jueves, 27 de septiembre de 2012

Credulidad

¿Cómo creerle a un político?
Para ser un triunfal profesional de la política, se deben poseer ciertas aptitudes, nada envidiables: codicia, egoísmo, charlatanería, mendacidad, ambigüedad, desprecio hacia los demás, más algunas  otras, no menos despreciables.
Una vez inserto en ese ambiente, este personaje ve toda su realidad circundante como una lucha sin cuartel contra todo aquel que se topa en su camino y puede —aún sin proponérselo— arruinar sus planes.
En su ideario, la modestia está ausente.
El análisis con fines de mejorar a su sociedad también. Las más de las veces sus esfuerzos tras un ideal son solamente la parte visible de su interés sobre un determinado objetivo que pudiera depararle algún beneficio. Sólo trata de detectar aquellas oportunidades que resulten propicias para su desarrollo personal.
El libro de Maquiavelo “El Príncipe” resulta ser para él más importante que la obra de cualquier poeta.
La gente se reduce a números, cantidades de apoyos a sus planes o de seguidores para sus rivales.
A eso dedica su vida.
¿Cómo creerle a un filósofo?
De quien practica la filosofía, por el contrario, se espera que carecezca de ambiciones materiales, pues su obtención le haría perder su tiempo, al emplearlo en la búsqueda de status y de bienes materiales. En el mejor de los casos, se desvive para que la gente llegue a escuchar sus argumentaciones, aunque más le interese tratar de redondear una idea para sí mismo.
De manera constante y repetida descarta teorías que hasta el día anterior daba por válidas. Se contradice todo el tiempo, aunque lo hace con sinceridad, sin pretender pedir disculpas a quienes fueron víctimas de sus encendidas defensas de tales postulados, ya  perimidos.
Invariablemente lee a filósofos que lo precedieron, en busca de inspiración y sabiduría. Los sentimientos de la gente sólo son otra de las variables a ser tomadas en cuenta en sus análisis de las situaciones. La gente no es un conjunto de seres humanos, son simples individuos a ser analizados.  
A esta tarea dedica su vida.
Y la gente sensible, ¿qué hace? ¿Sueña despierta?
En verdad, se emociona con lo que unos y otros llamarían nimiedades.
        

