miércoles, 30 de mayo de 2012

La originalidad

Una de las  razones fundamentales del desarrollo evolutivo de la raza humana es su gran capacidad de aprendizaje, entendiéndose por tal a la aptitud de emular -o de copiar- las conductas de sus semejantes.
Por tal razón, aquellas personas que generan ideas nuevas son tenidas en muy alta estima por sus congéneres.
La puesta en práctica de actividades novedosas suele generar beneficios para quienes tienen la capacidad de crear tales singularidades. No es difícil que sean imitados en su accionar exitoso.
Esos emuladores pueden dar origen a variantes superadoras de la idea original. Incluso aquel que mediante una pequeña variación de la misma, que la dote de un enfoque comercial apto, puede dar lugar a la creencia falsa de que es el genio creativo de esa idea ajena.
El creador exitoso gana una creciente fama. Esta situación lo coloca en la obligación de tener que seguir en esa senda de originalidad por el resto de su existencia; pero, como no siempre estará en condiciones de poder desarrollar ideas originales, se enfrenta a la posibilidad cierta de que su fama decrezca. Y con ella los beneficios asociados.
Ante tal situación, le quedan diferentes alternativas a seguir: resignarse a vivir de las glorias pasadas, copiarse a sí mismo a través de variaciones circulares de la idea exitosa (como un perro que se quiere morder el rabo), plagiar a otros creadores menos conocidos, o darle empleo a creadores profesionales, quienes desde un anonimato pago procederán a seguir alimentando el mito. No hay caso, el ego obliga.
Ante tales posibilidades, la calumnia —hija de la envidia y la mediocridad— siempre pondrá una sombra de duda en la capacidad creativa de las personas.
Este artículo es —probablemente— una copia de otro.

