que poner en evidencia que debe tratarse de mentes no tan privilegiadas, al fin y al cabo.
Entonces, ¿qué pasa con esas otras mentes brillantes, aquellas que no se llegan a detectar en los procesos de selección, o bien, las que tras desarrollarse no terminan vendidas?
Entre los primeros veremos gente lista, de variada ética y moral, quienes -a la par de su viveza- mostrarán sus deficiencias de preparación. Probablemente sean exitosos en su trabajo y se les considere en buen modo en la comunidad, o sean unos delincuentes avezados. Todo les cabría.
Sin embargo, entre las otras personas, las que no se vendieron, hay una pequeña posibilidad: algunas de ellas bien pudieran actuar con altruismo, pensar en el bienestar de los demás en conjunto con el propio.
En esta posibilidad confío todos los días.
    

martes, 16 de octubre de 2012

Obsecuentes

Al igual que usted, estimado lector, infinidad de veces los pude observar en acción; me refiero a los obsecuentes.
Por lo general, su actitud servil está mal disimulada. Y no podría ser de otra manera, a riesgo de que quien debe percatarse de las deferencias excesivas recibidas por estas gentes pueda llegar a no darse cuenta.
Es así que los despreciables obsecuentes se desviven en brindar celeridad ante el menor requerimiento sugerido, o festejan cualquier nimia ocurrencia de aquel individuo a quien desean servir. A veces, sobreactúan de un modo patético.
En algunos casos, quizás este accionar tenga su origen en un sentimiento íntimo de inferioridad, o asuman esa conducta con la malsana y perezosa intención de aventajar a otros semejantes —por lo general más capaces y laboriosos que ellos— para obtener un mejor reconocimiento en el grupo de pertenencia. Cuanto menos informal sea la organización donde se hallen, mayor será el daño ocasionado por estos individuos.
Este panorama se torna deleznable cuando tanto el subordinado como el supuesto líder son obsecuentes ambos. En estos casos, el resultado será fatalmente malo para cualquier grupo humano que los cobije. El jefe obsecuente no podrá entender la conducta de ninguno que no aplique la obsecuencia ciega hacia su persona. Automáticamente verá en él una amenaza a su liderazgo: nada peor para un vicioso que la virtud en un subalterno.
Hay veces en que el obsecuente cree que brinda sus favores a alguien menos capacitado que él, con lo cual siente un íntimo regocijo al pensar que, mediante sus artilugios de manifiesta obediencia y recepción de favores, maneja desde las sombras la situación. En verdad, los hechos se suceden por mera casualidad.
He visto como algunos pobres diablos tratan de hacer méritos mediante obsequios desmesurados a sus líderes; cuando en realidad debiera ser al revés, pues quien obtiene un mayor beneficio de un buen resultado es quien está a cargo y —por tal razón— debiera estar agradecido a todos aquellos que lo hicieron posible.
Existe desde aquel pequeño alumno mediocre, que entrega un regalo exagerado a la maestra, en busca de buenas calificaciones, hasta el empleado que se tira de cabeza a un pozo lleno de barro, para socorrer a su jefe, que ha tropezado dentro del mismo, en un afán desmedido por lograr un evasivo aumento de sueldo o un inmerecido ascenso.
La Argentina —como todos sabemos— es un país extraño. En él la norma es la anomia, razón por la cual, las artes de la obsecuencia son favorecidas.
En algunos raros casos, donde no se practica este fenómeno, tal situación se debe a que el subalterno es un familiar cercano de alguien con mucho poder. En estos casos resulta gracioso ver al jefe prodigando favores al subalterno.
Por estas razones, me resulta verdaderamente cómico escuchar esos argumentos sobre el reconocimiento recibido por este Fulano, o aquel Mengano, en función a su gran capacidad y logros obtenidos, cuando en realidad me consta que los personajes premiados sólo son mediocres… y obsecuentes.