martes, 25 de septiembre de 2012

Lo desconocido

Nuestra ignorancia en diferentes áreas del saber humano nos abruma. El conocimiento de la existencia de lo profundamente desconocido, en cambio, nos aterroriza.
Tal es el caso de la mitología más novedosa y extendida: la que se relaciona con la aparición frecuente de los objetos voladores no identificados (OVNI), vulgarmente denominados como platos voladores.
La causa primordial de esta predilección recurrente en el imaginario colectivo podría tener su fundamento en nuestra cultura eminentemente tecnológica; que obnubila por completo a la sociedad actual. No es ajena la inmensa cantidad de libros y artículos de ciencia ficción, como el que ilustra esta entrada.
Esta tendencia a observar cosas extrañas en el cielo viene desde tiempos remotos, cuando se asociaba todo a fenómenos religiosos.
Aquí, solo deseo enumerar una serie de observaciones que resultan cercanas a mí.
La primera vez que observé algo llamativo en el cielo fue cuando divisé el paso de un avión, o máquina alargada, a muy alta altura, era plateado por completo y se lo veía diminuto; lo llamativo era la falta del sonido de sus motores o la estela de vapor característica; además, la ruta que seguía era transversal a la que solían trazar a diario todas las restantes aeronaves.
Aquello que más llamó mi atención fue el hecho de que no avanzaba en línea recta con respecto a su eje longitudinal, sino que describía un ángulo con respecto a esta. Claro, entonces no conocía el concepto de deriva, debido al viento.
Poco tiempo después, en mi casa se comentó el extraño caso vivido por un matrimonio que tenía su domicilio sobre la calle Calderón de la Barca, entre San Blas y Juan Agustín García.
Según recuerdo, mi madre escuchó el relato de un vecino en la panadería del barrio, contaba este hombre lo siguiente: durante la noche anterior (era verano y dormían con la puerta de su dormitorio abierta, que daba al patio de la vivienda), se despertó de pronto, para ver aterrorizado como dos personajes extraños (no humanos) andaban por la pieza; intentó moverse, o despertar a su mujer, pero se sintió paralizado y sólo pudo ver lo que pasaba. Tras deambular por el interior de la habitación, estos seres se dirigieron hacia el patio donde ascendieron a un vehículo pequeñísimo, de formato esferoidal, que se encontraba posado allí (decía que era del tamaño de un Fiat 600) y partieron de inmediato en un silencioso vuelo vertical.
En ese preciso momento, según el relato de este hombre, pudo recobrar la movilidad y el habla; de inmediato despertó a su esposa y ambos huyeron despavoridos hacia la casa de los padres de él.
Según mi madre, el hombre estaba bastante asustado cuando contaba esa experiencia y expresaba que no quería volver a su casa. En verdad no sabía si creerle o no, pero comentaba que este hombre tenía unas ojeras impresionantes alrededor de sus ojos.
Quizás todo se tratara de una broma que este personaje hacía a sus ocasionales interlocutores, o solo se tratara de un sueño… o le habría caído mal el vino. Fuera lo que fuese, a partir de entonces, al pasar caminando frente a esa casa yo sentía una gran aprensión.
Cuando yo contaba con apenas trece años, durante un viaje nocturno en ómnibus, del Expreso Argentino hacia Mar de Ajó, la madrugada del dieciséis de enero 1966, quienes iban conmigo pudieron observar un raro fenómeno: una estrella del firmamento que se desplazó de manera extraña.
Y este calificativo le cabe a medida, pues su trayectoria rodeó a la luna llena (que a la sazón se encontraba ubicada en una posición a poca altura sobre el horizonte, hacia el oriente) como si describiese una órbita sobre ella. Se desplazó desde la parte ecuatorial de nuestro satélite natural hacia su parte inferior -si mirásemos la esfera de un reloj, hubiera pasado de la hora tres a la hora seis-, para luego descender verticalmente hasta perderse bajo el horizonte, ante la sorpresa de todos los observadores.
Para ese entonces, todavía no utilizaba lentes para corregir mi miopía, de modo que no pude ver casi nada del fenómeno; aunque mi madre, hermanos y primos, que compartieron ese viaje, lo observaron todo. Aquello que vieron fue motivo de comentarios variados y de asombro durante largo rato, enmarcados dentro de una atmósfera de curiosidad y de sorpresa.
Años más tarde, mi madre me contó que, en un atardecer, en ocasión de estar como acompañante de una amiga, internada en el Hospital Israelita, al mirar despreocupadamente a través de la ventana de la habitación, presenció una estrella que brillaba mucho. Con gran sorpresa vio como, tras permanecer largo rato inmóvil, esa luz comenzó a descender rápidamente hasta perderse de vista, entre los edificios lindantes.  Me dijo que, para su desgracia, su amiga dormía por efectos de los sedantes y no pudo encontrar a nadie cerca para participarle de la experiencia.  Pasan cosas raras cuando uno está solo. La razón más probable a tal evento podría ser que tal luz correspondiera al destello luminoso de los focos delanteros que poseen los aviones de pasajeros y que la citada aeronave, desde una posición lejana, se acercara hacia la posición de mi madre, para luego comenzar la maniobra de aterrizaje.
Si bien nunca le doy demasiada atención a la observación del cielo, jamás observé fenómeno alguno que escapara a lo esperable de la naturaleza: relámpagos, rayos, nubes, estrellas fugaces, algún meteoro de mayor tamaño y color verde fluorescente.
De modo que, salvo el fenómeno selenita, todo tuvo su explicación racional. Pregunto: ¿alcanza para concluir en algo este solo hecho?
  