lunes, 28 de mayo de 2012

Un éxito inesperado

Roy Rogers & Sons.
Desde niño lo domina esa manía compulsiva de ver películas de vaqueros.
Cuando en el cine del pueblo proyectaban alguna de estas cintas, su presencia en esa sala era un hecho seguro. Allí se pasaba las horas, sentado en una butaca, mientras observaba una y otra vez esas aventuras que transcurrían en un mítico y lejano oeste americano.
Si en el transcurso de la proyección alguno de los actores entonaba una canción, el ansioso espectador ya la lograba memorizar, a tal punto que, luego de verla por tres o cuatro veces, la podía cantar completa, aunque fuera mediante la utilización de fonética, pues no tenía ni la menor idea de lo que decían las letras de aquellas tonadas.
Dolly Parton, famosa cantante americana.
Es conocido que, ya desde muy chico, se viste siempre con pantalones vaqueros y camisa a cuadros. También era harto sabido que, para asimilar mejor su apariencia a la de un “cow-boy”, solía anudarse un pañuelo al cuello. Como la plata nunca le alcanzaba, no podía darse el lujo de utilizar un par de botas ni un sombrero texano auténticos, de modo que andaba calzado con sus zapatillas de loneta todo uso y llevaba sobre su testa un gorrito tipo fórmula uno, que le habían regalado en un negocio del pueblo, donde se lucía la propaganda de la marca de yerba mate “Desayuno criollo”.
También es leyenda popular que, desde siempre, le gustaron los temas de Kenny Rogers y la prodigiosa delantera de Dolly Parton.
Así es como Pancracio Zelikowicz, conocido por todos como “El Colorado”, hijo de polacos, nacido y criado en Santa Isabel, en el medio del desierto pampeano, en las cercanías del Río Atuel, soñó siempre con ser un ídolo de la canción country.
Por tal razón, no había festividad en el pueblo en la que este fanático de la música del Oeste americano no se anotara para entonar sus canciones. Y no lo desanimaba para nada el hecho de ser blanco de las pullas de los muchachos y la indiferencia de las chicas, él seguía firme en su conducta. Y feliz de poder cantar.
En tales actuaciones se lo podía ver sumergido en la atmósfera de sus canciones, abstraído por completo del mundo que lo rodeaba, con su mente probablemente alejada de la realidad, en una cabalgata interminable por las praderas. En esos instantes pareciera que sólo importaran él y sus canciones.
Al terminar su actuación y bajar del escenario, la alegría era completa: Pancracio se sentía el hombre más dichoso del mundo y los espectadores gozaban de una sensación de alivio inenarrable.
Esta conducta pertinaz la mantiene desde hace tantísimos años.
Hasta que, hace poco tiempo atrás y gracias a las posibilidades que brinda Internet, Pancracio pudo subir a la red unos temas musicales que había grabado bajo el seudónimo de John “Sugar” Truch.
Tal audacia dio como resultado un inesperado éxito popular. Más aún al considerar que sólo se trataba en realidad de unos “demos”, sin mayor pretensión de su parte, grabados de una manera más precaria de lo que pudiera imaginarse, en aquel galponcito sucio ubicado en los fondos de su modesta casa.
En ese espacio íntimo se había dedicado por meses a ensayar canciones con una guitarra que le había comprado su padre en uno de sus repetidos viajes a la ciudad de General Alvear, en Mendoza.
La idea original de su progenitor era que Pancracio aprendiese a tocar esa guitarra para acompañarse en la entonación de tradicionales mazurcas polacas. Por el contrario, Pancracio se dedicó bien pronto a tocar y componer diversos temas en estilo country, todo ello con la loable intención de homenajear de ese modo a aquella tierra lejana de ensueño, lugar maravilloso que llenaba sus horas de tedio y donde acaecían imaginarias aventuras de vaqueros.
En su imaginación febril tenían lugar aventuras intensas, enmarcadas por unos bellísimos paisajes, con rubias y recatadas damas, que al final se enamoraban del galán de turno, que —por cierto— siempre resultaba ser él mismo, o en realidad, su alter ego: John “Sugar” Truch.
Se había puesto de manifiesto en él una inusitada fiebre creadora, pletórica de facilidades a la hora de idear las mejores letras para esas melodías pegadizas; así que esos acordes comenzaron a dar marco a mensajes llenos de poesía y ternura, no lejanos de una nostálgica visión idealizada de un paisaje y de personajes imaginados en el pasado de aquel Lejano Oeste.
Según donde hubiese transcurrido la acción en la última película que viera Pancracio en Santa Isabel, allí ubicaba él la historia mencionada en sus letras.
De casualidad, no hay duda alguna de ello, innumerables navegantes de Internet en los Estados Unidos se sintieron tocados e identificados por sus simples, arcaicas y dulces melodías.
Lo mismo les sucedía con su extraño acento, que se convirtió en un enigma, pues no llegaban a determinar con certeza de qué estado del Oeste Americano provenía, ya que parecía ser de todos y en realidad no se terminaba de definir con claridad como de ninguno de ellos.
Diversos lingüistas anglófonos llegaron a discutir en foros de la red acerca del origen de ese acento inescrutable; hasta se aseguraron lugares y fechas en que había sido empleado por mineros, personal del ferrocarril, tahúres o vagabundos.
Imposible para ellos saber que provenía del poblado de Santa Isabel, de un pampeano que imitaba —o mejor dicho que inventaba sin querer— un acento inexistente en ninguno de todos los Estados de  la Unión. Esa pronunciación extraña tenía su origen en la gran nariz del cantor y su dentadura generosa.
Suerte de principiante se podrá decir, pero la página en Internet de Pancracio se hizo una de las más visitadas.
A nadie llamó la atención que pronto comenzaran a llover las propuestas para que grabara un disco profesional y se presentara en espectáculos por todo el Oeste Americano; fue entonces cuando le propusieron que viniera a cantar aquí, en el Festival de Nashville, el más famoso entre todos ellos. 
El Colorado no lo podía creer.
Y aquí se encuentra hoy, en su camerino, en este cotizado espectáculo, a la espera de que lo llamen para subir al escenario. Mantiene su enigmática figura de “Old shy cow-boy”, con la que apareció ayer en las promociones televisivas, donde el público pudo ver a ese vaquero tímido, que nunca jamás pronuncia palabra sobre el escenario, excepto para entonar las letras que complementan sus agraciadas melodías, entre dulces y pegadizas.
Nadie podría imaginar siquiera que su inglés es desastroso, casi inexistente, que las letras de las canciones se las ha traducido su propia tía, una profesora de idiomas que dicta cursos en el secundario de su pueblo y que los productores, lejos de rechazarlo por estas causas, vieron en él la posibilidad de crear un personaje insólito y sobre todo taquillero.
Ya se sabe, ahora cuando Pancracio entone sus canciones, las adolescentes chillarán como locas, mientras soñarán con ser sus novias (por decirlo de alguna manera), los hombres mayores (gente ruda, sin duda) llorarán ocultando las lágrimas tras sus lentes para el sol, lo mejor que puedan: rememorarán su adolescencia; y las mujeres mayores sentirán reverdecer sus mejores épocas de amor e ilusión. Los niños lo escucharán azorados.
Es bien conocido el fenómeno de ser valorado en exceso, costumbre en la que el público cae a menudo, frente a un cantante popular.
Todos estarán contentos.
¿Para qué quitarles la ilusión?
       

