sábado, 30 de junio de 2012

Anselmo, el bromista

NdR: 
Este texto es un homenaje a esos personajes, entre desenfadados y creativos, que nos han acompañado desde nuestra niñez hasta nuestros días. Causantes tanto de risas irresistibles, como del desarrollo de nuestros sentidos, para no ser víctimas de sus bromas. A ellos debemos momentos inolvidables, tan cercanos a lo que sería la felicidad.

Pareciera que tomarse las cosas a la chacota hubiera sido la razón de su vida. Nunca perdía una ocasión para reírse a costa de los demás.
Como resultado de esta conducta, solía gastar todo tipo de bromas a cualquier amigo que estuviese cerca, una costumbre que, con el paso del tiempo, extendió hacia simples desconocidos o desprevenidos que se le pusieran a tiro.
Su maldad insana lo había impelido a cometer todo tipo de acciones de vandalismo desde la más temprana edad, por el solo hecho de disfrutar de las consecuencias. Tanto es así que se vanagloriaba de relatar sin pudor que entre los hábitos más sofisticados y reiterados de su niñez figuraba la costumbre de ensuciar los picaportes de las puertas de acceso a las viviendas del vecindario con todo tipo de sustancias hediondas o que teñían la piel. Se desternillaba de risa cada vez que comentaba anécdotas basadas en su costumbre enfermiza de tocar los timbres en las casas del barrio y salir a las corridas con sumo sigilo y sin dar aviso de ello a sus eventuales compañeros de camino.
De sus confesiones surge que: tirar cascotes a los techos de chapa de los vecinos, arrojar terrones de tierra negra en veredas recién lavadas, apedrear luminarias públicas y privadas, taponar albañales con bolsas de arpillera o desinflar todos los neumáticos de los automóviles estacionados eran una constante de su conducta infantil. Con lágrimas en sus ojos, no como resultado de la emoción nostálgica, sino por encontrarse tentado por la risa, confesaba como le intercambiaba subrepticiamente los útiles a sus compañeros de primaria, acción con la que lograba dar origen a agrias disputas entre ellos, que se acusaban mutuamente de querer hurtar tales elementos, todo un espectáculo para el regocijo íntimo del niño Anselmo.
Por sus dichos resulta evidente que, mientras otros niños de su edad soñaban con adquirir juguetes de diverso tipo, el pequeño Anselmo dilapidaba sus pocos ahorros en la compra de chascos y otros artilugios, que utilizaba para reírse a expensas de los incautos que se le acercaran. Era así que convidaba a sus desprevenidos compañeros de grado con caramelos que les pintaban la lengua de colores extraños, o que resultaban en extremo picantes, o bien demasiado salados, o simplemente purgantes.
En cuanto detectaba un corrillo de niños que departían entre ellos, ensimismados y animosamente, arrojaba de improviso las consabidas ampollas de vidrio rellenas de ácido sulfúrico, llamadas “bombitas de mal olor” que inundaban de inmediato el ambiente con su aroma fétido característico.
Tales travesuras en la escuela lo hacían acreedor a continuos castigos, consistentes en largos períodos de penitencia; momentos donde debía quedarse aislado del resto de sus compañeros, ubicado en un rincón alejado del patio del establecimiento, un espacio rodeado de maceteros enormes con plantas mustias, víctimas de sus orinadas sistemáticas.
Su paso por la escuela no fue nada exitoso, pues repitió el tercero y el quinto grado, lo que le daba una mayor ventaja a la hora de aprovecharse de la ingenuidad de sus compañeros de menor edad, para hacerlos presa de sus chanzas.
Parece mentira que exista gente como él, que logran incomodar con su sola presencia, pues al ser conocedores de sus manías sus amigos y familiares se sentían siempre amenazados con una inesperada tomadura de pelo o —quizás— una broma de mal gusto.
Con el paso de los años comenzó a ganarse la vida como actor itinerante, decía él. En realidad, se disfrazaba de payaso y realizaba espectáculos infantiles en plazas o paseos públicos. Desarrollaba allí toda clase de bromas y chascarrillos con los ocasionales curiosos, quienes no sabían si los chistes eran parte de la función o una burla de Anselmo para con ellos. Mientras él se divertía a costillas de esa gente, los niños, inocentes, se reían a las carcajadas y festejaban cada ocurrencia del payaso Malandra, que así se hacía llamar el maldito bromista.
Según ha trascendido, con estas artes llegó a trabajar en alguno que otro circo o teatro de mala muerte, donde se especializaba en monólogos cómicos, casi siempre tomando como referencia y víctima para sus bromas al más insulso de los espectadores.
Entre los varios trabajos que decía haber realizado figuran el de un canillita que vendía los diarios voceando noticias insólitas y falsas; luego hizo de grupí en remates, donde se hacía pasar por un potentado que se mostraba interesado y elevaba con desmesura las ofertas por los lotes y que gozaba cada vez que se le iba la mano, mientras el rematador que lo había contratado transpiraba presa de temor de que se hubiese arruinado la venta; también fue cocinero de fonda, donde se divertía tanto a costillas de los paladares ajenos como arrojando al piso vajilla, para angustia del patrón; fue conductor de colectivo de pasajeros, donde manejaba con extrema brusquedad, sólo para deleitarse con las piruetas que debían hacer quienes subían a ese vehículo; y llegó a ser vendedor en una gran tienda de indumentaria masculina, un lugar donde se divertía al mezclar las prendas que se acomodaban por talle, para infortunio de los restantes vendedores que no conseguían ofrecer a los clientes ninguna prenda con el talle adecuado. Eventualmente, Anselmo gozaba engatusando clientes, que salían felices luego de adquirir un disfraz...
Aunque parezca increíble, solía portar en sus bolsillos una diminuta herramienta. Por medio de dicho dispositivo se las ingeniaba para cerrar la llave de paso del suministro de agua corriente a la primera vivienda que tuviera la desgracia de poseer dicha válvula al alcance de Anselmo. Comentaba que matizaba sus caminatas nocturnas cerrando suministros de agua y cortando la energía eléctrica del alumbrado público. Vale aclarar con respecto a esta última actividad que en esos años no existían los sistemas automáticos de encendido mediante células fotoeléctricas, pues dicha operación (de encendido y apagado de luminarias) la realizaba un empleado municipal.
Ya bastante más crecido, conocedor de lo mal pagos y escasos de dinero que suelen ser los locutores y los conductores de algunos programas de radio, solía identificarse como Elías Salomonski, un comerciante de productos dulces de la comunidad judía quien, entre exagerados elogios al programa y a la labor de sus integrantes, subrepticiamente les anunciaba, mediante una comunicación telefónica, que era el propietario de ese supuesto negocio de comidas y que les había enviado por medio de un cadete una canasta con productos típicos para que degustasen, tanto los animadores como el resto del personal de la radio. Esas canastas jamás podrían llegar, pues todo era una mendacidad suya. Se desternillaba de la risa cada vez que los esperanzados locutores avisaban al aire que aún no habían recibido la preciosa encomienda.