El accionar de los obsecuentes torna muy difícil para el virtuoso encarar actividad alguna con un nivel de éxito significativo. Alcanzar un resultado, que luego pudiese depararle algún tipo de reconocimiento, le resulta una empresa casi imposible: no está preparado para resistir las argucias y zancadillas que le propinará el otro. Una situación que pudiera resultarle favorable y ser visible a los ojos de todos, no pasará desapercibida para quien pueda sentirse amenazado en su impericia o falta de capacidad.
En su argumentación para desmerecer al laborioso nunca faltarán argumentos: demasiado celo por su profesión que le impide ver la realidad con mayor claridad, tener un mal carácter, ser egoísta, ser petiso, ser gangoso, o ser negro.
Por eso, algunos pobres a los que en el reparto de dones les fue mal, sabedores de sus límites, finalmente no les quedará más remedio para progresar que hacer méritos y congraciarse con sus jefes. Y como saben de antemano que no tienen la capacidad intelectual para merecer ascensos, el único camino que se les ocurre es el de la obsecuencia.
Pero —como decía mi abuela—, “más vale caer en gracia, que ser gracioso”; por lo que a veces más que lograr sus fines, estos desdichados ponen aún más en evidencia sus limitaciones y terminan haciendo el papel de bufones.
Entre los de su especie, su arsenal está pletórico de las artes de la calumnia y el chisme; armas que utilizan con predilección sobre aquellos otros a los que su pobre razonamiento hace ver como rivales que deben vencer.
En este juego maléfico rápidamente recibe buenas dosis de su propia medicina, aplicada por parte de otros obsecuentes como él: estas dosis suelen ser fatales sobre él. Por el contrario, para quienes no necesitan mentir sus capacidades —pues son evidentes— esos ataques sólo les causan un daño momentáneo; aunque tal benignidad es cierta solamente si tuvieren otra oportunidad para mostrar su valía, entonces demostrarán tal equívoco y —en este caso— será el obsecuente quien terminará cuestionado.
Pude observar que generalmente se forma una pareja inseparable: el obsecuente y su jefe mediocre. En este nefasto dúo, uno de ellos se encarga de obtener todo tipo de información que desmerezca a sus compañeros, es el alcahuete, lo que es utilizado luego por el otro para cortar cualquier posibilidad de reconocimiento hacia alguno de sus dirigidos, en especial aquel que pudiera eventualmente convertirse en reemplazante suyo, o —lo que es peor— pudiera poner de relieve su poca capacidad para ocupar esa posición de privilegio. A cambio, prodiga escasos beneficios al obsecuente que le hace tal favor.
Si un obsecuente progresa, junto con él progresará su metodología de trabajo. Malos días le esperan a esa organización. Y aunque —por incompetente—  finalmente el obsecuente termine relevado, habrá ocasionado ya un grave daño a todos.
También me consta que, en otros casos, la obsecuencia es una burda actuación a tiempo completo, pero dirigida hacia un fin determinado: la obtención de un favor.
Esto es muy común en la política, donde la gente se arrima a los políticos con el solo fin de obtener un beneficio dado, que bien puede variar desde una pensión o subsidio, hasta una beca de estudio para un hijo o la asignación de una vivienda en un plan del gobierno, o aún un puesto de trabajo —aunque más no fuera temporario— para alguno de la familia.
En esas personas su lealtad hacia los postulados y objetivos que defiende ese político durará lo mismo que la paciencia que tengan para esperar por aquel beneficio. Llegado a ese punto, para el logro de su meta, el obsecuente se venderá al mejor postor.
Un sistema basado sólo en el liderazgo de aquellos mejor dotados daría como resultado una maquinaria mucho más eficiente, para el regocijo y lucro de los accionistas o dueños, por lo que estos potentados deberían lamentarse de que en sus empresas abunden los obsecuentes…
       