jueves, 20 de septiembre de 2012

Apasionado


Los automóviles fueron su pasión.
Ya cansaba. Siempre hablaba de lo mismo, era su idea fija: "cuando sea grande seré corredor de carreras de coches".
Tras esa meta, de chico, fue a barrer el taller mecánico del tanito Spiciafocco, un local rasposo ubicado en la otra cuadra respecto de su casa; allí había guardado un karting, al que le faltaban los neumáticos.
Toñito se la pasaba, limpia que te limpia, sobre ese pequeño bólido, un esperpento que jamás había ganado carrera alguna, pero que al pequeño lo deslumbraba; cuando el tano no lo veía, se encaramaba a ese armatoste e imaginaba las más apasionantes carreras posibles. Con tan poco, era el niño más feliz del mundo.
Con el tiempo, comenzó su aprendizaje lento: que limpiar esas piezas, que inflar las gomas, que mirar el nivel del agua al radiador; así, poco a poco, se adentraba en los conocimientos técnicos sobre los vehículos que allí se dejaban en arreglo.
Sin prisas ni pausas, el italiano le dejaba aprender y a hacer: primero le hizo mover los coches a pulso (empujaba como un burro); tiempo después, ya los arrancaba y los manejaba por unos pocos metros, siempre dentro del taller.
Algunas veces fueron juntos hasta el comercio de repuestos y en una oportunidad, Carmelo -así se llamaba el italiano- le dejó manejar el vehículo en la vuelta hacia el taller. Esa noche, por la emoción vivida, Toñito no pudo conciliar el sueño.
¡Qué chico más apasionado!, vivía obsesionado con los automóviles.
Al tiempo, ya cambiaba algunas mangueras, o correas, también ajustaba tornillos y reparaba algún freno; pero, en realidad, su sueño era que lo dejasen ir a probar el automóvil y correr con él a más no poder.
Una tarde, el tano estaba muy  ocupado, de modo que decidió que ya era hora de que Toñito fuese en automóvil hasta la casa de repuestos, para comprar unas correas. Pero tenía miedo de que el muchacho se entusiasmara y manejase el vehículo con suma temeridad. De modo que le recomendó que fuese despacio. Y para asegurarse, le dijo que la llevase consigo a la Gina, su hija quinceañera. De ese modo, al llevar a una alcahueta con él, no se atrevería a mandarse ninguna macana con el automóvil.
Y se la llevó a la Gina.
El coche tomó a toda velocidad para el lado de esos caminos de tierra del pago, en lugar de cruzar el poblado, con dirección al lugar encomendado.
Toñito tomaba las curvas con gran osadía, levantaba polvaredas con los derrapes del vehículo (que iba con solo tres de sus ruedas apoyadas sobre el piso). Las gallinas de la cuneta salían despavoridas y hasta perdían plumas, un caballo se espantó, por el ruido del motor.
Toda esa carrera alocada terminó de golpe, con el automóvil cruzado a un costado del camino y la parejita tirada en el suelo, entre un pastizal lindante al mismo.
Desde esa tarde, Toñito tiene una nueva pasión...
    

martes, 18 de septiembre de 2012

El Guálter


La Colorada era una muchachita de campo, que quedó sola a temprana edad, al morir su mama. Por tal razón, subsistió como pudo. Y pudo poco, pues durante un tiempo lo único que hizo fue parir niños; que mató de inmediato y enterró en medio del campo. Lo hizo sola.
Su vida era un infierno, con el recuerdo de esos seis recién nacidos masacrados. Pero, un día se apareció en el pago el Rudecindo Ochoa, un hombre trajinado por la vida, con canas en sus sienes y un hueco infinito en el pecho, donde alguna vez tuvo un corazón. Esa noche se dieron cuenta de que eran el uno para el otro, la parte que le faltaba a sus vidas para darle un sentido.
El Rudecindo mudó a un rancho nuevo, más cerca del pueblo; se la llevó con él y le hizo cambiar de vida a su prenda.
El resultado lógico de tal conducta, fue la parición del Wálter. El hijo deseado por ambos, que ya contaban con unos cuantos bastardos en su haber.
Ese niño fue el que marcó el inicio de la felicidad para la pareja, que luego se completó con el Octavio, el Aniceto y la Pancha.
Mas todo lo bueno dura poco, a los pocos años, Rudecindo murió a manos de  un mocito pendenciero, por una cuestión de naipes. El Guálter, que así lo llamaban todos, juró venganza y lo hizo en público.
Las comadronas del poblado comenzaron entonces a comentar entre ellas (y en voz baja), un detalle hasta entonces inadvertido: el número de los  embarazos que tuvo la Colorada.
Llegaron al número fatídico. ¡El Guálter era el séptimo hijo!
La noticia no las terminó de inquietar, pues desconocían el sexo de los otros; entre los infortunados hijos podría haber una, o quizá más niñas. Para peor, el jovencito se había tornado escurridizo y mañero.
De ahí en más, comenzaron a prestar atención a lo que sucedía cada noche de luna llena. Al principio no sucedió nada; hasta que una mañana apareció muerto aquel mocito que se desgració con el Rudecindo. Extrañados, observaron que su cuerpo estaba destrozado, incluso le faltaban partes.
Y el pueblo se llenó de temor. Ya lo comenzaron a mirar con aprehensión al Guálter.
La siguiente noche de luna llena, el miedo se convirtió en terror: apareció degollado un becerro, al que le faltaban partes del cuerpo, como al mocito. Ya le tenían más que miedo al Guálter. Le rehuían y si se les cruzaba, le escondían la mirada.
Como consecuencia inmediata, comenzaron a esconderse por las noches en sus casas y para la próxima noche de luna llena trancaron los postigos y portones. Estuvieron toda la velada despiertos y atentos, incluso el cura del pueblo, que abrazaba un crucifijo de plata.
Fue entonces cuando comenzaron a escuchar, a lo lejos, un sonido apagado, muy agudo, que les puso los pelos de punta y la tez blanca:
Guá... Guá... Guá... Guá...
Eran La Colorada y La Pancha, que lo llamaban al Guálter, solo se oía la primera sílaba de sus gritos; mientras tanto, el condenado, bajo un árbol que había en la hondonada ubicada frente al arroyo, devoraba el lomo de un animal, carneado y luego asado en ese lugar.
El pícaro, reía por lo bajo.
   