Más adelante, perfeccionó la idea, ya se hacía pasar por el dueño de alguna confitería o bar conocido, vecino de la emisora de radio, solamente para burlarse de unos y dejar mal parados a los inocentes propietarios de tales negocios. En esas ocasiones llamaba desde un teléfono público ubicado en el interior de esos mismos comercios, de modo que se colara el ruido de fondo del local, y simulaba el acento de un gallego. Para lograr mayor credibilidad en su engaño, acercaba al auricular del teléfono una diminuta radio portátil, que llevaba en sus bolsillos, de modo que se oyese del otro lado de la línea el sonido del mismísimo programa de radio al que le jugaba la broma. Los comensales del local lo miraban con extrañeza cuando se retiraba del teléfono público, muerto de la risa…
Poseía la colección completa de las grabaciones del “Doctor Tangalanga”, su ídolo total. Lo adoraba pues ese hombre era un anciano guaso que realizaba fechorías similares o aún mejores con la ayuda del teléfono. También le encantaba la película italiana “Amigos míos”, lo mismo que su saga. En estas cintas, un grupo de hombres, ya bastante crecidos y de apariencia seria, se pasaban todo el día tomándose a todo el mundo en broma.
En reuniones sociales, cuando se comedía a servirle la copa a alguien, inexorablemente se la llenaba hasta que rebalsara, o bien simulaba que le comenzaba a temblar el pulso, de modo de salpicar a la infortunada víctima de su broma.
Si se llegase a tener la desgracia de compartir una mesa de restaurante con este hombre, se debía tener especial cuidado en no tomar el salero (o el pimentero) sin antes verificar que la tapita del mismo se encontrara bien sujeta, pues solía dejarla desenroscada para que se soltara en el momento preciso en que uno quisiera condimentar el plato de sopa o la ensalada. Eventualmente, cambiaba de lugar las tapas correspondientes, todo con el fin de confundir al recipiente de la sal con el de la pimienta.
Acompañar a Ganselli cuando iba de compras era una aventura a lo desconocido. Indistintamente simulaba tartamudez, o hablaba con un tono de voz muy bajo, casi imperceptible, que impedía ser entendido por el vendedor de turno, o se hacía el sordo y hablaba a los gritos, o simulaba una renquera o una progresiva miopía (para esto llevaba un par de lentes con un aumento impresionante, que había encontrado quién sabe dónde), todos trastornos que le impedían realizar la compra deseada. Jamás compró una prenda sin antes hacerle sacar al vendedor todo el muestrario sobre el mostrador del comercio. Describía su preferencia de la manera más ambigua posible, y al final se llevaba algo que no coincidía en absoluto con lo que había solicitado.
Pagaba siempre con el billete de mayor denominación, aún en los negocios más rasposos de imaginar, lo que les causaba a los vendedores enormes problemas para conseguirle el cambio y asegurarse la operación comercial. En cierta oportunidad lo he visto disfrutar, al ver como aquel pobre tendero trajinaba, iba y venía desde los locales vecinos tratando de obtener el preciado cambio, a riesgo de perder la venta si no lo llegaba a conseguir. A todo esto, el maldito de Anselmo Ganselli siempre tenía cambio suficiente en sus bolsillos para pagar la operación. Alguna vez le cuestionaba al comerciante la integridad de algún billete de baja denominación de entre los que conformaban el vuelto, aduciendo que no lo aceptaría. Ni bien dejaba el local y hacía unos pocos metros por la acera se reía a mandíbula batiente de sus ocurrencias.
Ni siquiera tomó en serio a su matrimonio. Se pasaba la vida simulando que vivía tórridos romances con cuanta mujer se le cruzara por delante. Algo por cierto infundado, ya que por su conducta equívoca a las mujeres no les interesaba demasiado mantener una relación con él: podían quedar en ridículo en el momento más inoportuno y observar a la vez como Anselmo Ganselli se reía de ellas.
Si bien su esposa nunca creyó ese asunto de las infidelidades, no llegó a soportarlo ni siquiera un año. Incluso, al separarse, le cambió la cerradura de la casa para que él no pudiera volver. Anselmo, en broma, le inyectó —por medio de una jeringuilla— la conocida “gotita” adhesiva dentro de la ranura para la llave. Se reía de esta acción cada vez que tenía oportunidad de contárselo a alguien.
En tiempos en que ya peinaba canas se había especializado en los juegos de palabras, de modo de utilizar ambigüedades para referirse a todo tipo de temas. De este modo, descolocaba a sus interlocutores, quienes no entendían nada de lo que parecía decir. Así se daba el gusto de insultarlos sin que se dieran cuenta e incluso al festejarse dichas ocurrencias, los aludidos, que no habían entendido nada de lo que él decía, se reían también, de compromiso, para disimular su ignorancia.
Por su parte, los pobres sordos nunca entendían qué les quería decir este hombre, que gesticulaba con sus brazos y hablaba con tics diversos y muecas significativas en su rostro y con una enorme sonrisa en su boca. En realidad, él no emitía sonido alguno y mucho menos palabras inteligibles, de modo de asegurarse que ni siquiera les resultara posible leer sus labios…
No existe sobre la faz del planeta Tierra un solo transeúnte o conductor de vehículo que le haya preguntado sobre cómo debía hacer para dirigirse hacia un lugar determinado y que haya recibido de parte de Anselmo Ganselli una indicación correcta.
Las lenguas viperinas comentan que cuando murió, ya anciano él, se hizo velar con el cajón cerrado. Aducían estas gentes que se había tomado tal medida precautoria ante el riesgo de contagio para con los asistentes al velorio, pues Anselmo Ganselli había fallecido por causa de una enfermedad muy transmisible.
En realidad (me lo contó un empleado de la empresa de pompas fúnebres, mi primo Tancredo Amarguedez), Ganselli hizo llenar el cajón con adoquines, lo que causó gran desasosiego y esfuerzos supremos entre los comedidos a llevarlo de aquí para allá, tanto en la casa de velatorios como en el cementerio. El religioso de turno dijo emotivas palabras ante un ataúd pedregoso. Fue su penúltima broma.
Su cuerpo había sido cremado previamente y en secreto; y las cenizas resultantes las había recibido su sobrino quien, además de ser el dueño de la funeraria y heredar su conducta humorística, cumplió con una solemne promesa que le había hecho en vida a su tío: espolvorear sus restos desde el balcón de su mismísimo departamento, ubicado en un quinto piso, en la calle Anchorena, sobre los desprevenidos transeúntes, que no entendían de qué se reía a las carcajadas ese muchacho que asomaba al balcón del quinto piso y sacudía una sucia alfombra.
        

