lunes, 30 de julio de 2012

El Indio Sport Club

A mediados de la década del treinta, una familia se radicó en el barrio de Versailles. Allí crecieron todos sus hijos, hasta que se hicieron grandes.
Una familia grande, con tres varones y una madre que le daba un enorme valor a la niñez, ya que la suya fue triste; se llamaba Amanda Martínez, mi abuela. Ella, en compañía con mi abuelo, hicieron que esa casa fuera poco menos que el club del barrio.
Por allí desfilaron -desde siempre- todos los amigos de mis tíos, más sus primos, infinidad de parientes y de vecinos. Eran épocas de puertas abiertas y las de mis abuelos se destacaban entre todas. Esa casa maravillosa estaba en Dupuy 789, casi esquina Elpidio González (entonces llamada Indio).
Mis otros abuelos, los asturianos Menéndez, poseían un almacén de barrio, situado en la esquina de Echenagucía e Indio, es decir a una cuadra de distancia de la casa de los Bravo. Mi padre, amigo de la infancia (y de toda la vida) del mayor de mis tíos, se pasaba las horas enteras en aquella casa ajena. A nadie le extrañó que un día se pusiera de novio con la quinceañera de los Bravo.
En un tiempo, hubo una vía férrea que corría entre las calles Yrigoyen y Ruiz de los Llanos; aquella vía dividió para siempre a los habitantes de los barrios situados a cada lado de ella.
Años más tarde, sobre esa traza, ya desprovista de las vías, existieron infinidad de potreros (presuntuosamente llamados canchas) donde practicar el fútbol. Por entonces, no había barrio en la ciudad que se precie de tal y que no tuviera su propio equipo de fútbol.
En el caso de los vecinos de “Yrigoyen para acá”, es decir hacia Dupuy, existió el Indio Sport Club. Ahí estaban todos mis familiares, aún antes de emparentarse entre ellos. Mis abuelos, tíos y mi padre participaron activamente en ese club. Con ese equipo de fútbol se jugaron partidos amistosos, denominados desafíos, con formaciones de otros barrios, incluso aquellos de los vecinos de atrás de la vía...
Desde que tengo memoria, he escuchado el comentario melancólico de aquella vez en que el modesto equipo de barrio llegó a jugar la final del campeonato "Toddy", patrocinado por la cocoa que daba nombre a la competencia. Salieron segundos.
Quiero imaginar que los picados informales de los fines de semana se tornaban interminables. Allí participaban desde los mayores hasta los más jóvenes, partido tras partido. Mi abuelo materno, con cincuenta años a cuestas, jugaba en esos potreros junto a la muchachada.
Familiares y amistades de aquella época. Parado al centro, de vestimenta clara, mi padre.
De todo aquel universo, ajeno pero familiar, de sus vivencias, las más de ellas de completa candidez y sana diversión, me han quedado fotografías. Allí, mis familiares siempre se me presentan irreconocibles, por lo jóvenes.
Una de ellas, tiene la particularidad de reunir a todos los varones de ambas familias: abuelos, padre, tíos y hasta algún primo de mis tíos; por tal razón, como homenaje personal hacia ellos, ilustra este texto nostálgico.
          