sábado, 15 de septiembre de 2012

El tozudo


Poncho salteño
Hombre de una sola palabra era el Atanasio Zelaya. Mejor dicho, hombre tozudo como ninguno.
Se le reconocía por su firme posición cada vez que emitía una opinión. No hablaba mucho, no se vaya uno a creer; pero, cuando abría la boca, pontificaba.
Y no había hombre alguno que le pudiera hacer revisar sus afirmaciones.
Solía parar en el boliche del vasco Etchezarreta, en cercanías del pago de Capilla del Señor, sobre el Camino Real, al Norte. Allí tomaba su copita de giñiebra cada tarde, como a eso de la oración, acodado en un rincón del mostrador. Y lo hacía en un estricto silencio,  siempre.
Si alguien templaba la guitarra y cantaba una milonga, o un estilo, quizás lo mirase una sola vez, de reojo. Luego, seguía inmerso en su mutismo. Si -por un casual- llegaba a abrir la boca, para decir que el cantor era bueno, nadie perdía el tiempo en contradecirlo, ni aunque el cantor susodicho desafinara, le errara a las notas en la guitarra, cortara una cuerda y su rima fuese horrenda.
Era un tape grandote, de bigote escaso y crenchas renegridas y duras, como de cepillo de cerdas. Sabía ser muy ágil para las tareas del campo, en especial para pialar al ganado. Le gustaba eso de salir a cazar avestruces, campo afuera. Tenía una suerte increíble en eso de no pisar vizcacheras.
Cuando elegía un novillo para su faena, lo perseguía hasta lograr su cometido; no le importaba si en el rodeo había otros más fáciles de enlazar y de pialar. Él nunca vacilaba.
Mate lavado
En la estancia, cuando cebaba el mate, no había modo de hacerle cambiar la yerba, o de ensillarla, si no lo decidía él, y a su particular estilo. Si alguno osaba decirle que estaba "lavada" la yerba, lo fulminaba con la mirada. Ni hablar, si alguien osaba decir que el agua estaba hervida...
Y seguía con su tarea como si nada. Otras veces, desperdiciaba yerba, casi sin uso, porque la suponía desabrida, o polvorienta.
Tenía un perro, al que los demás paisanos le decían El Sordo, pues jamás recibía orden alguna por intermedio de otra forma que no fuese una mirada, o un gesto. Ni siquiera le silbaba. Ese animalito de Dios era un adivino, o como decían los más supersticiosos, al ver el pelaje negro, era el mismísimo Mandinga disfrazado de perro. Era mordedor.
Se contaba que había peleado con un indio, cuando era joven y pendenciero. Le pegó un planazo al otro, por el solo hecho de haber sido contradicho en una cuestión nimia. El tema fue el Lucero del Alba: Atanasio le llamaba así y el indio lo denominaba en su propia lengua; eso fue suficiente motivo para la porfía.
En esas épocas se ataviaba con chiripá y botas de cuero de potro, vestimenta que le obligó el patroncito, don Braulio Bustos, a cambiar por bombachas batarazas y alpargatas.
Ahora, ya maduro, los ignoraba a casi todos.
Atanasio Zelaya tenía un caballo, un tordillo, al que le dispensaba sus mejores cuidados. Era su posesión mejor cuidada. Jamás le forzaba: le llevaba al paso cansino a donde fuera que tuviera que ir. Sin embargo, al vadear un curso de agua, le encaraba derecho, sin buscar el mejor lugar. Él no se desviaba.
En los bailes del pueblo, se empecinaba en sacar a bailar a una mocita determinada y si no le aceptaba el convite, no había manera de hacerlo desistir de su idea. Ha pasado noches en el calabozo por tal razón y todo ello, sin haber tomado ni una copita.
El tape Zelaya gustaba de comer duraznos. Si estaban aun muy verdes, no escuchaba consejo alguno y los engullía cual manjar exquisito. Se lo ha visto verde como la yerba, por los efectos de esos duraznos y sin embargo, se la aguantaba. Ni una queja, el hombre...
También solía romper nueces pequeñas, las de cáscara dura, a los manotazos contra una mesa, les daba con la palma de la mano, a lo bestia. Al otro día, los paisanos cuchicheaban entre ellos, sobre la torpeza que exhibía la mano derecha del Atanasio. Él mudo.
Al final, esa tozudez fue su perdición.
Aquella tarde debía ir hasta la acequia que estaba detrás del potrero donde pacía el toro. Él no caminó pegado al alambrado, como hacían todos, cortó en diagonal por el medio del campo. Llevaba su poncho salteño.
Y es leyenda que nadie, nunca jamás, le hizo cambiar su rumbo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Un gran cambio