lunes, 8 de octubre de 2012

Primer baile


 
No me explico cómo fue que me pasó aquello.
De repente, las reuniones a las que asistía, que se trataban por lo general del cumpleaños de algún chico o chica, donde siempre nos servían un chocolate caliente, acompañado con tortas caseras, y donde corríamos como locos para jugar a la mancha, se habían transformado en un baile.
Ahora la cosa era también con chicas de mi edad, pero bastante distinta.
Aquello de “los niños con los niños y las niñas con las niñas” había sido la premisa hasta entonces, pero de repente todo había cambiado, y el inocente juego entre pares daba lugar a nuevos roles: un timorato galán debía conquistar a una nerviosa chiquilla.
El baile en cuestión se realizaba en el patio del fondo de la casa de mi primo Tarupo, quien era el encargado de organizar todo. Así fue que ese día estuvo bastante ocupado y casi me ignoró; en cambio para mí, la jornada transcurrió con una mezcla extraña de curiosidad, ansiedad y un miedo escénico tremendo, casi diría pánico. Mi timidez era inconmensurable.
Ellas, unas púberes, estaban arregladas como mujeres grandes, con sus ojos y sus labios pintados, ante todo muy perfumadas, algunas con sus vestiditos a la moda (otras, no tanto). Cuchicheaban en grupo, alejadas, con sus miradas furtivas, entre risitas cómplices, a la espera de que alguno de nosotros las abordara, que se animara a invitarlas a bailar. Supongo que  esperaban que lo hiciera aquel chico que les gustaba más.
Nosotros, en tanto, nos hallábamos ataviados para la ocasión con pantalones Lavi-Listo, camisas estampadas de cuellos generosos, con sus mangas enrolladas hasta la altura de los antebrazos y —por supuesto— calzados con mocasines de cuero cosido a mano y de suela, sin usar medias, pues era verano.
Cucho, el más humilde entre todos nosotros, estrenaba unos mocasines bicolores (en dos tonos de beige) que a todos nos parecieron fantásticos; Roberto —por su parte— vestía una camisa nueva, y esto me consta pues no solo aún se notaban en ella las marcas del planchado de fábrica, sino que alguno de nosotros descubrió que, debajo del cuello, aún llevaba puesta una tira de cartón, algo típico que se coloca en todas estas prendas al ser empacadas.
Para la ocasión, se había dispuesto una extensión eléctrica, de donde se alimentaba un portalámparas con una bombilla incandescente muy brillante y también el infaltable -e imprescindible- tocadiscos Winco.
Desde este aparato chillaban unos pocos discos de moda que, entre todos los muchachos y con gran esfuerzo, se habían podido juntar. Repetidos hasta el hartazgo sonaban Los Beatles, Roberto Carlos, José Feliciano, Leonardo Favio, Pintura Fresca y otros grandes éxitos del momento; algunos de ellos hoy completamente olvidados.
Hasta que por fin se inició el baile.
Poco a poco, los muchachitos se animaron a invitar a alguna piba para bailar. Roberto, que era el más desinhibido (y pícaro) de entre todos nosotros, encabezó el avance; por supuesto, para la desazón del resto, le apuntó a la muchacha que todos considerábamos como la más bonita del grupo. Detrás de él se animó el resto del piberío.
Al principio, quizás entusiasmados por la elección, nadie se enteró de que yo me había quedado relegado, apoyado en la pared, a la espera quién sabe de qué. Al observar que (por suerte) no era el único sin bailar, pues “El Yogui” también se escondía, no me sentí tan desubicado.
Solo.
De pronto, en medio de un tema musical, mi primo se percató de mi situación; entonces, con el tacto que le es proverbial, comenzó a incitarme con insistencia y a viva voz, para que también invitara a alguna piba y saliera a bailar con ella.
Quedé petrificado... y obligado.
No me quedó más alternativa que dirigirme a la única que quedaba libre, que por cierto, no era la más agraciada entre todas, ni mucho menos, en realidad la pobre piba no me gustaba (faltaría saber qué pensaría ella de mí).
Tenía su cabello castaño oscuro, ondeado y corto, fijado con “spray”, tan de moda en esa época, para peor —pensé— se había maquillado esos ojos tristes de un color celeste intenso, que no le quedaba nada bien, lo que incrementaba mis miedos aún más.
Tuve suerte, por lo menos no me desairó, aceptó salir a bailar.
Para peor pesadilla mía, en ese momento,... ¡justo cambiaron de ritmo a la música! Y así fue que nos tocó bailar un tema lento. Cuando tuve que tomarla entre mis brazos, temía el contacto con ella, una desconocida, aún no sé como lo hice.
Así bailamos, o torpemente lo intentamos, tomados con manos sudorosas y con nuestros cuerpos convenientemente separados por una apreciable distancia. Por lo menos eso ayudó a salvar aquella circunstancia sin incurrir en mutuos pisotones.
Al finalizar el tema, salí disparado como un resorte, de regreso hacia donde estaban los otros pibes... ¡y la dejé plantada en el medio de la pista!
Tardíamente, mi primo me dijo que era un bestiún, que no tenía que hacer esa burrada de dejarla sola en medio del patio. Ella escuchó todo eso.
Pobre chiquilina...