jueves, 26 de julio de 2012

Prolijín

"Mi hijo es muy prolijín”, solía aseverar doña Ramona, al referirse a lo bien que había aprendido a tener ordenadas las cosas su vástago, Pedrito.
De esa afirmación sacaron, los ocurrentes de siempre, el apodo que habría de acompañar a este hijo por el resto de su vida: Prolijín.
Esta familia la completaba el marido de Ramona, Manolo García, un gallego de asombroso parecido físico con el popular actor español Enrique Serrano. Se trataba también de un hombre petiso, calvo, con su infaltable bigotito recortado y un buen humor a toda prueba, incluso de su esposa.
Niní Marshall y Enrique Serrano
Este hombre trabajaba como simple ordenanza en una ignota repartición municipal, aunque su esposa ocultara tal realidad y le dijese a todo el que estuviera a mano:
- El Manolo es funcionario de la “Mucipalidá”.
Todos en esa familia vestían ropas de bajo costo, las que siempre se presentaban como impecables. Una prueba de esa pulcritud la daba el espectáculo de ver, por las tardes, a doña Ramona encorvada frente a la pileta del patio de su casa, dada a la fatigosa rutina de refregar la ropa; siempre con la ayuda del popular y económico pan de jabón Federal, mientras tarareaba esas incomprensibles muiñeiras, canciones populares y antiguas de su lejana Galicia.
Entre la ropa colgada en el tendedero del fondo de su casa se destacaba el guardapolvo delator, de color gris, que pertenecía a don Manolo.
Con frecuencia se podían escuchar los gritos de doña Ramona, mientras le recriminaba a su marido que no se desabrochase el botón del cuello, ni se recogiese las mangas de la camisa, porque:
- Pareces uno de esos guarros del puerto.
Ante lo cual don Manolo, resignado, se abrochaba el botón y se bajaba las mangas.
Piadosamente, todos lo compadecían, lo tenían por un pusilánime cualquiera...
Hasta que comenzó a circular un rumor por el barrio: se decía que, gracias a su buena presencia y prolijidad, más su proverbial simpatía, el émulo de Enrique Serrano había conquistado a una joven muchacha que trabajaba con él. Según trascendió, su esposa jamás se enteró de esta relación clandestina; siguió con su rutina de planchado impecable de las camisas y de los pantalones, con el propósito confeso de:
- Para que esté más guapo mi Manolo.
Del mismo modo, doña Ramona llevaba a su hijo a la escuela hecho un primor: guardapolvo de un blanco impecable y el cabello peinado con fijador. A tal extremo llegaba su esmero en la presentación del niño, que antes de que el pequeño ingresara a la escuela, esta mujer le pasaba un pañuelo húmedo por su cabecita para alisarle mejor el peinado.
Los útiles que Pedrito portaba en su cartuchera estaban identificados con pequeños letreros. En ellos figuraba su nombre y su número particular; tal identificación le servía al niño para que controlase que no faltara ninguno de ellos cuando debía retirarse de clase. Conviene mencionar que a sus lápices jamás les faltaba punta.
Aún muy de chico, comenzó a trabajar, para ayudar con los ingresos de la familia; para ello, se inició como aprendiz en el taller de chapa y pintura de un familiar.
Allí Prolijín les acomodaba las herramientas y trastos todo el día, una actitud que, a su llegada, el patrón observó con satisfacción pues en ese taller reinaba un desorden completo.
Pronto cayó en cuenta de su error, pues ese afán ordenador del pequeño les complicaba la labor a los operarios: no encontraban nunca las herramientas; Prolijín se las acomodaba, según su propio criterio y aún cuando todavía las necesitaban. También les apagaba el soplete, cerraba las llaves de paso en los tubos de oxígeno y de acetileno y comenzaba a enrollar las mangueras ni bien observaba que dejaban de trabajar con ese equipo, aunque sólo hubieran ido a buscar alguna de las herramientas que él mismo hubiera ordenado prematuramente.
Este familiar no sabía como decirle a don Manolo que no lo quería más a su hijo en el taller. Al final le mintió. Le dijo que el niño era aún muy pequeño para manipular las herramientas y que podía salir lastimado por tal razón.
Esta decisión unilateral dio lugar a un disgusto familiar con doña Ramona.
Ya de joven, Pedro llevaba el cabello cortado con suma prolijidad, casi al ras, por lo que su cabeza se asemejaba a un cepillo de cerda esférico; su rostro exhibía siempre una afeitada perfecta. Nadie recuerda haberlo visto con un atisbo de barba crecida, ni aún en los fines de semana o los feriados; mucho menos aún durante sus vacaciones.
Hombre de mirada penetrante, sus ojos avizoraban y escudriñaban todo su entorno, nada escapaba a la vista penetrante de Pedro, a quien nunca se le escabullía un detalle sobre algo que estuviera fuera de lugar. Hay veces que creo que algún yanqui debe haber conocido o tenido referencias de Prolijín y sacado de él la idea para crear el personaje maníaco de esa serie de televisión, llamado Monk.
Esta manía de poner las cosas en orden, que aplicaba en todo aquello que se pusiera a su alcance, las canalizó a través de la profesión que eligió: Licenciado en Sistemas. Fue un estudiante destacado, ninguno resultaba tan efectivo como él en el desarrollo de algoritmos para el ordenamiento de los datos.
La lógica se convirtió en su razón de vida, todo debía seguir una regla de hierro, lógica pura, orden puro, sin discusiones. En ese entorno se sentía seguro.
Intempestivamente, un día decidió irse a vivir solo. Fue cuando ya no pudo tolerar más el orden que aplicaba su madre para con sus pertenencias personales: ella utilizaba un criterio ilógico y él no podía ya soportar esa situación ni un día más.
Doña Ramona lloró una semana seguida, mientras reordenaba el cuarto que había dejado casi vacío su hijo.
Una vez recibido en la Universidad comenzó a trabajar en una empresa que proveía programas informáticos personalizados para instalaciones industriales. Tales productos los adquirían compañías petroleras que, por lo general, los empleaban en sus instalaciones radicadas en las zonas de explotación. Esta situación obligaba a Pedro a tener que trasladarse a los más extremos e insólitos puntos de la geografía del país.
Su trabajo consistía básicamente en instalar dichos programas y asegurarse de un correcto funcionamiento de los mismos. Vale citar que muchos de estos programas eran ideados por él mismo.
Pero, el mayor inconveniente que se le presentaba con este tipo de trabajo residía en que su vida de orden y rutina se veía amenazada por los continuos viajes y alojamientos en las diferentes localidades. Esta situación lo ponía frenético y se tornaba más maníaco que de costumbre.