miércoles, 27 de junio de 2012

Tacaño

Hay personas muy generosas, que siempre comparten lo que tienen con los demás, ya se trate de poco o de mucho y que —además— lo hacen siempre de la manera más desinteresada y loable posible.
Se destacan por su accionar desprendido, solidario y bondadoso; tal actitud la ponen de manifiesto tanto con sus familiares y amigos, como con un desconocido.
Entre los habitantes de las localidades del interior, estas virtudes son practicadas con naturalidad y en el caso de Deán Funes, una típica ciudad del norte cordobés, había gran cantidad de vecinos a los que se los podría encuadrar perfectamente dentro de este modelo.
Guillermo Caimano se destacaba entre todos los habitantes de la comarca, en cambio, por su egoísmo y avaricia.
Desde muy pequeño se le había manifestado esa tacañería contumaz que lo marcaría por el resto de su vida.
Una prueba temprana de su conducta la pudimos apreciar en ocasión de la fiesta de cumpleaños de Toñito, un chico de la cuadra. Aquella tarde, habíamos sido invitados a la reunión una gran cantidad de pequeños del lugar, incluso Guillermito; quien ya puso en evidencia su personalidad ni bien se presentó al festejo: llevó de regalo una caja de bombones, que presentaba el envoltorio algo maltrecho y a la que ya le faltaban algunas piezas, víctimas notorias de su voracidad no reprimida.
Aquella fiesta siguió su transcurso sin otro hecho relevante, hasta que llegó el momento en que nos invitaron a dejar de jugar y de corretear por el patio de la casa, para acercarnos a la mesa de la comida y así disfrutar de las delicias de una suculenta merienda.
En ese instante nuestro amiguito comenzó a acaparar las galletitas, varias porciones de budín, unos chips untados con paté, unos diminutos cubanitos bañados en chocolate y unos pequeños panqueques rellenos de dulce de leche que, con gran esmero, había preparado doña Felipa, la madre del homenajeado.
Guillermito depositaba sobre el mantel, justo frente a él, toda esa batería de exquisiteces, a las que cubría con sus brazos para que nadie osara quitárselas.
Decía —nerviosamente—, mientras hacía un acopio especial de aquellos diminutos panqueques delante de su posición en la mesa:
— “Este es para mí, este otro también es para mí y este otro, y este…”
Entre atónitos y tentados de risa por su inesperada acción, los demás pequeños festejábamos su ocurrencia insólita. Todos menos Panchita, la hermanita menor de Toñito, quien, al observar que no le quedarían bocadillos para comer, se puso a llorar sin consuelo.
El llanto de la niña llamó la atención de doña Felipa, quien, de inmediato, tomó nota de la situación y reprendió a Guillermo; le dijo que no debía hacer eso, que la comida debía repartirse entre todos. Con lo que logró un redoble en nuestra hilaridad.
Pasado un rato y ya calmadas nuestras risas, con asombro, comentamos entre nosotros acerca de lo egoísta que era Guillermo:
— “Mirá que manotear todo para él solo…”
No recuerdo que jamás hubiera traído una pelota de su propiedad para jugar al fútbol, mucho menos que diera un pase de balón cuando jugábamos un partido.
Pasados los años, fue un hecho natural para nosotros que, de ser vecinos de cuadra durante la niñez y la adolescencia, pasáramos luego a convertirnos en compañeros de trabajo en los talleres del ferrocarril que había en el pueblo: ambos éramos hijos de ferroviarios y por tal condición ya teníamos adquirido el derecho de ingresar como agentes en esa repartición.
Como no podía ser de otra manera, muy pronto quedó al descubierto, ante los restantes compañeros de tareas, la avaricia de Guillermo.
Al poco tiempo que ingresáramos ya se referían a él como Caimán; dejaban de pronunciar la última letra del apellido, casi como al descuido. Lo hacían con premeditación, con toda la intención de hacer ver que este hombre parecía guardar caimanes dentro de sus bolsillos, bestias feroces que, a dentelladas, le impedían meter sus manos para sacar dinero.
Era curioso, pero la boca de este muchacho era de un tamaño desmesurado, sobresalía su dentadura de enormes piezas, esto hacía que el apodo fuera malinterpretado por aquellos que no sabían de su avaricia, ni del real motivo por el que se había ganado el mote.
Guillermo tenía ese extraño don de hacer sentir culpables a los demás, pues cada vez que debía realizar un gasto extraordinario, su rostro se veía acongojado, con su mirada perdida, como si estuviera frente a una tragedia irreparable; aunque -en realidad- lo único que hiciera fuese, por ejemplo, pagar un par de docenas de facturas de panadería, luego de que todos los demás integrantes del grupo de comensales ya hubiesen hecho –a su debido turno— lo mismo.
Cuando llegaban esas facturas, que encargábamos nosotros y pagaba él, se les abalanzaba encima para asegurarse de ingerir aquellas de su predilección y que, por no extraña coincidencia, resultaban ser siempre las más ricas del conjunto. Ese día era él quien más facturas comía de entre los del grupo. Mientras, todos lo puteábamos al unísono, sin lograr que se inmutara en lo más mínimo.
Si por casualidad había algún compañero del trabajo que se casase, o tuviese un hijo, o le pasare otra situación por el estilo, incluso trágica, el miserable desaparecía misteriosamente, hasta que se dejaba de organizar y de recibir los aportes para una colecta solidaria.
De convidar, ni hablar.
Casi siempre se traía la comida hecha desde su casa; solía esconderse en algún recoveco, donde la iba a comer solo. Nunca supimos a ciencia cierta si lo hacía para no convidarnos de su almuerzo, o porque ese alimento era una bazofia de tal magnitud que le daba vergüenza que comprobáramos que se alimentaba miserablemente.
Se lo podía ver todo el tiempo vestido con el uniforme que le proveía el ferrocarril. Esta costumbre no era el resultado de un excesivo celo por el trabajo, lo hacía para no gastar su dinero en la compra de vestimenta propia.
Pero, pese a todo este estilo de vida amarrete, las cosas de la vida le salían bien.
Dicen por ahí que “Dios da pan a quien no tiene con qué mascar”. Debe ser cierto, pues Guillermo tuvo la suerte colosal de casarse con la más bonita del pueblo. Acaso sea por la famosa “Ley del embudo”, que proclama: “la más linda va con el más boludo”.
Las señoras que saben todo sobre el pueblo cuchichearon desde siempre acerca de que Susanita (la bella esposa de Guillermo) se había casado con él solamente por interés, pues suponía que el muchacho ya tenía por entonces mucho dinero, fruto de su tacañería.
Para desgracia de esa muchacha, el casarse y acceder a una vida acomodada no fue el resultado logrado; pues Guillermo manejaba el dinero de la casa con mano férrea y no permitía el más mínimo derroche. Digamos que ni se hizo una fiesta de celebración de los esponsales; todo ello con el fin único de ahorrar en gastos, considerados como superfluos.
El casamiento no cambió en nada los hábitos de Caimano, quien —además— no permitió que su esposa tuviera un modo de vida discordante con el suyo.
¡Pobre mujer!, pensábamos todos en el trabajo, tener tanto dinero cerca de ella y vivir de esa manera tan austera, por no decir mísera. Sus vestidos los había comprado en una mesa de saldos, al igual que sus calzados, un espanto que -sin embargo- no llegaban a desmerecer del todo su belleza sin igual. Sus cabellos cortos, a lo varón, para ahorrar en peluquería y productos cosméticos, le favorecía en gran medida.
Caimano acostumbraba a esconder su patrimonio en inversiones diversas, que nadie podía saber cuáles eran. Seguramente que, con esa actitud, evadía impuestos de una manera salvaje; pues cuando debía hacer su declaración jurada nunca tributaba ni siquiera un monto mínimo. Y todos sabíamos que atesoraba una fortuna.
Imaginamos que la enorme tensión que le ocasionaba mantener protegidos y ocultos sus bienes, con el fin de que no se mermen o los detecte el fisco, era algo que lo tendría preocupado; puesto que un mal día (para él) se infartó del corazón.
Tras larga espera en su domicilio, lo llevaron en una ambulancia rotosa al Hospital Provincial, donde -se refiere- clamó por atención desde una camilla, dejada en un rincón de la guardia. Como no había médicos libres suficientes para atenderlo, estuvo en esta situación por lo menos media hora, hasta que un médico practicante de primer año le brindó los primeros auxilios: acciones que le permitieron salvar la vida.
Como resultado de todos estos avatares, Caimano presentó una demanda judicial contra el hospital, donde exponía perjuicios sufridos por mala praxis médica, abandono de persona, daño moral y una serie interminable de imputaciones.
Para dar curso al pleito, contrató los servicios de un abogado de Córdoba Capital, conocido tanto por los métodos inescrupulosos que empleaba, como por su infalibilidad. En fin, un personaje hecho a la medida de las ambiciones de Guillermo Caimano, tanto que, por el coincidente parecido físico entre ambos, los muchachos del ferrocarril lo llamábamos “El Clon del Guille”.
Tras largos años de trámites y diligencias, la sentencia del juicio resultó favorable a las pretensiones del demandante. Como resultado, debía cobrar una cantidad inmensa de dinero (se rumoreaba que de varios millones de pesos), algo que Guillermo había soñado todos los días durante aquellos años y que al tornarse real lo llenó de fruición.
Tal ensoñación le duró poco: precisamente hasta el momento en que su avieso abogado le cobró los honorarios del caso. Ese mismo día Guillermo se infartó otra vez.
Y lo llevaron nuevamente, en la misma ambulancia, al Hospital Provincial.
Pero, pareciera que esta vez el médico practicante que había en la guardia del hospital no escuchó sus súplicas y en lugar de correr para brindarle atención se fue a tomar unos mates y a departir amigablemente con unas enfermeras.
Esto resultó fatal para el infartado.
Las mismas señoras que saben todo sobre el pueblo, sugieren que este joven médico sabía que su predecesor, tras años de un ejercicio intachable de la profesión, había perdido su matrícula profesional por culpa del juicio que le había entablado Guillermo Caimano.
Fue entonces cuando la flamante viuda se buscó un jovenzuelo, de alrededor de unos veinticinco años de edad, con muy buena presencia y mejor predisposición para los arrumacos.
Ambos están ahora de paseo por Tahití, o quizás sea por Italia, o también (quién sabe) pudiera ser que se hallen en un crucero de lujo por el Caribe.
Me lo comentó Doña Tota, una de esas señoras bien informadas.
    

