Esa mañana el sol estaba espléndido, presagiaba un
día excepcional.
Mientras iba de paseo por la avenida, se detuvo —como
era su costumbre— a mirar la vidriera de aquel negocio, uno que poseía un
cartel enorme sobre la fachada donde se leía: “Casa de Antigüedades”; aunque, a
decir verdad, mejor le cabría el letrero de “Cambalache”.
Notó que ahora, de viejo, le atraía más la
contemplación de los objetos antiguos, que asociaba siempre con algún vago
recuerdo de su vida cotidiana en el pasado.
Recordó que muy diferente era la motivación que
sentía cuando era aún un joven: por aquellos años —en cambio— llamaban su
atención todas aquellas cosas que fueran una novedad (o que por lo menos lo
fueran para él) pues le hacían imaginar cómo podría ser el futuro.
Le resultaba notorio el hecho de que los jóvenes
dirigieran sus pensamientos hacia el futuro, mientras que los ancianos lo
hicieran hacia el pasado: el joven imagina, el viejo recuerda.
Absorto en esas cavilaciones se encontró frente a
esa plaza, y vio a unos chicos retozar en los juegos que había allí. Un nuevo
pensamiento lo tomó por sorpresa.
Notó como el paso del tiempo había cambiado sus
hábitos de vestimenta. Meditó sobre aquella costumbre tan suya de querer estar
siempre a la moda, ya fuera para no aparecer ante los demás como una persona
desactualizada, o como algo peor aún: un viejo.
Por eso miró sus ropas y notó con nostalgia que no
eran —ni remotamente— del tipo que solía usar cuando era un pibe; y recordó que
por entonces solía utilizar pantalones cortos, aunque bien diferentes a las
bermudas colorinches que ahora se calzaba durante el verano. Aquellos
pantalones cortos de su niñez estaban confeccionados en tela de gabardina de
algodón y poseían un solo bolsillo (del tipo placa) cosido sobre la parte
posterior derecha, que era el único lugar donde se podía llevar un pañuelo o la
gomera. Aquel pequeño pantalón tampoco utilizaba cinturón, sino que estaba
sujeto por un elástico interno que ceñido a su cintura evitaba que la prenda se
le cayera. Su vestimenta se completaba por aquel entonces con una camiseta,
también de algodón y sin mangas —la famosa musculosa— y unas sandalias
“eskipis” de plástico, que —por cierto— eran de lo más antihigiénicas, debido
al hedor que producían en sus pies; recordó que él prefería utilizar un par de
alpargatas, porque le resultaban más frescas... y más autóctonas.
De pronto, imaginó estar vestido otra vez de aquella
manera, y se preguntó: ¿por qué no retozar como los chicos? Se sintió de nuevo
como un pibe.
Se dirigió a la primera hamaca que encontró vacía,
se sentó en ella, y comenzó a retroceder para tomar envión y así lanzarse a
columpiar.
En cuanto se soltó, sintió cómo el viento le daba
esa frescura en el rostro. Eso lo hizo sentirse nuevamente como un niño. Tras
unos pocas hamacadas, se encaramó sobre el asiento del columpio y comenzó a
entusiasmarse con la idea de hamacarse lo más alto posible. Tan alto como para
que ese mismo vértigo, que sintiera en su niñez, marcara su único límite.
Ya no le importaba lo que pensaran los demás, al ver
a un hombre de su edad comportarse de esa manera.
Fue entonces cuando se percató del cambio: sus
pantalones ya no eran los mismos que se había calzado en su casa, sino que se
habían convertido en aquellos cortos de gabardina de su niñez y, para mayor
asombro, observó que sus piernas ahora correspondían a las de un pibe y no al
hombre mayor que él era. Sorprendido, observó también que sus brazos se habían
transformado: eran otra vez como aquellos de su niñez, y se preguntó: ¿qué me
está pasando?
Se bajó de la hamaca de un salto, casi se da un
porrazo, para mirarse detenidamente, desde su nueva baja altura, y se preguntó
si esto le estaba pasando en realidad o lo estaba soñando.
Sentía la brisa sobre su piel, el calor del sol, el
ruido del tránsito y las voces de los otros chicos, incluso se pellizcó, sólo
para comprobar que se hacía daño pues esto le causó dolor de verdad. En
realidad, sentía unos deseos enormes de salir corriendo a lo loco, sin ton ni
son, hacia cualquier dirección.
Se dijo: bueno, si esto se trata de un sueño, lo
mejor será hacer en él todo aquello que deseo; y sin ninguna preocupación
comenzó a correr.
Corrió hacia el más alto de los toboganes que tenía
la plaza y subió su escalera de metal lo más rápido que pudo. Al llegar a la
parte de arriba de esa estructura sintió un poco de vértigo, igual que como le
sucedía antes, cuando era un pibe, se sentó sobre la tabla horizontal del tope
y se lanzó por el plano inclinado con un gran impulso, para sentir otra vez el
mismo placer que sentía cuando era chico.
Ni bien llegó abajo, clavó sus talones en el piso
del cuadro con arena y de inmediato salió corriendo para repetir la
experiencia, pero esta vez debió esperar su turno, pues entre chillidos de
excitación, dos niños lo aventajaban.
Cuando hubo llegado su turno, se lanzó con más
fuerza aún que la primera vez.
Y repitió el juego una, dos, tres, quizás seis veces
más.
Luego, le tocó el turno de ir a los juegos del sube
y baja. Como había varios niños jugando allí, no le costó nada conseguir que uno
de ellos formara la necesaria pareja para este juego.
Sube, baja, sube, baja, sube... y el otro pibe que
se queda abajo, sólo para que estallen las risas y comience de inmediato la
ansiedad por bajar de esa posición, sólo para entonces hacerle la misma broma
al otro niño.
Nuevamente, corrió hacia la hamaca —ahora no le
importaba nada si aquello se trataba de un sueño o no— para trepar a ella de un
salto e iniciar el columpiado. La expresión de alegría en su rostro le dibujaba
una enorme sonrisa, que ya le causaba dolor en sus mejillas.
Ahora iba a columpiarse hasta lo más alto, aún más
de que lo que hubiera alcanzado aquella vez Quique, que era el más temerario de
toda la barra. Subiría hasta el cielo.
De repente, comenzó a sentir un mareo... todo giraba
a su alrededor, la vista se le nublaba, sintió caer en un vacío...
Entonces, escuchó aquellas voces lejanas, que decían:
— ¡Pobre viejo!, morir justo en este
lugar, frente a los niños que están jugando.
— Sí; y con una sonrisa en sus labios.