Por caso, en uno de estos traslados debió pernoctar con un asistente (que resultó ser Samuel González, un conocido mío) en un hotel de mala muerte, de la ciudad de Catriel.
Según me refirió este hombre, durante una noche de copas y confidencias (y con lujo de detalles), aún cuando ya hubieran pasado muchos años de aquella experiencia, Prolijín puso de manifiesto en aquel viaje todas sus extravagancias, ante su eventual y azorado acompañante.
Ni bien habían llegado a la habitación, Prolijín tomó una ducha intensiva, se secó con su propia toalla gigante de color blanco radiante, se arregló el cabello, se afeitó (por segunda vez en el día) y comenzó a ordenar sus cosas: un equipo de afeitar (que poseía crema, brocha, una máquina del tipo descartable, loción, perfume post afeite), el frasco de la colonia para el pañuelo, el cepillo de dientes con su estuche, un pomo de dentífrico, el secador eléctrico para el cabello (con su cable recogido y prensado con una abrazadera de plástico), el talco hipoalergénico, la barra desodorante para axilas y el polvo pédico, un envase de toallitas para piel de bebé sin perfume (para higienizarse las partes privadas), e infinidad de cremas y ungüentos medicamentosos o de finalidad incierta. Todos estos elementos, como no podían ser alojados en el botiquín del baño (porque no existía ninguno) fueron prolijamente ordenados sobre una mesita que había en la diminuta habitación del hotelucho.
Este hombre me comentó que debió dejar sus escasas pertenencias alojadas dentro de su bolso de viaje, o sobre una diminuta mesa de noche, que estaba al lado de la cabecera de su cama.
Mientras tanto, Prolijín se dedicaba a colocar la ropa de vestir bajo el colchón de la cama, bien ordenada, de modo de aprovechar que, gracias al peso del mismo (más las frazadas y su propio cuerpo), quedaran bien planchadas.
A todo esto, los calcetines y el calzoncillo ya habían sido lavados y luego puestos a secar en unos soportes plegables que Prolijín había traído dentro de su inmensa valija.
Antes de dormirse, tenía por costumbre escuchar el noticiero y, seguido a él, un programa de interés general que se emitía en Radio Rivadavia, de Buenos Aires. Como estaban alejados de esta ciudad, la onda que podía captar el aparato radiofónico en Catriel era de pésima calidad, emitía mucho ruido de fondo y las voces se tornaban imposibles de escuchar, pues aumentaban su precisión y lentamente parecía que se alejaban hasta que se tornaban un murmullo incomprensible. Persistió en su intento durante el horario completo de la emisión del programa, aunque no pudo discernir casi nada, por las razones expuestas.
Mientras proseguía esta rutina, su paciente compañero de pieza no pudo dormir, según me confesó.
Ni bien terminó de escuchar el ruido de la radio, Pedro se levantó de su cama para depositar ese aparatito sobre la mesita. Luego, se dedicó a acomodar nuevamente las sábanas y cobijas de su cama, pues supuestamente habían quedado flojas y mal armadas. Acto seguido rezó y se acostó en su cama.
Por fin se pudieron dormir ambos.
Como Samuel González ya por entonces padecía de problemas en la próstata, tuvo que levantarse de noche para ir hacia el baño. En tal traslado a ciegas, ex profeso dio un puntapié a la ordenada mesita. Como resultado, todos los elementos que Pedro había depositado ordenadamente sobre ella cayeron al suelo, incluso la pequeña radio portátil, lo que generó un gran estrépito, a las tres y media de la madrugada, me confesó el propio Samuel, con una sonrisa maliciosa en su rostro.
Años después, Prolijín llegaría a ser el Director Operativo para Sudamérica de una empresa norteamericana, líder en software. Es dable destacar que su ascenso profesional coincidió con un incremento notable de su paranoia.
Su analista se desesperaba cada vez que el licenciado García asistía a la consulta.
Si bien nunca trascendió lo que el paciente le comentaba al profesional, se puede suponer que el contenido de las confesiones que Prolijín le transmitía significaba todo un desafío para la capacidad intelectual del analista, pues lo alteraba considerablemente.
Me comentaron que la recepcionista que atendía en ese consultorio había observado que, al retirarse el licenciado García, el psicólogo comenzaba a ordenar de modo compulsivo los objetos de la estancia, entre ellos las revistas que había depositadas sobre la mesa ratona, aquellos cuadros colgados que suponía torcidos, el desorden imperceptible en el escritorio propio y en el de la recepcionista, también modificaba la posición de algunos retratos familiares desalineados sobre los anaqueles y hasta reacomodaba las flores plásticas de los jarrones de adorno de la sala de espera, a la vez que le refería zonceras a la chica.
Aguantar la presencia de Prolijín en la sala de espera, mientras aguardaba su turno de atención, no era una experiencia menos traumática para esa pobre muchacha: él había puesto en su lugar correcto a todos aquellos mismos objetos que luego el analista reordenaría.
Se puede decir que la vida de Prolijín se había convertido en una pesadilla: volvía locos a todos quienes tuviéramos la desgracia de toparnos con él.
Pero, increíblemente, un día conoce a Rita.
Ese día Pedro cambia para siempre, se libera.
Ella es una atorranta de lo peor, madre de tres o cuatro chicos (no alcanzo a recordar bien), fruto de otros tantos amores fugaces. Con simulada dulzura, lo engatusa y le hace cambiar de vida.
Prolijín se convierte en la antítesis de lo que había sido hasta entonces: ahora lleva el cabello crecido hasta los hombros, e indistintamente lo lleva suelto o tomado en una coleta, una espesa barba adorna ahora su rostro, mientras que un arito de fantasía se muestra, brillante, en el lóbulo de una de sus orejas.
Su vestimenta pasa a ser tan informal que se parece al payaso Firulete. Ya no le importa si su calzado está sin lustre o si sus calcetines andan solitarios, de a uno, por algún rincón de la casa de Rita. Su léxico degrada en varios escalones.
Cuando se enteró de este cambio de hábitos de su hijo, doña Ramona se desesperó; a punto tal que su marido tuvo que internarla en el sanatorio del Centro Gallego para que la atendieran.
Allí la tuvieron durante una semana, con recaídas cada vez que la visitaba su Pedrito. Hoy, al ver que no le queda otra alternativa que aceptar las decisiones de su hijo adorado, se tiene que conformar con verlo así:
- “…hecho un desastre, mire”.
Pedro, en cambio, conoce lo que es vivir libre y despreocupado; mandó a todas las convenciones de nuestra sociedad al carajo y está feliz.
Se le nota: sonríe con sabiduría.