lunes, 25 de junio de 2012

El camionero

Aquel día, para volver a mi casa, no tuve más opción que hacer “dedo” (eso que ahora llaman “auto stop”) para conseguir un medio de transporte con el cual movilizarme en esos caminos perdidos del norte argentino.
A tal fin, conseguí que me acercaran hasta el puesto policial de “El Abra”, situado justo en el límite entre las provincias de Catamarca y Tucumán.
Entre quienes se detuvieron -obligados- en ese lugar de control del tránsito hubo un camionero atento; me hizo el favor de llevarme en su Mercedes Benz 1114.
Se trataba de un hombre joven, rondaría los cuarenta años, delgado y de cabello pelirrojo, llevaba la barba crecida como  de unos tres o cuatro días.
Ni bien me senté en el asiento del acompañante, nos presentamos y entablamos la obligada conversación circunstancial, la que toda persona desconocida comparte durante su recorrido por los caminos de Dios.
Así fue que me enteré que estaba casado y que tenía unos cuantos hijos; que aquel camión era de su propiedad, el fruto de años de trabajo y de esfuerzos; que con él se dedicaba a efectuar traslados de carga variada por esa caldeada zona del norte de nuestro país.
Más temprano que tarde, me hizo saber que iba a detenerse un rato, para visitar a una amante que vivía (¡vaya casualidad!) en medio del trayecto por el que íbamos.
No cabe duda que esto ya lo tenía bien premeditado.
Me comentó que se trataba de una mujer que lo trataba muy bien, que era muy cariñosa, etcétera. De su familia no volvió a hablar en el resto del viaje…
En ese entonces aún no se había construido la ruta asfaltada que hoy vincula Tucumán con San Fernando del Valle de  Catamarca, de modo que el camino de ripio era lo suficientemente estrecho y desnivelado para hacer que la travesía fuese un viaje agotador, más aún para aquel que lo debiera transitar en un vehículo de carga.
Luego de recorrer un buen tramo de camino, paramos frente a una casa, de apariencia humilde y perdida en medio de esa nada; de allí salió una morocha grandota, de cabellos teñidos en un castaño claro indefinible. Ataviada con sus ropas de entre casa, estaba acompañada por un par de críos (estimo que suyos), quienes también a los gritos le daban la bienvenida al camionero.
El transportista besó a todos los de la casa y acto seguido la mujer se abrazó a él.
Yo también descendí del camión, y al pasar pude ver que en el radiador del mismo se le habían pegado unos cuantos bichos. Es coherente, pensé.
Esa mujer, de edad indefinible, con gran deferencia me ofreció la hospitalidad de su modesto hogar: un lugar para sentarme a la sombra, junto a ellos, al reparo del calor reinante; me convidaron con una bebida gaseosa fresca, para aplacar la sed del viaje y lubricar la polvareda del camino estacionada dentro de mi garganta.
Con gran alegría, la mujer le comentaba quién sabe que minucias; mientras hacía toda clase de mohines y adoptaba una postura de nena boba, que no le quedaba para nada natural. Él le prestaba atención a toda esa cháchara insustancial con una sonrisa.
Se los veía felices.
Luego de algo así como una media hora de descanso reparador, nos levantamos de nuestros frescos asientos  para proseguir con aquella calurosa travesía; como es público y notorio, los camiones de esa marca y modelo carecen de aire acondicionado en sus cabinas.
La despedida entre esa gente no puedo decir que haya sido apática, en verdad fue una repetición de aquella ceremonia bulliciosa que presenciara a nuestra llegada.
Sin dudas, la billetera del camionero estaba más liviana.
           