Esa mañana, al despertar, tras apagar el reloj despertador, se desperezó en la cama ,mientras un bostezo enorme llenaba su rostro. Lo esperaba una fatigosa jornada de labor en aquella opaca oficina.
Entonces, sintió que hasta ese día no había hecho nada descollante. Si bien a lo largo de toda su vida se había esmerado en realizar sus tareas con el máximo decoro y la mayor responsabilidad, sentía que no había logrado nada excepcional con ello. Atribuía este fracaso a su poca capacidad para descollar en alguna disciplina.
Desde que era un niño, quienes lo rodearon nunca lo habían adulado, ni se asombraron por lo bien que hubiera hecho esto o aquello otro; de hecho, su vida había transcurrido siempre en el mayor anonimato e intrascendencia.
—Si por lo menos tuviera un don, —pensó.
—Alguno; aunque más no fuera algo modesto, pero que alcance para que pueda distinguirme del resto... alguna vez en mi vida, —se dijo.
Recordó haber visto a esa gente extraña, que tenía dones especiales, ya fuese en áreas artísticas, o en las ciencias; y sintió que eso era lo que él más anhelaba.
Cerró sus ojos. Y comenzó a desear -con todas sus fuerzas- el poseer algún don. Así permaneció por largo rato. 
De pronto, en el interior de su mente comenzó a hacerse claro cómo se podía determinar sin error a qué día de la semana pertenecía cada fecha.
Asombrado, constataba que esa metodología se le develaba cada vez más clara y sencilla. Hasta pensó en que, por ser algo tan fácil de comprender, cómo era que hasta ese momento no se hubiera dado cuenta de ello.
Comprobó la infalibilidad de su presunción mediante varias pruebas, que realizó gracias a unos calendarios viejos, que tenía guardados en su habitación.
Pasado el entusiasmo de los primeros momentos, en el fondo de su alma, seguía ese deseo insatisfecho de poseer un don preciado.
Entonces, se dijo a sí mismo que ya había transcurrido un tiempo prudente: era hora de hacer lo que debía.
Y le extrañó que aún no hubiera venido su madre a vestirlo y a arreglarlo, para que pudiera asistir a la escuela.