martes, 24 de julio de 2012

La taba


"Suerte" en la taba
Hace muchos años, en un remoto pueblo catamarqueño, asistí a una reunión donde se jugaba a la taba.
Dicho juego me resultó atractivo; pues se trata de una combinación entre la habilidad del lanzador y su buena fortuna, así como de la intuición de los demás apostadores, para adivinar el resultado del revoleo con el famoso hueso.
Pude tener en mis manos ese adminículo, me explicaron cuál era la cara buena -o “suerte”- y cuál era el lado malo, también conocido como “culo”; observé que poseía unas incrustaciones en acero, cuya función era facilitar el logro de la posición deseada. La idea es tirar la taba de modo que la cara de la fortuna quede parada, con esa superficie hacia arriba y -de preferencia- clavada en el piso la parte llamada "hacha" o "filo".
Lo que no desea ningún jugador
Las canchas se armaron en función a los montos de las apuestas que se hacían en cada una de ellas: mientras que a una asistían los jugadores fuertes, aquellos que poseían un mayor respaldo económico, en la otra hacían sus apuestas los más pobres del poblado: los jornaleros, los changarines, los infaltables vagos y los desconocidos de siempre. Los curiosos -entre los que me incluyo- nos encargábamos de darle un marco multitudinario al espectáculo.
Algunos de los jugadores -los más pertinaces- permanecían sentados durante todo el tiempo; para ello disponían de sillas improvisadas, ubicadas en ambos bordes de la zona de juego; a la sazón, un espacio de alrededor de dos pasos de ancho por siete de largo, delimitado en ambos extremos con una línea.
Previo al lance, los apostadores gritaban sus apuestas, que de ser aceptadas originaban que ambos rivales pusiesen su dinero sobre el piso de la cancha, bien a la vista. Aquel que ganara la apuesta retiraría esos billetes. Se apostaba por todas las posibilidades del lance.
Cuando el lanzador arrojaba la taba, entre medio del griterío se solían poner de pie esos jugadores, para apreciar mejor como caía el hueso.
La vigencia de cada una de estas canchas lo determinaba el interés -y los fondos- de los asistentes. Es así que, mientras la primera cancha persistió durante toda la jornada y hasta que quedaron unos muy pocos jugadores, la existencia de la otra fue más fugaz.
El que manejaba la reunión recibía la denominación de canchero y se encargaba de juzgar el resultado de cada tiro, que era inapelable. También les cobraba a los jugadores el derecho a permanecer y jugar. Tal estipendio debía hacerse efectivo cada media hora, que era la duración de un juego. Solo entonces podían cambiar los lanzadores, que eran dos y se ubicaban a cada uno de los extremos de la cancha.
El dinero recaudado por tal concepto iba a parar a los bolsillos del organizador y el citado canchero.
En realidad, los parroquianos jugaban hasta que uno de ellos barriera con el dinero del resto, o algo por el estilo, ya que pude apreciar que mientras les quedaba dinero seguían en el juego, ya sea para desquitarse de lo perdido o bien solo por el vicio de jugar.
Empanadas fritas rellenas con carne
Era tal esa pasión por el juego, que los jugadores más empecinados solo se levantaban para ir a las corridas hacia un improvisado baño y volver inmediatamente a ocupar su lugar.
Esto significaba que para comprar cigarrillos, o alguna bebida, o vitualla, les encargaban tales menesteres a los petisos de los mandados; unos pequeños que así se ganaban sus buenas propinas por el servicio.
Las mujeres de la casa, por su parte, se encargaban de preparar la comida, consistente en empanadas criollas caseras y proveían las bebidas gaseosas frías que transportaban estos niños (más alguna botella de vino, de contrabando, pues no se permitía el alcohol).
Al anochecer, terminó la tabeada. Entre los comentarios obligados por las circunstancias vividas se mezclaban, entonces, unos rostros felices con otros, no tan alegres...
Aquella noche, mis ojos se fueron a dormir llenos de un espectáculo campero, antiguo y maravilloso.
       