viernes, 22 de junio de 2012

Filósofo aficionado

Es consciente de su propia ignorancia; y también de los perjuicios que tal carencia le ha generado a lo largo de su vida.
Al provenir de una familia de campo, las costumbres de la ciudad le resultaron siempre extrañas y novedosas. Es por ello que debió desentrañar, a fuerza de desengaños, los códigos de conducta que rigen las relaciones humanas en el ámbito ciudadano; un mundo conformado por una serie de comportamientos diversos, poco comprensibles para su cultura campesina.
Además, su origen colla constituye un escollo adicional para el desarrollo de su vida de relación.
Morocho, robusto y bajo, gusta de ir siempre vestido de saco y corbata. En opinión de todos, el diseño de esas ropas y el colorido de las mismas nunca suele combinar.
Él, en cambio, estima que está ataviado con elegancia, y hace gala de ello, pues tales mezcolanzas le resultan en extremo agradables. Adoptó la costumbre de simular que se abrocha el botón delantero central del saco, un ademán inútil, ya que invariablemente la prenda le queda estrecha y por lo tanto incómoda. Es así que jamás se lo ha visto con un saco prendido como corresponde.
Se presenta a trabajar con sus cabellos bien arreglados, para lo que emplea ingentes cantidades de fijador, de modo de poder dominar —acaso en parte— la rebeldía de su duro pelambre. Huele a colonia barata.
Trabaja en una repartición de la Municipalidad de San Pedro de Jujuy, para más datos: dentro del área de Tránsito. En ese departamento es común que acudan a él —en busca de asesoramiento sobre tal o cual reglamentación vigente— alguna de las muchachas encargadas de realizar el control del tráfico en la ciudad, cuya misión fundamental consiste en realizar las consabidas actas por contravenciones, que casi siempre son a causa del mal estacionamiento de los vehículos.
En ese ambiente laboral se lo considera bastante ducho e instruido, lo que genera no pocas envidias entre el personal restante.
Su versatilidad para responder a cualquier tipo de inquietud ajena es el fruto de una ardua tarea de capacitación. Horas de lectura han logrado ilustrar al antes rudo campesino, hasta convertirlo en un personaje conocedor de infinidad de temas.
Cuando alguien le efectúa algún tipo de requerimiento que este hombre consideraba como trivial, suele observar con suficiencia a quien lo consulta y esboza una sonrisa socarrona en su rostro.
En otros casos, tal mueca se transforma en una sonrisa de compasión si quien le comentase sus descubrimientos se tratara de un niño. En cambio, si quien le inquiere algo es una mujer, de preferencia joven, observa con detenimiento sus encantos físicos, mientras las palabras que ella emite sólo suenan en sus oídos como un agradable murmullo de fondo.
Si bien presta su cara a cuanto personaje se le arrima a contarle sus cuitas, bien pocas veces suele dar un consejo personal; casi siempre evade comprometerse en brindar una respuesta contundente, pues considera que podría herir la susceptibilidad de su interlocutor al poner en evidencia sus fallas.
Ignacio Bilca Gutiérrez nunca se muestra interesado en las preguntas, ni da la impresión de dar una respuesta satisfactoria: casi siempre parece ido de este mundo.
Responde a su interlocutor sin un gran entusiasmo. Curiosamente, sus contestaciones, por más escuetas y generales que parezcan, resultan ser siempre acertadas y convenientes.
A diferencia de casi todos sus compañeros de labor, su orgullo le impidió siempre ser un obsecuente con el palurdo jefe de aquella repartición, Helmut Gräss, un descendiente de alemanes que ocupa ese cargo más en razón a sus relaciones familiares y de amistad con personas importantes, que por sus propios conocimientos y aptitud. Este hombre, en contraposición con su subordinado, es tan rubio y blanco como insulso y pazguato. Como resultado, el colla Bilca Gutiérrez siempre resulta injustamente postergado a la hora de las promociones y los premios.
Ignacio, entre sus habilidades puede exhibir la de ser un conocedor reputado de las plantas silvestres de la zona. Ha logrado que en esa oficina multitudinaria todos se llenen de curiosidad por saber con qué cuernos prepara ese té de yuyos misterioso; el mismo con el que matiza la apatía de las tareas de la oficina cada media mañana
Él nunca ha mencionado (ni siquiera al pasar) cuál es la composición de tal mezcla de hierbas. Y ese mejunje exuda un aroma tan dulzón y fuerte a la vez, que lo torna agradable al olfato; incluso para quienes poseen sus sentidos adormecidos, por causa de la sistemática costumbre de mascar hojas de coca.
A todos les consta el poder diurético y laxante de tal infusión; pues Ignacio suele desaparecer de esa diminuta oficina, de manera sistemática, a los tres minutos de haber bebido su jarrito enlozado.
Lee siempre libros forrados con papel madera, por lo que no es posible saber sobre qué tratan los mismos. Alguna vez, ante un descuido de este hombre, durante su huida matinal al baño, una compañera de oficina, Ramona Reyes Cajal, tomó entre sus manos uno de estos libros y pudo comprobar con asombro que se trataba de un volumen con textos incomprensibles, de algo que no supo precisar en lo más mínimo, por lo que comenzó a reírse de los mismos por no saber qué otra cosa hacer. Lógico: si en su vida esta mujer sólo había leído fotonovelas o revistas de chismes; los libros sobre sociología, filosofía o psicología resultaban un enigma indescifrable para ella.
A menudo se lo puede ver a Ignacio caminar por las calles con un destino incierto y su mirada clavada en el piso: va ensimismado en sus propios pensamientos. Los mismos que, a la sazón, resultan siempre inescrutables para todos.
Por la sucesión de gestos y muecas que pueblan su rostro mientras se desplaza, cualquiera puede suponer que se desarrolla dentro de su cabeza un diálogo entre la razón y la curiosidad intrínseca de su mente inquisidora. Es fácil adivinar que su mente está en un discurrir por intrincados laberintos insolubles; va inmerso en su dialéctica interna, sin un principio, ni un fin.
Porta en uno de los bolsillos externos de su saco un diminuto cuaderno, sobre el que vuelca cada tanto alguna que otra conclusión o idea que le surge en la mente. Ya desde joven se puso de manifiesto en él esa inútil costumbre de soñar que será él quien devele, en un rapto de originalidad, misterios singulares nunca antes resueltos por mortal alguno. Esa misma actitud de escribir sus pensamientos las lleva a cabo en el bar de frente a la plaza principal de San Pedro. Allí, ubicado en una mesa junto a la ventana que da a la calle, se afana en llenar página tras página con letra incomprensible esas verdades reveladas, mientras un pocillo de café —a medio tomar— languidece a su lado.