domingo, 27 de mayo de 2012

Prohibido para menores de 18 años

¡Cómo no recordar con nostalgia aquellos cines de barrio!
Bautizados popularmente con el apelativo de “las piojeras”, allí se proyectaban películas prohibidas para menores de 18 años. Constituían lugares mágicos y casi inalcanzables para nosotros, los pibes ya “avivados” desde hacía largo rato que, en plena edad de los descubrimientos, imaginábamos que en sus pantallas se proyectarían todo tipo de situaciones escabrosas y eróticas.
Por lo general, estas salas de exhibición cinematográfica eran obsoletas. Mostraban en sus carteleras internas —ubicadas adrede en la antesala— viejos afiches de propaganda de alguna de las películas que allí se proyectaban (o que se proyectaron alguna vez).  Estos afiches, por lo general, eran de muy mala calidad y se encontraban en mal estado, descoloridos y ajados (en concordancia con las cintas que publicitaban), fruto quizás del inmenso trajín que les significaba pasar de cine a cine. Sin embargo, esas impresiones realizadas en colores desteñidos y con tipografía sensacionalista no hacían más que incentivar nuestra curiosidad sobre las citadas películas.
Para comprar los boletos de entrada, siempre enviábamos al más alto de la barra; quien —además— entre el acné que poblaba su rostro mostraba una incipiente presencia de barba, con lo que aparentaba ser mayor de edad, aunque esto no fuera realmente cierto.
Acceder por primera vez a estos cines significaba una gran excitación, pues no deberíamos estar allí, debido fundamentalmente a nuestra temprana edad y a la falta de permiso por parte de nuestros padres.
Así era que, en una densa penumbra, que no era menguada por el azaroso y desganado alumbrar del acomodador (que jamás tenía un programa de la función), esquivábamos los pozos presentes en el piso de machimbre de los pasillos —con suerte diversa— para terminar sentados en cualquier butaca destrozada.  Acto seguido, y en cuanto nuestra visión se acostumbraba a la oscuridad, todos buscábamos alguna otra butaca donde ubicarnos, una que tuviera -al menos- el tapizado del asiento en buenas condiciones.
Entonces, ya bien ubicados y en compañía del resto de pibes de la barra, nos aprestábamos a observar la proyección ya iniciada.
Por regla general las películas eran viejísimas, casi siempre en blanco y negro, llenas de rayones, proyectadas con una luz parpadeante y de escasa nitidez, fruto de la baja potencia del proyector, que además emitía un ruido impresionante. Para peor desilusión, las cintas padecían de infinidad de cortes, que coincidían justo —pero justo— en las escenas que con más ansiedad esperábamos.
A esa visibilidad desastrosa se sumaban los argumentos de esos filmes, que eran pésimos y el sonido inaudible, debido principalmente al ruido de fondo de la cinta magnetofónica maltrecha y reforzado por el tableteo del mismísimo proyector. Para peor, las películas estaban en idioma extranjero y las traducciones al castellano, se encontraban escritas al pie de la pantalla y resultaban ilegibles, porque el color blanco de las letras se diluía en el fondo claro de las imágenes.
Llegado un punto, las proyecciones se tornaban densas y aburridas, por lo que no quedaba más opción que dedicarnos a joder la paciencia. Ya fuera escupiendo en la oscuridad, dejando caer algo al piso para que rodara ruidosamente debido al declive de la sala, o arrojando objetos diversos a las primeras filas, cuando no, a la pantalla.
Por tratarse de cine en continuado, al finalizar el primer bodrio, nos esperanzábamos íntimamente en que la siguiente proyección fuera mejor. De modo irremediable, lo que seguía resultaba ser otra basura.
Ante tal desgracia, siempre alguno de los del grupo se solía quedar dormido en mitad de la película. Finalmente, nos retirábamos de la sala con premura, pues ya había pasado un tiempo más que prudencial para estar “desaparecidos” y lo más prudente era que regresáramos a nuestras rutinas, de modo que no se notara la escapada.
Siempre había alguno entre nosotros que se llenaba de pulgas.
No obstante todas estas vicisitudes, luego de la función, salíamos satisfechos de esos cines.
Aquella aventura daba lugar a posteriores recordatorios entre nosotros, por lo general de alguna escena (entre borrosa y oscura) donde se había podido atisbar —casi imaginar— el trasero de alguna mujer o bien sus pechos.
Ni qué decir que al resto de nuestros amigos y conocidos, que no habían tenido el coraje de ir con nosotros, les exagerábamos a límites increíbles lo erótico del espectáculo y lo extraordinario de las sensaciones vividas.
Hoy, en cambio, hay que estar con el control remoto del televisor en la mano, atentos, para cambiar de inmediato de canal, cuando -sin previo aviso- aparezcan en la pantalla y frente a la vista de nuestros niños pequeños, las escenas más obscenas o escabrosas, o en su defecto diálogos de lo más procaces y vulgares. Situaciones que suceden a cualquier hora del día.