domingo, 22 de julio de 2012

Los originales


Fue en bar muy concurrido, ubicado en el centro de la ciudad, era por la tarde; se juntaron para hablar de su actualidad. Los dos pasaban por idéntico trance: una separación. Amigos de toda la vida, no tenían secretos el uno para con el otro.
- Pero, ¡qué casualidad!, venir a separarnos a la vez. Tanto tiempo sin vernos y justo nos juntamos en esta oportunidad tan desastrosa.
- Te doy toda la razón, Chuck; hace mucho tiempo que no nos veíamos. Por lo menos, seis o siete meses
- Qué cosas que tiene esta vida: aquella vez nos encontramos acompañados y hoy solos.
- Con Josephine estuve cinco años casado. ¿Sabías?
- ¿Tanto tiempo?
- Aunque parezca mentira... y de un día para el otro se fue. Me dejó una nota. Es de no creer.
- ¿Y qué te decía en esa esquela?
- Me decía que yo era una persona excepcional, que no tenía reproches que hacerme, que era la persona más educada, ordenada y limpia que conocía; pero, que se sentía ahogada a mi lado.
- Claro, necesitaba libertad. Como yo. Tina no lo podía entender, imaginate. Hasta me hizo una escena de celos: pensaba que había otra. Se equivocó feo; por lo menos, por ahora...
- Se llevó todas sus cosas... y algunas nuestras también.
- Yo, apenas si me cargué un bolso con las cosas más queridas. Si no me ata ella, pensé, no me voy a dejar sujetar por objetos sin valor. En el auto tengo el famoso bolso marinero; aquel que -recordarás- siempre me  acompañó.
- ¿Tenés dónde vivir?
- No.
- ¿Por qué no te venís a casa a hacerme compañía, por lo menos hasta que consigas un departamento?
- ¿No te molestaré?
Neil Simon, que estaba sentado en la mesa contigua de aquel bar, escuchó todo el relato.
            

viernes, 20 de julio de 2012

El viejo "Mapache"

Ya desde muy pequeño se puso de manifiesto su mal carácter y su pésima actitud.
La crianza de aquel niño consistió un suplicio para sus pacientes padres, quienes debieron soportar al más llorón e inconforme de los bebés de los que se tenga noticia: lloraba cuando tenía hambre, cuando saciaba su apetito y cuando se hacía encima sus necesidades. A cualquier hora.
Al mamar, mordía; nunca se supo el porqué de tan extraña costumbre. También solía tironear de los cabellos de su madre, si es que ésta se llegaba a olvidar de llevarlos recogidos y quedaban a mano de su hijo.
Otra de las detestables costumbres del pequeño era aquella de llorar y requerir a los gritos a sus padres cuando, a media noche o de madrugada, ya más crecidito, tenía sed o se había orinado en la cama.
En el colegio primario repitió el curso de primer grado, lo que dio como resultado que, al año siguiente, además de ser mayor que sus compañeritos, se valiera de su talla imponente para llevarse por delante —literalmente hablando— a los otros niños, más frágiles y pequeños que él.
Sus peleas con los demás alumnos, tanto durante los recreos como a la salida de la escuela, eran memorables. No le escatimó nunca el cuerpo a los golpes, ni le faltó valor para enfrentarse a niños mayores que él, con suerte diversa, mejor dicho: adversa.
Solía atemorizar a sus compañeros de clase con la  amenaza de pegarles unas “trompiñas” demoledoras, denominación aparatosa que había inventado para los golpes que, sin elegancia alguna, gustaba de asestar a los más débiles.
En los albores de su juventud y para dar rienda suelta a sus instintos agresivos se decidió a ser boxeador. En su debut sobre un cuadrilátero, al inicio del combate perdió el protector bucal con la primera trompada de su oponente y los dientes incisivos superiores con el inmediato segundo golpe.
En esas justas deportivas sobre el cuadrilátero se descontrolaba con suma facilidad; atacaba desguarnecido al adversario, quien —con suma facilidad— esquivaba sus arremetidas y le asestaba toda clase de golpes, convirtiéndolo en una presa fácil para su lucimiento. Los más impensados oponentes se hicieron un festín con él.
Visto su rotundo fracaso como púgil, guiado por los consejos de su madre, buscó calmar su agresividad a través de un acercamiento hacia una comunidad de Hare Krishna. 
Se rapó y comenzó a vestir túnicas anaranjadas y a calzar sandalias de cuero; ponía entonces cara de santo y en grupo con sus nuevos amigos recorría las calles de la ciudad mientras hacía sonar algún instrumento de percusión, tipo pandereta o cascabel, en tanto ofrecía a los transeúntes bibliografía de su creencia e incienso oriental.
Dicen que sus peleas con la gente que no le prestaba debida atención a sus ofrecimientos, ni quería comprarle objeto alguno, fue lo que dio origen a que una tarde, a la hora de los rezos, recibiera una meditada serie de instrucciones para pacificar su alma y controlar su furia, por parte del responsable del templo a donde Pantaleón acudía. Consejo mal recibido, por desgracia, y que terminó en una gresca general donde se destruyeron desde enseres variados y mobiliario hasta algunas imágenes de santones y de dioses orientales.
Lo echaron de allí con malos modos.
No le fue mejor en cuanta otra actividad emprendió: sus continuas peleas y desplantes le arruinaron de manera sistemática todos los trabajos que tuvo: Si encaraba alguna metodología para ganarse la vida por cuenta propia, bien pronto comenzaban sus peleas con proveedores y clientes; y cuando trabajaba bajo relación de dependencia, sus enojos y actitudes descomedidas para con sus patrones, jefes y compañeros de labor le aseguraban un pronto despido del lugar.
Al persistir en esa conducta malsana a través de los años, lo único que consiguió fue ser un abonado constante a la pobreza.
En esas condiciones de pobreza y brutalidad, ninguna mujer que lo hubiera tratado aunque más no fuera por una sola vez, deseaba volver a tener trato alguno con él.
La única desdichada que tuvo la peregrina idea de reformarlo y redimirlo, lo abandonó luego de una de las tantas feroces palizas que le propinó su hombre, por causas no del todo claras: podría ser que la infeliz le hubiere planchado mal la ropa, o que se hubiera vestido de un modo que él consideraba provocativo, o que le sirviera la sopa fría, o demasiado caliente para el gusto de él.
Se sabe que salió del hospital, la pobrecita, sin que le hubiesen dado aún el alta médica, de noche y con lo puesto. Y es conocido de sobra que nunca más se supo de ella.
Como resultado de todo esto, Pantaleón quedó soltero y abandonado, de modo que cada día que pasaba el insufrible se iba transformando en una persona mucho más amargada.
Su mal genio le jugó una mala pasada aquella vez que fue a pasar un día de descanso a los bosques de Ezeiza y alquiló un caballo para pasear. Aquellos equinos eran mañosos a más no poder y solían hacer lo que se les antojaba. Pantaleón no pudo soportar tal conducta y comenzó a castigar duramente al caballo, para lograr que lo obedeciera; lo único que consiguió con esa actitud fue que el animal se desbocara y lo llevase a la carrera por entre el medio de la arboleda del bosque. Pantaleón barrió con su rostro las ramas bajas, hasta que se cayó de la silla de montar, con tan mala fortuna que terminó con uno de sus pies atascado en el estribo. Así fue arrastrado varios metros por entre los pastizales y canaletas, hasta que se le desprendió el zapato que lo tenía enganchado a la montura.
Quedó bastante maltrecho, con varias quebraduras de huesos y magullones varios. De ese accidente le viene su cojera notoria.
En las tardes soleadas, cualquiera puede observar en Parque Rivadavia lo que queda de él: un anciano que, mal afeitado y vestido con un guardapolvos gris raído, vende lupines, maníes y pirulines a los niños pequeños.
Habitualmente los trata con rudeza, por causas nimias; los asusta y hace que los pequeños terminen a los sollozos; como resultado, recibe frecuentes tundas por parte de algún padre ofuscado.
Estas reacciones paternales lo dejan con los ojos morados, por causa de las “trompiñas” que recibe. Por tal razón, los demás vendedores de ese recreo lo apodan -jocosamente- como “El Viejo Mapache”.
           