Por lo general, Ignacio no participa de los corrillos que se arman en ese local, pues ni el fútbol o cualquier otro deporte generan en él ningún interés, mucho menos le interesan los chismes de pueblo o las transacciones comerciales que ahí tienen lugar.
Únicamente suele opinar sobre política. Pero, ante los razonamientos simples de los parroquianos, él siempre intenta desplegar un discurso de erudito, pletórico de referencias a diversos autores y a corrientes del pensamiento. Nadie le entiende nada.
Solterón, por decisión o —quizás— por resignación, Ignacio tiene por costumbre ir de paseo casi todos los fines de semana a la ciudad de Salta, con el propósito de visitar a unos parientes que —suele argumentar— viven allí y que lo esperan con los brazos abiertos.
Alguno que otro compañero de la repartición suele hacer circular el rumor de que no son los brazos abiertos, sino otras extremidades diferentes las que lo esperan en la ciudad de Salta, más específicamente las de algunas jóvenes que trabajan en la avenida San Martín.
Si esta ausencia ocurre a mediados de semana, a su regreso, Bilca Gutiérrez refiere los problemas graves de salud de su tía viejita, que ya no puede ni caminar y se encuentra postrada en cama; una situación que lo ha obligado a realizar el viaje impensado. Lo extraño del caso es que siempre vuelve revitalizado. Y hasta se olvida de mencionar los progresos en el estado de salud de aquella tía anciana, que —a no dudar— deben ser notorios.
El único amor que se le reconoce a Ignacio fue con una señorita oriunda de Salta, de nombre Clarita. Ella lo obnubiló de inmediato, más que por su notable belleza, por la particularidad de ser una mujer ilustrada. No era como las restantes compañeras de oficina de Bilca Gutiérrez, o aquellas chinitas que suelen acudir a los bailes de sábado, que se organizan en los clubes de San Pedro o de Ledesma, donde él acude en busca de ternuras.
Lamentablemente, a más de ser ilustrada, la dama en cuestión resultó ser bastante inteligente, tanto como para relacionarse con el turquito Simón Elías, a la sazón un joven heredero terrateniente, que se caracterizaba por ser bastante papanatas, el infeliz. También se lo veía muy entusiasmado con esta situación al padre del muchacho, el viejo y viudo Mustafá, bien conocido por todos a causa de su avaricia y proverbial debilidad por las mujeres.
Poca chance tuvo entonces Ignacio para conquistarla. Lo de él con Clarita fueron apenas reuniones sociales de coloquial intercambio de información y de pareceres sobre diversas corrientes del pensamiento. Matizadas con algunos obsequios de libros (se dice que entre las páginas de uno de ellos descansa un pimpollo de rosa disecado), con los que el esperanzado galán pretendía hacer notar su cultura y compromiso.
Ignacio se enteró del compromiso nupcial de esta chica con el ricachón justo por la mañana de aquel mismo día en que tuvo que irse, de apuro y por una semana, para cuidar otra vez a su tía anciana, aquella que vivía en la ciudad de Salta. 
Parece que los cuidados que tuvo que prodigar a la viejita en aquella ocasión lo tuvieron a mal traer, pues Bilca Gutiérrez volvió hecho un espectro: ojeroso y flaco. Y sin que le quedara un peso en el bolsillo, por causa del elevado costo de los medicamentos que había tenido que adquirir, arguyó el desgraciado.
Desde que se tienen noticias sobre él, alquila una de las piezas de la casa de la familia Toranzo, ubicada sobre la calle Gobernador Tello, casi esquina Bartolomé Mitre. Ocupa una habitación diminuta que está edificada en el fondo del lote. Un espacio que, pese a lo reducido de sus dimensiones, alcanza para que Ignacio la llene con sus libros: los tiene acomodados por todos los rincones del cuarto.
Sobre una de las paredes de la estancia y colgada de un clavo enorme pende una guitarra criolla (un instrumento que nadie le vio pulsar jamás), mientras que sobre una pequeña mesa, adyacente a la puerta de entrada a la pieza, hay un anafe a gas de garrafa, sobre el que descansa, perenne, la pava. Seguido a esta mesa se encuentra otra, más pequeña, situada bajo una pequeña ventana de balancín, la que utiliza tanto para comer como para leer, o para planchar sus ropas. Está acompañada por una silla de madera con su asiento de paja, gastado por el tiempo y el uso.
Completa el ambiente la cama de una plaza (de supuesto estilo Provenzal) con su correspondiente mesita de noche y el velador barato, provisto de una pantalla ennegrecida y vieja, resultado de extensas sesiones nocturnas de lectura. Bajo la cama se esconde la bacinilla, ya que el cuarto de baño queda bastante alejado de la pieza. Aquí, en este ambiente de escasez, demuele sus horas Bilca Gutiérrez.
Asiduo asistente a cuanto asado, o agasajo, organicen los empleados municipales, se destaca entre todos por su poca resistencia al alcohol. Ni bien toma un par de copas del ordinario vino de damajuana, con el que se acompañaban tales ágapes, ya comienza a ponerse denso.
Filosofa sobre los pensamientos de los griegos, de los romanos, de Spinoza, de Hegel y de Pancracio Costas, un ignoto filósofo de cabotaje que residía en el pueblo de donde proviene Ignacio. Sin dudas a ese hombre debía él su temprano interés por la filosofía y otras ciencias elevadas del pensamiento; mas no podría atribuirse a Pancracio mérito alguno que no fuese el de despertar una vocación; es más, Bilca Gutiérrez, en esos momentos de fugaz alegría, causados por la ingestión del alcohol, suele mezclar algunas supersticiones indígenas, que le hubiera referido Pancracio alguna vez, con pensamientos clásicos de Kant, o Marx. En estos casos, los demás contertulios lo observan absortos, con la boca abierta, sin entender nada de lo que Ignacio arguye.
Irremediablemente, Bilca Gutiérrez termina aquellas tertulias dormido, tirado sobre una silla plegable, en algún rincón del quincho donde se organiza la reunión.
Lo despierta un chorro intempestivo de soda en el rostro, que algún gracioso de turno, también pasado de vino, le prodiga.
A los tumbos se dirige entonces hacia su vivienda, donde lo esperaban los libros… y su soledad.