viernes, 25 de mayo de 2012

Cándida inocencia

a Toño, querido.
Rondaría los ochenta años de edad, las arrugas le cubrían el rostro y ese apagado brillo de sus ojos me pareció que cambiaba, que se encendía en ese momento.
— "De joven, cuando empecé a ir a los bailes me pasó esto, pibe".
Así inició su confidencia de juventud aquel anciano.
— "Habíamos ido a bailar a un club que quedaba sobre la avenida Rivadavia, por el barrio de Flores. La barra éramos una punta de muchachos de mi barrio, que me llevaron con ellos para que ya fuera iniciándome en eso de la milonga. Después de andar un largo rato paveando por allí, estrenando y cuidando mis pantalones largos, fue que la vi.
Tendría más o menos mi edad; estaba vestida con un solero blanco estampado y una falda color beige. Su cabello castaño claro era ondulado y le llegaba a mitad de la espalda, lo llevaba recogido en parte con un prendedor que llevaba por detrás de su cabeza.
Comencé a mirarla embobado, ¡era tan linda! Esperé hasta que se fijara en mí. ¿Te imaginás? Yo daba vueltas y vueltas por alrededor de donde estaba ella y no lograba que me mirara…
De golpe… ¡cruzamos una mirada! y sentí como si un escalofrío me corriera por las piernas, hasta los pies.
Te digo, pibe, no lo pensé ni un segundo y me fui derechito a invitarla a bailar.
Ella estaba paradita detrás de la mesa que ocupaba su familia, de modo que el convite era una parada brava para un muchachito inexperto como yo.
Para mi gran sorpresa, aceptó.
Fuimos caminando juntos hasta la pista de baile, cerca de la mesa, por supuesto, y entonces comenzamos a bailar el tango que estaban propalando por los parlantes del club.
Mientras la tenía cerca de mí pude percibir embelesado su perfume de agua de colonia. Igualito al que teníamos en casa, el de la Franco Inglesa, ¿sabés? Pero no era lo mismo sentirlo en ella que sobre un pañuelo…
Me presenté y ella me dijo su nombre: Beatriz.
Sonaba Sur, un tango del gordo Pichuco y Manzi, cantaba Rivero.
Sur. Nunca olvidaré como lo bailé, me esmeré lo más que pude para llevarla con gracia y delicadeza.
De golpe, se oyeron truenos y comenzó a llover con todo, ya sabés como es eso: una típica tormenta de verano.
Para guarecernos del chaparrón, corrimos hasta un edificio que estaba alejado de la pista de baile.
Mientras sacudía algunas gotas que se habían posado sobre mi saco nuevo, levanté la vista y me encontré con su carita riendo.
Era hermosa.
Mientras llovía a baldazos, charlamos un rato, sobre cosas sin importancia, tanto que ni me acuerdo de qué hablamos. Bueno, así estuvimos un tiempo, hasta que dejó de llover.
Entonces, empezaron a sonar los tangos otra vez y volvimos caminando juntos hacia la pista, donde ya algunos parroquianos intentaban recuperar su lugar entre las sillas y mesas mojadas.
La acompañé hasta la mesa de su familia, que ya se estaba retirando del baile. Ya no bailaría otra pieza con ella.
Se despidió, mientras se alejaba, con esa sonrisa tan linda, su mano saludó en el aire.
Se alejó de mí sin que pudiera siquiera saber su apellido... o su dirección.
Esa noche no pude dormir, daba vueltas y vueltas en la cama. Sólo podía pensar en ella.
Repetidas veces esperé que los muchachos fueran a ese mismo club a bailar, para ver si podía encontrarla de nuevo. Nunca sucedió, ni lo uno, ni lo otro"...
Y cambió de tema, mientras el brillo en sus ojos se apagaba con lentitud.
        