miércoles, 18 de julio de 2012

El chismoso


Años atrás, era costumbre generalizada que, en los barrios, las mujeres ocuparan su tiempo libre en chismeríos, menudencias de las pequeñas comunidades, para combatir el ocio; lo que no resultaba tan común es que hubiera un hombre que se dedicase a tales menesteres.
El chismoso al que me refiero era Agustín Campolíbero; un hombre que trabajaba en los talleres del Ferrocarril Oeste, situados en cercanías a la estación Liniers.
Este personaje, de bigote espeso y entrecano, nariz arrepollada, petiso y barrigón, no se perdía pelea ni discusión que aconteciera en el barrio. Él conocía siempre cuáles habían sido las razones para tales disputas.
Se caracterizaba por ser un hombre de oído fino y de boca aguda.
Vestido con ropas humildes y calzado con unos botines eternamente negros (aunque sin atisbos de lustre), utilizaba la gorra del uniforme del ferrocarril todo el año, por lo que no se podía saber si era calvo o no.
Por supuesto, en el taller donde trabajaba, le iba con cuentos al capataz, que no siempre eran ciertos; pero, que siempre le beneficiaban.
En el barrio, en tanto, como resultado de sus correrías más de una señora recibió una soberana paliza por cuestiones infundadas. Lo que aumentaba su impopularidad entre esas señoras tan comedidas.
Frecuentaba el bar del  barrio, donde se reunían los vecinos a jugar a la generala, al dominó o a las barajas y -por qué no- tomarse unas copitas. Él solo tomaba un café corto, pues iba para ver si alguno perdía su jornal, o si se emborrachaba. Con eso solo, ya tenía tema para desparramar a los cuatro vientos.
Las mujeres lo odiaban, pues era un meterete que las superaba en el campo de la investigación y en lo interesante de las historias; por ello, siempre le prestaban el oído a sus chismes.
Él fue quien lo pescó "in fraganti" a Jacinto Portulaca, un muchachito de modales finos y amanerados. Como resultado, el pobre muchacho debió abandonar el barrio, ante las chanzas nada sutiles y miradas burlonas de todos los vecinos.
Agustín, por su condición masculina, podía deambular por los alrededores del barrio a cualquier hora; tal tarea le demandaba mucho tiempo, el necesario hasta hallar algo interesante. Y era así que solía encontrar a las señoritas (o señoras) muy bien, a los atracones de besos, en oscuros zaguanes, junto a jóvenes desconocidos, provenientes de otros barrios porteños, o hasta algún vecino de declarada seriedad y decencia.
Siempre andaba merodeando por todos lados, a tiempo completo, no se le escapaba nada. Esta actividad lo mantenía alejado de su casa, para fortuna de su esposa y del pati' lana.
Ese fue el secreto mejor guardado en el barrio, por siempre.
          