miércoles, 20 de junio de 2012

Aquel bebé


A. E. M.
 1
Siempre se alega que la belleza aligera la dureza del camino a recorrer. Benditos aquellos bebés bonitos, pues desde sus primeros días reciben adulaciones, halagos y ternuras, asociados a su belleza. La atmósfera que se respira alrededor suyo es de felicidad y orgullo.
Incluso, se los compara con las criaturas más bellas, las que sirven de modelos publicitarios, convencidos todos de que el bebé es más hermoso aún que aquellos.
En cambio, aquellos lactantes poco agraciados, solo reciben comentarios que los asocian con su parecido al padre, a la familia materna o a una tía anciana y fea. Cuando los halagan, refieren siempre a sus actitudes: los definen vivaces, sonrientes, poco llorones, mansos, buenos. Nunca lindos. Sus parientes los aman (¡qué duda pudiera haber de ello!), aunque se compadecen de su apariencia anodina, cuando no, poco agraciada.
En estos casos, sus padres prefieren ni mirar a los demás bebés, mientras íntimamente culpan a los genes de la familia del cónyuge por la apariencia de su hijo.
Por lo expuesto, pudiera inferirse que la apariencia marcará el destino de una persona. Entonces conviene relatar la extraña historia de Marcos.

2
Según se cuenta, ya de pequeño su belleza llamaba la atención de todos.
En aquellos tiempos lucía una carita angelical y sus cabellos ensortijados y rubios, eran tan claros que parecían los de un albino.
Al verlo, todas las mujeres se maravillaban de la belleza de ese chico, no dejaban de rodearlo y darle besos en esos cachetes tan sonrosados como abundantes. Los ojitos celestes de Marquitos llamaban casi tanto la atención y recibían tantos elogios como sus cabellos blondos. Jacinta, su madre, no escatimaba esfuerzo alguno por mantener a ese bebé impecable.
Ser el centro de la atención y el receptor de los mimos de los circundantes fue una constante durante la niñez del pequeño; a un punto tal, que su llegada a cualquier hogar no pasaba desapercibida nunca: las mujeres en tropel, en especial las más jóvenes, las aún niñas, se disputaban por tenerlo en brazos y brindarle todo tipo de arrumacos y mimos. El festejo de sus mohines con exclamaciones varias de admiración indicaba la presencia del bebé en cualquier ámbito.
El tiempo pasó y el bebé consentido se transformó en niño, sin que la rutina de cariños y elogios que se le prodigaban al pequeño cesara en momento alguno.
Él estaba tan acostumbrado a esa situación, que la aceptaba con un resignado placer; las más de las veces hasta llegaba a considerar este tratamiento como un derecho adquirido; al fin y al cabo, él era una personita especial: lindo y querido por todos.
Vale citar que hasta entonces no había demostrado poseer ninguna otra aptitud o don, mas que el de una belleza física llamativa.
Pero, al ingresar a la escuela comenzaron a notarse sus falencias: era bastante despistado, por decirlo de algún modo suave, un distraído empedernido, o simplemente un individuo carente de aptitud para concentrarse en algo productivo.
Tanto era así que las horas de clase se convertían para el niño en algo tedioso, e interminable.
Como no se destacaba en materia alguna, quizás por carecer de la más importante: la gris; Marquitos, se hallaba siempre perdido en medio de aquellas farragosas explicaciones sin sentido que le prodigaban sus maestras. En consecuencia, el niño optaba en esos casos por sonreír a todo el mundo, en busca de aprobación y de cariño.
Ni el método de enseñanza, ni el sistema de calificaciones de la escuela se caracterizaron nunca por ser demasiado intensivos, ni mucho menos, lo que dio lugar a que esas condiciones menguadas que poseía el niño para el aprendizaje se pudieran disimular con facilidad, detrás de aquella actitud bonachona y simpática. Era a través de esa argucia que se granjeaba la condescendencia de más de una maestra que, admirada de su buena conducta y de su belleza física, lo aprobaba. Marquitos seguía sintiéndose el centro del universo.
Estos antecedentes favorables se prolongaron durante toda la escuela primaria. Sus problemas recién comenzaron a ser notorios con la llegada de la adolescencia.
Al ingresar al colegio secundario, en una institución de asistencia mixta (estudiaba para ser Perito Mercantil), de inmediato las chicas se arrimaron a él como atraídas por un imán, algo que no llamó demasiado la atención a nuestro personaje, pues al fin y al cabo toda su vida había sido el centro de atención de todas las féminas que lo rodeaban. Pero, en este caso, las chicas ni bien se percataban de la personalidad de Marcos comenzaban a perder interés por su persona; notaban que él se sentía el bonito de la pareja (algo inadmisible para cualquier jovencita) y que jamás solía hacer comentario alguno sobre las virtudes (reales o supuestas) de la chica que lo acompañaba. Además, su conversación —siempre referida a sí mismo—, carecía del más mínimo interés para ellas.
Estos abandonos sistemáticos de las jóvenes desconcertaron a Marcos, quien comenzó a preguntarse qué les pasaba a esas locas, que en vez de mimarlo y prodigarle piropos o arrumacos, como siempre había recibido de todas las otras mujeres, en cambio, le prodigaban su interés y se sentían atraídas increíblemente por aquellos otros compañeros, los mas fuleros, aquellos de estampa simiesca.
Comenzó a notar que lo dejaban solo y que evadían sus avances con excusas increíbles.

3
En el vocabulario, o en su inventario de costumbres, no figuró nunca la palabra esfuerzo, ni mucho menos: concentración.
Se acostumbró a vivir siempre a costillas de quienes se acercaban a él, atraídos por su figura (sin duda); luego, con tal de mantener esta cercanía, le colmaban de atenciones, inmerecidas por supuesto. Un fenómeno que comenzó a mermar a partir de que se corriera la voz sobre su personalidad.
Esto preocupó sobremanera a nuestro personaje, que se propuso revertir la situación, a partir de mostrar sus virtudes.
Un mal día se le ocurrió ser artista, en la creencia de que así podría capitalizar mejor sus aptitudes creativas. Resultó un fiasco. No acertaba dar pie con bola: todas sus obras de supuesto arte no resultaban entendibles para la gente, que huía despavorida cuando lo veía acercarse, seguros de que les iba a comentar su última reveladora composición.
Nunca pasó de la mediocridad en sus trabajos. Y eso cuando pergeñaba algo que pudiera merecer el nombre de obra o de composición. 
Todas sus ideas devenían en engendros abominables, carentes del más mínimo significado real, sin dudas fruto de sus desvaríos en los paraísos artificiales en los que ya se sumergía frecuentemente.
Con el paso del tiempo, las dosis de las drogas que tomaba fueron en aumento.
Un amigo (de los que nunca faltan) le acercó en cierta ocasión una planta de cannabis, que Marcos disimuló en el patio de su casa, entre las restantes especies vegetales que su madre cuidaba. Esta mujer no entendía cuál era la gracia de cuidar esa planta que le había traído el hijo, ni cuál era el beneficio de poseer tal yuyo que ni flores daba y a la que Marcos les debía retirar periódicamente (y cada vez más seguido) algunas hojas para que se mantuviera esbelta y saludable.
Aquella tarde en que la madre se comidió a podársela y le hachó todas las hojas más marchitas (y hasta algunos brotes), que sin más trámite tiró a la basura, a su hijo casi le da un ataque…

4
Aquellas mujeres que se le acercaban, encantadas por la belleza y el porte de este muchacho, con el paso del tiempo y el abandono en el que cayó nuestro personaje, fueron alejándose cada vez más.
Para entonces, sólo se le acercaban aquellas más loquitas. Unas chiruzas tan estrafalarias como él. Llenos ambos la piel de sus cuerpos con tatuajes y pobladas con diversos piercing toda su anatomía.
Si bien el cabello rubio y desprolijo de Marcos podría ser tomado al inicio de la relación como el último grito de la moda, bien pronto las chicas sí daban un alarido, cuando se percataban de la mugre y de mal olor que exudaba Marcos, fruto del abandono de su persona y de la falta de higiene en la que había caído.
Es de esa época que comienza en él la manía de encerrarse y desaparecer de los escasos círculos de amistades que aún le quedaban. Valga acotar que su carácter inestable, a menudo agresivo, por causa de sus adicciones, le había alejado más de un circunstancial amigo.
Ahí andaba Marcos, la barba crecida de un par de días o más, los cabellos descuidados y la ropa mugrienta.

5
Hoy, con un poco de suerte, lo podremos ver deambular por las calles de Buenos Aires: mal vestido y peor alimentado, enuncia su discurso de mendigante en corredores de los subterráneos de la ciudad; solicita (por compasión de las mujeres que otrora lo hubiesen admirado) algunos pesos como para poder sobrevivir y pagar algún supuesto tratamiento contra el SIDA que, según dice, lo aqueja.
Sus cabellos rubios con mechones casi blancos de antaño devinieron en una masa de pelo canoso y pardo, sus ojos celestes se enmarcan en unos párpados rojizos y llenos de arrugas…
Ya nadie lo asocia con aquel bebé hermoso de antaño.
     