martes, 22 de mayo de 2012

Desubicados

Es seguro que al menos una vez, en algún lugar, nos hemos encontrado desubicados.
El indicador más elocuente de tal situación habrá sido el hecho de no habernos sentido a gusto, una advertencia clara de que nos encontrábamos en un ámbito donde no pertenecíamos. Ya fuese porque nos excedía, como por lo contrario.
Es así que, si de casualidad y por alguna razón extraña, resultamos ser invitados a cierto tipo de reuniones, donde el resto de los invitados no resultan gente de nuestra propia condición y costumbres, resultará obvio que al menos alguno —de entre todos nosotros— estará desubicado con relación a los demás.
Se puede verificar que alguna gente, de poca percepción, cree que podrá disimular sus carencias si frecuenta algún espacio público creado para exclusiva gente pudiente. Con ese fin, se trata de mimetizar con atuendos costosos, aunque mal combinados. Por desgracia, lo único que lograrán es que estos potentados los detecten de inmediato y los ignoren o, en el peor de los casos, los miren con desprecio.
Peor les irá si intentan mezclarse con esos autodenominados “intelectuales”. Esta gente los tomará como unos impostores, indignos de pretender el acceso a esas alturas del saber, que ellos frecuentan.
Resultan patéticos aquellos casos donde estos descolocados, una vez que toman conciencia de hallarse fuera de lugar, tratan de remediar esta situación mediante un vano intento por pasar desapercibidos. Su fracaso es estrepitoso.
En cambio, aquellos otros que ni siquiera se dan cuenta de su situación absurda, sólo causan lástima entre los demás, y a veces hasta hilaridad (como el caso retratado con maestría por Peter Sellers, en su personaje de la película “The Party”).
Por su parte, aquellas personas de modales y costumbres refinadas, habrán de sufrir horrores si terminasen en un espacio no apropiado para ellos. Sentirían vergüenza ajena y deseos irreprimibles de huir, no sin antes ajusticiar a quien los metió en semejante antro.
Los ejemplos podrían llegar a ser casi infinitos.
Se podría concluir en que siempre estaremos tras la ilusión de hallar nuestro lugar en la sociedad, tanto como en la vida; y para ello, nuestra búsqueda abarcará tanto el campo de lo material, como las intrincadas reglas de lo social.
Una mente abierta y sana será de gran ayuda en estos casos.
   