lunes, 16 de julio de 2012

El Frutilla


Un personaje anodino, de esos que adornan con su presencia cualquier reunión de amigos, de compañeros de trabajo o de estudios, ése era "El Frutilla".
Si bien su nombre verdadero era Heraclio Venelucz, nadie lo llamaba ni por el apellido y menos aún por el nombre de pila. Todos le decían “El Frutilla”.
Lo apodaban de ese modo pues exhibía en su mejilla derecha un lunar de color fucsia y forma trapezoidal; una particularidad que la gente atribuía a un antojo no satisfecho de la madre de Heraclio, cuando estaba en la dulce espera del infeliz.
— Parece -decía Toto, el chistoso del grupo-, que a la vieja del Frutilla se le había antojado que le compren un vestido estampado, de colores vivos y como el viejo no le dio con el gusto, le salió un hijo con esa frutilla estampada en el cachete, ¡apagado y zonzo!
Y se reía a las carcajadas, ante el festejo generalizado de los demás, mientras que el pobre Heraclio Venelucz sonreía avergonzado.
Por increíble que parezca, siempre se lo podía encontrar en los corrillos que se armaban en el trabajo o en cualquier reunión organizada fuera del ámbito geográfico y los horarios de trabajo.
Inmutable asistía a las conversaciones de los demás, sin aportar jamás nada al temario del momento.
En esas ocasiones, su pasividad y festejo medido daba calce al "Petiso" García, para que se envalentonase en sus mendacidades y prosiguiera con esos relatos increíbles, hasta llegar al ridículo.
De andar cansino y pausado, a pasos suaves, cual ave zancuda en el estero, se lo veía pasar a "El Frutilla" cuando se dirigía hacia su lugar de trabajo, mientras portaba un vaso de vidrio irrompible, donde llevaba preparado su té con limón infaltable. 
Pajarraco, Cigüeña, Tero-Tero y otros motes por el estilo matizaban el vocabulario que empleaban sus compañeros para referirse a él. Los muy burladores deberían creer que se parecían a un adonis.
Como calzaba zapatos con suelas de goma, su andar resultaba silencioso al extremo. Tan sigiloso caminaba, que más de una vez asustó a alguna compañera distraída, quien, al descubrir su proximidad, emitía un chillido de terror inenarrable.
Era el único de esa oficina que se ponía un guardapolvo gris, para preservar sus vestimentas contra la suciedad imperante en la superficie del mobiliario. Mugre aumentada por los espolvoreos de tierra que algunos chistosos prodigaban sobre los muebles de Heraclio.
Gozaban al hacerle iniquidades y reírse con disimulo a sus espaldas (o en su cara).
Su físico era delgado al extremo, provisto de largas extremidades y un cuello delgado y fino que soportaba esa cabeza triangular donde, además del lunar descripto, llamaba poderosamente la atención su enorme nariz aguileña. Sus cabellos cobrizos y lacios al extremo vivían peinados inmutables, con raya al medio y fijador.
Pero, la diversión a costillas de "El Frutilla" terminó de golpe. Fue el día en que les comentó a sus compañeros de oficina que iba a dejar el empleo.
Intrigados y más que sorprendidos por la novedad, comenzaron a preguntarle el por qué de tal decisión; sin obtener, en principio, ninguna respuesta adecuada de parte de Heraclio. Mas no se dieron por vencidos, insistieron repetidas veces, tanto que -como era de prever- al final lograron que les comentase la razón de su ida: el pelele había heredado una cuantiosa fortuna, por el solo hecho de ser sobrino nieto de un poderoso hacendado de Rafaela, en la provincia de Santa Fe.
De hecho, les confesó, que esa misma tarde debía presentarse en una escribanía del centro de la ciudad de Buenos Aires, para firmar las correspondientes escrituras.
Los muchachos no salían de su asombro. Se quedaron sin saber qué decir; lo mismo que a los treinta días, más o menos, cuando Heraclio se apareció por la oficina a visitarlos y participarlos de la boda que contraería con una prima lejana que, curiosamente, era la otra heredera del mismo tío.
    ¡Increíble!
Exclamaron, estupefactos, cuando vieron en la iglesia a la hermosa primita del Frutilla: un bombón.
Esa noche comenzaría una amargura sin par en la mente de cada uno de aquellos que se habían burlado de Heraclio Venelucz, a la vez que la envidia les carcomía sin piedad.
Ninguno se enteró, por supuesto, de los pésimos tratos que le dispensaba la bella esposa al pobre "Frutilla"; quien los visitaba en la oficina, de tanto en tanto, para sentirse un poco mejor.
Ellos, en cambio, se sentían peor…
        

viernes, 13 de julio de 2012

Nuestro mundo de mediocridad

Solemos estar rodeados de personajes con ciertas aptitudes artísticas o intelectuales, pero con limitaciones. Y existe la posibilidad cierta de que podamos ser uno más entre ellos.
Nos pesa el saber que, por más que lo intentemos, nunca podremos alcanzar un nivel superlativo en nuestros quehaceres.
Solemos apreciar lo que otros hacen y lo hacemos con total honestidad, sin ninguna falsedad; pero, a sabiendas de que siempre les faltará algo, ese detalle que lo haría perfecto.
Un médico que se equivocará, un ingeniero que errará en algún detalle sus diseños, un pintor que no descubrirá como lograr el cuadro perfecto, un músico que le errará a alguna nota, o bien alguien al que le faltará audacia para innovar, poblarán siempre nuestro entorno.
Si observamos con detenimiento a nuestro alrededor, hallaremos los defectos constructivos de cualquier objeto, algo que haría las delicias de un neurótico.
Pese a todo ello, nuestra valoración estará dirigida hacia la capacidad de haber intentado hacerlo, aun cuando su resultado resultase fallido o imperfecto; al igual que como sucede con los intentos de un niño.
Somos modestos, nos complacemos con lo posible.
Quizás, valoremos las cosas de este modo sólo como un acto de autocomplacencia, ante la certeza de nuestras propias fallas.
       

martes, 10 de julio de 2012

El extraño poeta

Bien se podría decir que aquella atracción precoz que sintió por la poesía en su niñez, con el paso del tiempo devino en una obsesión increíble.
Ya de niño se destacaba en la escuela por ser el primer voluntario a la hora de recitar poesías. Se recuerda que su memoria prodigiosa no le fallaba nunca. Sin importar lo extenso que llegasen a ser las obras que recitaba, él jamás titubeaba. También consta que, a medida que crecía, comenzaba a agregarle a sus recitados modulaciones diversas en la entonación de su voz, que complementaba con todo tipo de ademanes y gestos en su rostro.
Daba gusto verlo recitar; repiten a coro las pocas ancianas que tuvieron la oportunidad de escucharlo en aquellos días.
Sin dudas se puede aseverar que estos éxitos prematuros alimentaron en él un deseo de destacarse en esa rama de las artes. Su entusiasmo por la poesía alcanzó un punto tal que le comenzó a parecer poca cosa el solo hecho de recitar textos archiconocidos: a partir de ese momento decidió que sería él quien compondría los poemas de su repertorio. No dudaba de su capacidad innata para ello.
Durante los últimos meses de su estancia en la escuela primaria, el auditorio pudo comprobar el cambio operado en sus actuaciones. Azorados observaban el entusiasmo desmedido del niño puesto de manifiesto en su despliegue escénico, donde no faltaban sus veloces desplazamientos de un extremo al otro del escenario, los gestos sobre actuados (más que de rutina), las lágrimas y los gemidos con los que recitaba los pasajes más trágicos del poema. Nadie podía comprender la razón a tanto despliegue ante obras tan insulsas. Con estas representaciones finalizó su etapa de niño prodigio.
Mientras cursaba el colegio secundario se dedicó sin descanso a colaborar con la revista literaria que editaban sus compañeros. Nunca faltaba entre sus páginas una poesía firmada por el precoz y abnegado Simón Montreaux, un seudónimo que Simón Spiciafocco ha empleado durante toda su vida.