jueves, 4 de octubre de 2012

El origen


Ovidio Fanatistti era un obsesivo. Y dentro de su mal, lo que más lo enloquecía era la visión de los encantos femeninos.
En Aquella oficina, él era el compañero que, en un corrillo cualquiera, dejaba de prestar atención a la conversación ni bien pasara frente a ellos Marcelita, la aprendiz de Contaduría; se quedaba embobado con la vista fija, mientras ella se alejaba con soberbia elegancia. Al retomar el sentido de ubicuidad, cansaba a sus contertulios con expresiones del tipo "¿la vieron a la Marce?, ¡está hecha un bombón!, ¡por Dios!"
Cansaba.
Todas y cada una de las mujeres de ese lugar de trabajo, o aquellas transeúntes desconocidas que se ponían a tiro de su ojo avizor, mientras caminaba junto con todos hacia la fonda al mediodía, tenían algún encanto sobrenatural para Ovidio. Tenía la mala costumbre de tirar de la manga a su más próximo interlocutor, para hacerle partícipe de sus ya conocidos comentarios.
Incluso las veteranas meseras de la fonda donde comían llamaban su atención y recibían sus piropos e insinuaciones. Alguna de ellas, ya vieja y amargada, una vez le volcó la sopa bien calentita, "sin querer", sobre la entrepierna del comensal enamoradizo.
Lo suyo rozaba la locura: hasta Inesita, que era la más insulsa y carente de encanto alguno de entre todas las mujeres de allí, lo desvivía.
A las más tímidas y feítas, las encaraba sin temor; les decía miles de cosas bonitas, las hacía sonrojar y les hacía emitir esas risitas de compromiso, ante sus empalagosas ocurrencias. Ninguna le aceptaba invitación alguna, al infeliz.
Bueno, el pobre Ovidio no era un muchacho de porte atlético, ni poseía un rostro con rasgos de galán; incluso, su voz resultaba un tanto aflautada; su calvicie incipiente poco lo favorecía a la hora de hacerse el simpático, tampoco sus dientes separados y de color pardo (culpa del café y el cigarrillo perenne) incitaban a pasiones.
No faltaba la maliciosa que se acercaba a este muchacho a pedirle favores, a sabiendas de que él jamás se negaba. Hubo tardes que se llenó de polvo y tierra al acomodar los armarios de la oficina de Paquita, la más viva de todo el edificio.
Este muchacho también gastaba su ocio con otra pasión: River Plate. Los días lunes se ponía insoportable: tanto si su club ganaba como si perdía; cuando empataba se ponía inaguantable mientras explicaba que ese empate era -en realidad- un triunfo. Solo lo hacía callar el taconeo de alguna mujer que pasaba por las cercanías. Entonces, abandonaba -a los apurones- a sus interlocutores y se iba a la imposible conquista.
Así transcurrían los días de Ovidio y de sus sufridos compañeros de oficina; hasta aquel memorable momento en que Silvia, la más bella y deseada por todos, la joven y voluptuosa secretaria del Gerente de Almacenes, le contestó a sus requiebros, lo hizo con un: "Bueno, te espero esta noche a las nueve en la Confitería Real. No me falles".
Todos sabían que la rasposa confitería mencionada estaba a pocos metros de un hotel alojamiento rasca y que era un lugar conocido por ser el ámbito del encuentro previo.
Ovidio le respondió con una frase inolvidable: "Cuenta con eso, Chiquita".
Nadie lo podía creer; muertos de envidia designaron a unos espías, para que observaran tal encuentro, pues no podían dar crédito a esa situación.
A llegar a su casa, Ovidio cayó en cuenta de que, justo esa noche, televisarían en directo un partido amistoso entre River y Boca.
Y vaya si Silvia, la Chiquita, contó... y también contaron los espías.
Tal es el origen de su infame apodo de "Gallina Boludo", con el que todos lo llaman.