domingo, 20 de mayo de 2012

La historia de amor de Demetrio

El día que la conoció quedó impactado.
Ante sus ojos se le apareció como la imagen de una diosa pagana.
Delgada y esbelta, la muchacha mediría alrededor de un metro con ochenta centímetros y su cuerpo representaba la perfección hecha mujer.
Vestida con un pantalón ajustado de seda negra y un top diminuto, color fucsia, que dejaba al descubierto la parte superior de su torso, sobre el que caían con sublime encanto los cabellos morenos, lacios y largos que coronaban su belleza.
De las facciones del rostro y de belleza de las manos de la dama, vale más no describirlos, alcanza con decir que fueron éstos los atributos que más impactaron a Demetrio.
Él, por su parte, un simpático empedernido, que cautivaba a cuanta mujer se le acercase, en base a una combinación de agudas ocurrencias, voz aterciopelada y varonil, más un cuidado estético impecable, nunca se había imaginado que pudiera tener la enorme suerte de conquistar a semejante belleza femenina.
Grande fue su alegría cuando logró que ella reparara en su existencia, pese a que lo excedía en altura algo más de quince centímetros; algo que Demetrio notó al instante, pues a medida que se acercaba a ella, para iniciar una conversación cualquiera, notaba que la imagen de la dama no perdía su imponencia.
Esa misma talla había sido el encanto mejor utilizado por Delia ya desde su adolescencia. Gracias a esa majestuosa figura había tenido siempre la oportunidad de elegir con quien estar: pudo elegir entre los galanes más conspicuos de su grupo de conocidos. Con pesar y bastante indignación, comprobaba enseguida que aquellos muchachos con los que formaba una pareja más estéticamente ideal, a la postre le resultaban ser unas compañías más que insoportables: vanidosos y grandilocuentes, ellos siempre creían tener al mundo a sus pies, pues la presentaban como trofeo. Nunca reparaban en los sentimientos que la aquejaban. Se sentía usada.
A partir de esta creencia, ella empezó a relacionarse con individuos de pelaje diverso, manada de perdedores en potencia que lograban alcanzar un supuesto cielo de realización, al suponerse conquistadores de esta dama; la que, en verdad, los utilizaba para una secreta e íntima venganza para con aquellos vanidosos galanes de excelente presencia.
Entre estos pobres individuos se encontraba Demetrio.
Embelesado, con ella desplegó todo su arsenal de trucos y astucias. Se hacía el sensiblero, le hablaba con voz de cantante de boleros, susurrándole frases agradables al oído, o llevándola a cenar, o a intimar en los lugares más caros y selectos de la ciudad. Todo con el escondido propósito de hacerle creer que gozaba de una posición económica sólida, resultado de una carrera profesional exitosa, que sólo podía tener cabida en su propia mente.
Toda esta serie de atenciones que Demetrio le prodigaba hacían subir la autoestima de Delia a niveles superlativos, a punto tal que llegó a sentir cierto cariño por el petizo.
Por esos días Demetrio se aprovisionó de una serie de pares de zapatos con tacos altos, en un intento desesperado por aminorar, mediante ese artilugio, la notoria diferencia de altura que había entre los componentes de la pareja.
Las conversaciones entre ellos constituían un rosario de trivialidades, pues ninguno se había propuesto declarar su amor inextinguible al otro, ni siquiera de mentirillas. Se solían decir entre sonrisas pícaras que la pasaban de manera fenomenal al estar juntos, que disfrutaban estas salidas a pleno (tanto las públicas como las íntimas), que nunca habían sentido una pasión igual y otra serie de imbecilidades por el estilo. 
Hasta que al finalizar cada velada se despedían con un beso y un: “hasta pronto, mi amor”.
Al besarla, el galán debía elevar su mentón y ponerse en puntas de pie, para alcanzar los labios de la dama. Parecía un pichoncito, que buscaba con desesperación y deseo el alimento que le brindaba el pico de su madre.
Esta relación duró más de un año. Tiempo más que suficiente para que ella se cansara de su conquista y se embelesara con otro nuevo amante.
Demetrio capotó. De nada le valieron todos aquellos trucos, aprendidos a lo largo de los años, para conquistar féminas, pues fallaron con estrépito ante Delia: ella ahora lo ignoraba con cierto desdén y hacía caso omiso a sus llamados telefónicos y súplicas por correo electrónico.
Después de esa experiencia ninguno de ellos volvió a ser el mismo.
Los nuevos amantes que Delia tuvo se le antojaron torpes y vulgares, así como aquellos muchachos de buena figura del pasado le resultaron en su momento vanidosos. Para peor desgracia, el paso de los años comenzó a causar estragos en su belleza juvenil.
Ahora vive preocupada por mantener una imposible frescura, mientras su silueta se degrada y un esposo mal amante (e infiel) le brinda cierta seguridad material.
A Demetrio, preso de nostalgia, le pasó algo similar; tras la pérdida de su gran amor, todas las mujeres le parecieron poca cosa, comparadas con el recuerdo de Delia, de modo que no pudo prestar la mínima atención a ninguna de ellas, de ahí en adelante.
Un buen día decidió que no podía seguir solo, acorralado por los recuerdos de aquella temporada de pasión y plenitud. Decidió sentar cabeza y formar una familia.
De entre las conocidas que tenía (las que por cierto constituían una lista extensa) eligió a aquella chica que le pareció la mejor candidata para ser su esposa y la madre de sus hijos. Poco trabajo le demandó reconquistarla y casarse con ella.
Hoy, mientras añora aquellos lejanos días de gloria, cuando era el dueño absoluto de los favores que le prodigaba Delia, pasea su barriga por el Parque Rivadavia, junto a sus pequeños hijos y a su esposa, Clarita.
Y no aprecia esa mirada de amor embelesado con la que ella lo ve.
       