Para la amarga profesora de Literatura, la señorita Susana Pantuno, los trabajos de Simoncito no pasaban de ser una mala imitación de las poesías de Rubén Darío, o de Amado Nervo.
En esta segunda etapa de su vida no tuvo la oportunidad de lucirse en los recitados de poesía, ya que lo que abundaban en los días festivos eran las representaciones teatrales, los bailes o los números musicales.
Con gran abatimiento, el joven Simón comprobó que nunca llegaba a convencer a los profesores, o a sus pares, acerca de la conveniencia de representar alguno de sus poemas; en su lugar, se ponían en escena versiones de aficionado de conocidos musicales de la pantalla cinematográfica.
Una vez alcanzado el bachillerato, consiguió su primer trabajo en un lugar soñado: la “Biblioteca Popular José Ingenieros”, una institución barrial que era solventada por un grupo de libertarios entusiastas.
Si bien este empleo le deparaba un ingreso más que módico, sentía que se compensaba con creces tal limitación por la posibilidad que le brindaba de acceder -sin restricciones de ninguna índole- a toda la literatura que él deseara leer. Simón leyó con fruición todo aquello que tuvo a mano, en especial la obra de los poetas de nuestro país. En tal actitud se pasaba hora tras hora, enfrascado en la lectura de libro tras libro. También asistía a las clandestinas reuniones semanales que solían celebrar aquellos hombres, lo hacía con el único fin de demostrarles sus aptitudes para el recitado.
Algún avispado entre ellos tuvo entonces la brillante idea de organizar reuniones de poesía argentina en el ámbito de la biblioteca. Hasta se imprimieron afiches, donde figuraba Simón Montreaux como la principal figura de la gala.
En esos festivales, el poeta solía recitar unos pocos poemas, tantos como fueran necesarios hasta que los libertarios comprobaran que entre los concurrentes no hubiera ninguna persona infiltrada y pudieran, por fin, iniciar las ponencias individuales, que eran el objetivo primordial del mitin.
No obstante el papel de pantalla de sus actuaciones, Simón adoraba esos momentos de gloria en los que todos permanecían callados, en apariencia, atentos a su actuación.
Los conocimientos adquiridos durante esos meses le fueron útiles para una impensada manera de ganar dinero: la redacción de innumerables cartas de amor, que más de un tímido enamorado le solía encargar, con el propósito de embelesar a través de ellas a su amada esquiva. En contrapartida, le pagaban al poeta más que bien por tal tarea.
Probablemente, a causa de ello es que Simón comenzó a generar poesía a granel. Entonces, la necesidad de suplir la evasiva inspiración lo obligó a sistematizar su labor, como antídoto al riesgo de volverse loco ante tanta cantidad de trabajo.
Es bien sabido que los artistas dan lo mejor de sí solo en aquellos momentos de inspiración plena, por lo que la acción de trabajar por pedido perentorio no resulta ser la mejor manera de alcanzar una obra maestra.
Entonces, su mente comenzó a guardar infinidad de duplas de palabras, que formaran una rima perfecta y que resultaban aptas para ser empleadas en cualquier ocasión. Así, era previsible que si en algún verso utilizaba la palabra dolor, haría que rimara con la palabra amor. La misma técnica empleaba con las palabras corazón y tesón, dulzura y ternura, presuroso y cariñoso, e infinidad de pares invariables.
Como resultado de sus contactos con los libertarios, Simón obtuvo la que sería su fuente de ingresos principal durante gran parte de su vida: el ejercicio de la docencia.
En dicha labor, Simón ponía de manifiesto ante el alumnado sus profundos conocimientos sobre la vida y obra de destacados prosistas y poetas, aprendidos durante sus jornadas extensas de lectura en la biblioteca. No escapaba ocasión en la que recitara e hiciera recitar a sus alumnos las más variadas obras de la cultura universal.
Jamás logró que alguno de sus alumnos siguiera sus pasos.
Es durante esos días que su mente comienza a imaginar cómo debería lucir un poeta de fuste. Y en esa dirección empiezan a tomar cuerpo en él una serie de ideas peregrinas, tales como que, para representar un auténtico artista, es imprescindible vestirse con ropas color oscuro, preferentemente de negro. En esa misma tesitura es que, según Simón, un poeta excelso jamás habrá de llevar el cabello corto, pues una melena da el aspecto soñado de artista libre, e incomprendido. A tono con esta apariencia, la figura del poeta ha de ser lánguida y breve. Algo imposible de lograr por él, un muchacho regordete y petiso.
Por ello es que comienza a vestirse con ropas de un par de talles más grandes a los que le correspondían.
Para demostrar su dominio de la lengua castellana, a la edad de veinticuatro años, comienza a expresarse a través de los vocablos más extravagantes que puede hallar; cree que con este accionar nadie llegará a dudar de sus amplios conocimientos lingüísticos. Además, suma la utilización de metáforas y parábolas en sus comentarios y explicaciones, con lo que logra que el verdulero del barrio, o el carnicero, no sepan nunca qué despacharle.
Muy diferente era entonces su suerte con las muchachas, quienes, embelesadas por la supuesta genialidad de Simón, lo seguían, embobadas.
Por esas cosas de la vida, se entremezcló con gente de muy buena posición. Todo empezó cuando uno de esos tímidos para los que redactaba misivas románticas lo llevó consigo a un ágape; allí Simón debería observar a la damisela que desvelaba al galán chambón y con esta visión redactar entonces una apasionada declaración amorosa. Pero, en aquella reunión de personajes livianos, ni bien se supo entre la concurrencia su oficio de poeta, se vio rodeado por las mujeres, quienes -sin demasiado esfuerzo- lograron convencerlo de recitar algunos poemas. A partir de esa noche, no había reunión social en la que la anfitriona de turno no invitara a Simón.
Su relación con todas ellas resultaba platónica al extremo: ellas lo adulaban y suspiraban, mientras que él les recitaba melosos poemas, con voz impostada y melena bamboleante. Otra sublime actuación de Simón. Y volátil capricho de ellas.
Como corolario, una de estas admiradoras, quizás para lograr figuración, con la malsana intención de humillar a sus amistades con la virtuosa acción de mecenazgo que emergía de su acto, o tal vez por compasión hacia Simón, financió la edición de un cuadernillo de poesías del artista.
Más allá de toda especulación sobre las razones de tal actitud, esta acción llenó de dicha al poeta. Significaba para él haber dado el paso más trascendental en su carrera: tenía sus obras editadas.
El resultado de tal emprendimiento fue un rotundo fracaso editorial: prácticamente no se vendió ningún ejemplar, salvo alguna que otra copia adquirida por las más entusiastas de entre sus seguidoras embelesadas.
Esta situación dio pie a Simón para que asumiera el rol de víctima. Solía argumentar a partir de entonces, con algún fundamento cierto, que sus poemas no alcanzaban el éxito pues el contenido de los mismos excedía la comprensión del medio ambiente que lo rodeaba. Clamaba ser un incomprendido de la época.
Poco a poco, las admiradoras se cansaron de él, en la misma medida en que comenzaron a poner sus ojos en un lascivo gurú hindú.
Era bien conocida su costumbre de asistir a cuanta presentación de libros de poesía hubiera en la ciudad de Buenos Aires. En tales ocasiones adoraba conversar con los autores. Quizás esas veladas le hiciesen rememorar aquella oportunidad lejana en la que presentó su propia obra. Y soñase con repetir la experiencia con sus nuevos trabajos, mucho más comprometidos y pulidos que los previos. Por lo menos así lo daba a entender a quien quisiera escucharlo.
En estas rutinas transcurría la vida de Simón, hasta que en el colegio donde daba clases de Literatura apareció un día una colega, para dictar Biología.
Fue amor a primera vista.
Ella se llamaba Beatriz y era bioquímica.
A los ojos de Simón, esta señorita, de treinta y tantos años, resultaba ser la más bonita entre todas las mujeres; o al menos, entre aquellas que trabajaban en ese establecimiento educativo. Poco le importaron al solitario poeta las gafas de miope consumada que escondían las facciones del rostro de la joven o esa figura carente de curva alguna que exhibía su cuerpo: él se comidió de inmediato -como hace todo caballero galante- a acercarle la silla, para que la dama se sentara a la mesa de reuniones presente en la sala de profesores. Acto seguido, se sentó a su lado.
Él, para congraciarse, no hacía otra cosa que escribirle apasionadas poesías (qué más se podría esperar en este caso).
La actividad laboral principal de Beatriz, desarrollada en un laboratorio análisis del barrio de Floresta, lo ponía en serios aprietos a la hora de la creación de su obra: imaginarla en ese ámbito aséptico, pródigo en reactivos y malolientes muestras no resultaba la mejor ayuda.
Por eso, para ocultar lo desagradable del entorno en que pasaba sus horas la joven, es que Simón comenzó a elucubrar las metáforas más rebuscadas. Como resultado, su obra comenzó a poblarse de versos crípticos. Invariablemente, ella lo gratificaba con la devolución de esas mismas esquelas, sobre las que un beso marcado con el carmín de sus labios demostraba su aprobación. Aún al día de hoy, él atesora esos papeles, ya arrugados, amarillentos y grasosos.
Lamentablemente, ese amor duró únicamente un año lectivo, ya que la muchacha cumplía una suplencia y al reintegrarse al puesto la profesora titular, debió dejar el cargo.
Para peor desgracia de la pareja, esta contingencia coincidió con un aumento de trabajo en el laboratorio, con la consiguiente carga de horas extraordinarias de ocupación para la muchacha. Y como broche final, los padres de ella, al tomar conocimiento de que el pretendiente de la joven era un soñador empedernido, se opusieron al noviazgo.
Esa actitud paternal echó un balde de hielo a la relación, pues ella no se animó a contradecir tal imposición paternal.
Este fracaso sentimental hundió a Simón en una profunda depresión, no soportaba más ir a ese colegio donde cada espacio le recordaba a su amada perdida.
Renunció a su cátedra, sin más trámite.
Por fortuna, otro amigo libertario le consiguió un trabajo como corrector de estilo en un periódico sensacionalista, de gran tirada. Gracias a este trabajo Simón no se sintió tan alejado del mundo artístico, pues de continuo se informaba sobre cuanto hecho cultural acaecía en la ciudad.
Tras unos años de actividad en esa empresa comprobó que lo que en un principio parecía una transitoria disminución de su actividad creadora, se había convertido en una ausencia completa de producción literaria, de modo que empezó a emplear su arte en los textos del diario.
Esta novedosa actitud no pasó desapercibida, pues tras unos pocos vocablos demasiado cultos para los lectores, en los textos de la sección arte y ocio, Simón pasó a emplear sofisticadas argucias literarias para las noticias policiales.
Al poco tiempo lo echaron de la redacción, no sin antes haberle advertido repetidas veces que esa manera de redactar no era el estilo editorial característico de la publicación.
Con el paso del tiempo, su modo de expresarse se tornó más hermético e ininteligible.
Su obra se tornó imposible de dilucidar; con inusitada frecuencia, aquellos que tenían la oportunidad de escucharlo, en algún café literario, finalizaban la audición con una discusión acerca de lo que había querido decir el artista en ese extraño y amorfo poema.
Finalmente, ya aburridas de sus reiterados argumentos, sus amistades dejaron de frecuentarlo, o mejor dicho, comenzaron a esquivarlo.
Sin comprender lo que le pasaba, el poeta se vio de buenas a primeras solo, incomprendido y librado a su suerte.
Por esas cosas del destino, que trocan un desatino en un acierto, la tirada de aquel poco exitoso cuadernillo de poemas primigenio resultó excesiva, lo que significó que quedara en poder del autor una enorme cantidad de ejemplares. Gracias a ello, comenzó a vender al menudeo tales publicaciones en los colectivos. Allí, en cada vehículo que abordaba, Simón recitaba un corto poema a los adormecidos pasajeros, para que -eventualmente- alguno de ellos le adquiriera un ejemplar. Con esta actividad comercial el poeta ayudaba a solventar sus gastos más elementales.
Hoy ya se lo puede ver trajinar por cualquier calle perdida de la ciudad, demacrado por el paso de los años y la mala alimentación. Su melena, rala y entrecana, no luce como antaño. Su traje negro de casimir cruzado, prenda que engalanó sus mejores días, luce raído y mugroso, al igual que la gastada tela de su camisa de algodón egipcio. Complementa el cuadro un calzado sin lustre, acorde a su actual aspecto miserable. Sus anteojos, de cristales opacos y armazón rota, escasamente lo ayudan a leer los libros pringosos de enésima mano que puede conseguir ocasionalmente en librerías de mala muerte. Ya nadie lo acompaña ahora.
Deberemos suponer que Simón se siente realizado.