lunes, 18 de junio de 2012

La elegida

I
¿Quién soy yo para determinar si estas cosas suceden por casualidad o son el resultado lógico de acciones previas?
La disyuntiva entre casualidad y causalidad me excede y son innumerables los pensadores que se ocuparon de este tema, son demasiados los tratados filosóficos que se han escrito para soportar tanto una como la otra posición.
Por ello, solo me queda hacer lo más sensato en estos casos, que es relatar los hechos tal y como sucedieron.
Toda esta historia empezó con la puesta en marcha de aquella fábrica envasadora de tomates al natural.
Tras muchos meses de espera, durante los cuales se había visto construir el edificio y luego montar las máquinas, para beneplácito general, al fin esa industria comenzaba a producir su producto.
Por tratarse de un fruto estacional, los habitantes del pequeño pueblo esperaron ansiosos el día en que comenzaran a recogerse los tomates en las plantaciones, que para ese entonces abundaban en el lugar. Tal actividad se había visto incentivada por la posibilidad cierta de colocar el producido total de los campos en esa factoría.
Esa empresa significaba algo novedoso para esa población, aunque la maquinaria que procesaría la mercadería fuese evidentemente bastante vieja y ajetreada.
Se sabía que dichas instalaciones provenían de otro lugar, aunque no se tenía noticias de dónde. Para el caso, no sería extraño que ya hubieran sido desplazadas de diversas localidades antes de su llegada a la nueva fábrica.
Hasta el menos experto en estas cuestiones podía deducir a simple vista que se trataban de instalaciones obsoletas, de baja productividad, carentes de controles automáticos; por otra parte, estas características resultaban convenientes para los bajos niveles de producción que era esperable obtener en esos pagos de Dios.
Lo más importante de todo el emprendimiento lo constituía la posibilidad de brindar empleo a un sinnúmero de pobladores, de variopintos conocimientos, habilidades y edades.
La predilección, no obstante, residió en contratar para las tareas productivas los servicios de los más jóvenes, con preferencia hacia las personas del sexo femenino.
Como resultado, la línea de producción de las maravillosas latas con alimento, se pobló con la mayoría de las jóvenes del pueblo.
Más allá de las sencillas tareas manuales que debían realizar, repetitivas hasta el cansancio, este ambiente comenzó a ser el campo de competencia para el joven directivo de la empresa que, venido desde la casa matriz, se encargaba del manejo del establecimiento.
Este joven ejecutivo llegaba todas las mañanas en su propio vehículo, un automóvil de lujo importado; que con la polvareda que levantaba dejaba tosiendo a la hilera de operarios que, por ese mismo camino de tierra, ingresaban a la fábrica.
Las muchachas no observaban con tanta atención sus propias tareas como lo hacían con los movimientos de ese hombre cada vez que él se ponía al alcance de su vista.
La apariencia de él, distaba mucho de pasar desapercibida para las muchachas: era un morocho alto y atlético, siempre con su cabello bien recortado y arreglado. Lucía en su muñeca izquierda un reloj suizo de oro, que combinaba perfectamente con el áureo anillo solitario (que poseía una gema enorme, que bien podría ser un zafiro azul) que engalanaba su dedo meñique.
Este hombre, en la flor de la edad, solamente cambiaba algunas instrucciones con el jefe de la línea de envasado y se retiraba a sus oficinas, tan sigiloso y seguro de sí mismo como había llegado. Tras su paso comenzaban los cuchicheos y suspiros de las jornaleras.
Está de más decir que el susodicho galán colmaba las expectativas de todas esas pobres chicas de pueblo.
Algunas, más veteranas por su edad o su experiencia, ya habían llegado a insinuar que “a este chango no le gustan las mujeres”, una manera torpe de expresar su resentimiento al sentirse imposibilitadas de competir por él ante las más jóvenes del grupo.
Ninguna conocía la dentadura del individuo, pues él, a lo sumo, esbozaba una sonrisa a su eventual interlocutor, cuando estaba de buen humor.

II
Ese viernes temprano, Clarita casi se desmaya de la emoción: el hombre por el cual todas suspiraban y a quien se le insinuaban de las más diferentes maneras (al fin y al cabo, cada una de ellas utilizaba las armas que poseía, ya fueran vulgares o presumiblemente sofisticadas) sin tener jamás respuesta, la había invitado a pasar el fin de semana en un lugar turístico cercano a ese poblado.
Clarita, ante esta sorprendente invitación balbuceó un: “con mucho gusto, señor”; e inmediatamente comenzó a sentirse la mujer más dichosa del mundo.
“¡Qué dirán ahora esas arrastradas!” pensaba, al sentirse la más importante entre todas aquellas que trabajaban en ese antro.
¿De qué le sirvió a las hermanitas Rafundi tener cabellos rubios y ojos celestes, o ganar los concursos locales de belleza, si él se había fijado en ella, una morochita de ojos pardos?, se asombraba.
Al llegar a su humilde casa, guardó sus mejores vestimentas y calzados en un bolso y salió a la disparada hacia el automóvil del jefe, que la estaba esperando en la puerta de la vivienda.
“¡Vean vecinas, el hombre que me eligió!”, pensaba íntimamente, mientras una sonrisa socarrona adornaba su joven rostro.
Mientras salían del pueblo en ese formidable vehículo, Clarita tuvo ocasión de observar por la ventanilla cómo las demás chicas, en pequeños grupos, la miraban de reojo y cuchicheaban entre ellas…
“¡Se mueren de envidia, las chinitas!”, se ufanó, a la vez que se repantigaba en el amplio asiento del coche.
La muchacha no podía creer la deferencia con la que la trataba el señor jefe, las atenciones que le brindaba, el hotel lujoso a donde fueron para alojarse y los lugares de ensueño donde la llevó a comer.
Había tenido la oportunidad única de probar comidas diversas y extrañas a su paladar; con sorpresa casi infantil descubrió que algunas de esas preparaciones le gustaban, mientras que otras no tanto; aunque, ante él, había sabido disimular perfectamente tal situación.
Gracias a las posibilidades que les brindaba el automóvil, pudieron recorrer parajes y paseos turísticos desconocidos para ella, donde quedó maravillada ante la presencia de unos paisajes deslumbrantes, que –paradójicamente- se hallaban a no mucha distancia de su querido pueblo.
En todos los casos le había deleitado saber que tras esas magníficas comidas o paseos, sería él quien pagara, con una sonrisa en sus labios, y mediante el empleo de la tarjeta de crédito corporativa. Privilegios de ser un ejecutivo, pensó Clarita.
No conocía cama tan mullida ni amplia, ni que tuviese un enorme televisor a los pies para poder ver los programas de su gusto. Comprobó también, con gran satisfacción, que el muchacho no era ningún maricón, como decían siempre aquellas viejas venenosas…
Durante esos días la comunicación entre ambos consistió básicamente en un monólogo del joven, quien no dejaba de impresionar a Clarita con sus ocurrencias, anécdotas o razonamientos, mensajes muchas veces no del todo comprendidos por aquella muchacha que, no obstante, lo observaba embelesada y festejaba cada ocurrencia.
Al retornar al pueblo ese domingo por la noche, el viaje que la depositó de vuelta en su casa le pareció que lo hacía entre las nubes. Había tocado el cielo.
Nunca había estado en compañía de un caballero como él, que la había colmado de atenciones.
La relación sentimental le traería aparejada una segura  mejora en su condición laboral dentro de la fábrica. La idea de que podría restregarle por las narices a las bonitas del pueblo que ella era más importante que todas ellas, dominaba sus pensamientos.

III
El lunes, al querer ingresar a la fábrica, se sorprendió al igual que todos los demás operarios, al enterarse que la fábrica había cerrado, para siempre.