sábado, 19 de mayo de 2012

Tolondrón

Si bien se llamaba Nemesio Estévez, todos en la barra lo llamaban Tolondrón, "debido a lo atolondrado que era", aducían. Obviamente, cometían un gran error al llamarlo de este modo, ya que no hay relación alguna entre el significado de ambos términos. Tal confusión tenía su origen en la poca cultura de los chicos del grupo al que pertenecíamos.
Los días de su niñez y adolescencia transcurrieron en una interminable sucesión de partidos de fútbol, jugados en los diversos terrenos baldíos que abundaban en Villa Adelina. Diestro a muerte, jamás pateó un balón con su pie izquierdo.
Del mismo modo, a su mano izquierda no la utilizaba ni para peinarse; con la pelota de fútbol le sucedía lo mismo: si por casualidad lo ponían al arco no agarraba ningún tiro que se dirigiera hacia su lado izquierdo, pues intentaba siempre atajar esos balones con el brazo diestro, infructuosamente. Bueno, tampoco solía atajar la pelota cuando pasaba por su lado derecho…
Comilón con la pelota, bajaba la cabeza y no se la pasaba nunca a un compañero; de manera que seguía así, ensimismado en su torpe gambeta, hasta perder finalmente la bola. Muchas veces seguía de largo sin percatarse que había traspuesto los límites fijados para el campo de juego.
Ni siquiera sabía cabecear una pelota: saltaba a destiempo y cuando el balón venía muy rápido, escondía la cabeza. Por supuesto que siempre cerraba los ojos al cabecear.
Si había llovido, era seguro que Tolondrón iría a correr, con la pelota entre sus pies, por entre medio de los charcos o donde el barrial se tornaba más espeso.
Había que tener cuidado cuando intentaba recuperar un balón que estuviera en pies de un adversario: pateaba al bulto y como era bastante grandote para su edad, barría pelota, piernitas del adversario, trozos de pasto y tierra, o lo que hubiere en el camino, algo que causaba a sus víctimas algún moretón indeseado. En este caso, aunque parezca extraño, Tolondrón dejaba a alguien con un tolondrón en sus piernas. Y esto sucedía a diario, aunque él nunca tuviera la intención de dañar a nadie, pues era reconocido por todos como un chico sin maldad.
Él tenía la exclusividad de romper a los pelotazos los vidrios de las ventanas de los vecinos, siempre sin proponérselo, por supuesto.
Cuando jugábamos al ring-raje no le dejábamos que toque los timbres, a menos que estuvieran hechos de metal, pues a los que estaban construidos con material plástico los destrozaba con el palmazo que les pegaba.
Tal personaje no pudo recibirse en ningún colegio secundario. Con gran esfuerzo pudo terminar la escuela primaria, ya que no solía prestar demasiada atención a las explicaciones de sus maestros, que le recriminaban siempre su actitud de estar en Babia.
Si no repitió ningún grado allí, esto se debió antes que nada a los esfuerzos y perseverancia de su madre, que lo tenía sentado todas las tardes frente a los cuadernos, y no lo dejaba salir a jugar con nosotros hasta que finalizara la tarea encomendada para el hogar.
A Tolondrón y varios de sus amigos solo les interesaba lo que sucedía con Boca: vivían en el “Planeta Boca Juniors”. Sabía de memoria la formación del club de sus amores; recitaba los nombres completos de los jugadores, de adelante hacia atrás y viceversa. Por el contrario, jamás se pudo acordar de los apellidos de los integrantes de la Primera Junta de Gobierno.
Cuando se comenzaba a hablar sobre fútbol, Nemesio se entusiasmaba de tal manera que no prestaba atención a nada que sucediera a su alrededor: más de una vez su propia madre tuvo que ir en persona a llevarlo -asido de una de las orejas- hasta la casa, pues desoía sus continuos llamados para ir a merendar, o a terminar la tarea escolar, o a darse el consabido baño vespertino.
Las veces que conducía su bicicleta, debíamos tener extremo cuidado en no ponernos justo frente a su trayectoria, pues -indefectiblemente- nos llevaría por delante, era seguro que se abatataría y nos atropellaría, por torpe. Tal rodado exhibía sus ruedas de forma elipsoidal, por causa de las continuas subidas y bajadas desaprensivas que, a la carrera, Tolondrón efectuaba en los cordones de las veredas.
En una oportunidad en que tuve la fortuna de conseguir que una de las chicas que cursaban el bachillerato, en el colegio de la otra cuadra, me aceptara una invitación para salir, me impuso la condición de salir junto a otra pareja. A ella la acompañaría su mejor amiga, una tal Amalita, mientras que yo, al único muchacho que pude conseguir como compañero para esa salida fue a Nemesio.
Para hacerse el simpático, mi amigo se hacía llamar Nemy, un apelativo que, ya de entrada, dejó perplejas a las muchachas, quienes no acertaban a adivinar la razón de tan extraño nombre.
Para confraternizar y romper el hielo, fuimos a tomar unos licuados a una de las confiterías que había frente a la Plaza Flores, en esas circunstancias, Tolondrón, a quien se le notaban los nervios e inexperiencia en estas lides, quiso alcanzarle un sorbete a su invitada, pero en realidad, con sus movimientos torpes, lo que logró fue tumbar la copa con el licuado de frutilla sobre la camisola blanca de la muchacha.
Ya es de imaginar lo que pasó después: la otra chica, la más bonita de las dos, obviamente, luego de esta salida vespertina, me mudó la cara para siempre.
Un día se puso de noviecito con una gordita de la otra cuadra; a la pobre, la llenó de moretones (los primeros) porque la apretó demasiado al abrazarla y besuquearla (le dejó marcados soberbios chupones y notorias dentelladas), los restantes cardenales de la gordita eran por la cascada que le dio la madre, luego de verla tan maltrecha por el encuentro amoroso con (para el peor de los males) Nemesio.
Si iba de baile, las pobres pibas que salían a bailar con él siempre recibían el consabido pisotón en los temas lentos o un rasguño o golpe por culpa de los aspavientos de Tolondrón al bailar suelto y a lo bestia. Las restantes bailarines solían abrir un círculo en la pista, pero no para el lucimiento de muestro amigo, sino por cuestiones de preservar la seguridad física de cada uno de ellos. Tolondrón más se entusiasmaba entonces y –fatalmente- terminaba llevándose por delante a su azorada compañera de pieza, por lo general una dormida que no le conocía la fama de torpe consumado. Una vez tiró al piso a una flaquita que se puso a llorar desconsoladamente, lo que motivó que todos los muchachos, que formábamos la barra con Nemesio, tuviéramos que huir de allí a las corridas.
En otra fiesta donde coincidí con su presencia, se le ocurrió bailar como cosaco, cuando pasaron un tema folklórico ruso, y en su intento de agacharse y levantarse, mientras pateaba hacia delante, descosió todo el fondillo de su calzoncillo y de su pantalón rojo. Si no le hubiera avisado de tal percance una dueña de casa sonrojada, mientras Tolondrón se secaba la transpiración con el esquinero de un mantel, todavía estaría a los saltos en pleno baile y en ostentosa exhibición de sus pilosas nalgas.
Un buen día, Tolondrón se mudó del barrio.
Como vivía en la casa que era de sus abuelos, a la muerte de estos, los hijos restantes decidieron vender la propiedad y él con su familia debieron marcharse hacia otros aires.
Me comentaron hace unos años que en una oportunidad había vuelto de visita al barrio; fue en una tarde de sábado o domingo; y que -pese al paso de los años- seguía tan nervioso y descontrolado como siempre. A los gritos y risotadas recordaba las hazañas de su juventud, mientras abrazaba y palmeaba la espalda a Angelito, el siempre débil y callado integrante de aquella barra.
Llegó en su automóvil, un vehículo nuevo pero destrozado, con abolladuras y raspones por doquier.
Sólo Dios sabe dónde andará hoy ese pedazo de atolondrado y quiénes serán los que sufren de sus estragos.
      

viernes, 18 de mayo de 2012

Príncipe obrero

Con suma facilidad se confunde la gente.
He visto al más pobre trabajador pensar que le cabe el derecho de comportarse como si fuera un príncipe.
Su ilusión no es fruto de una imaginación prodigiosa, sino mas bien el resultado de una realidad falsa, inducida por quienes sí viven como príncipes. Estos personajes pues cuentan con los recursos necesarios para ello, fruto de que acaparan la riqueza económica que produce la humanidad.
En ese afán por intentar llevar una vida de noble, nuestro príncipe obrero se ve obligado a adquirir mobiliario y enseres de utilería. Como es inducido siempre a cambiarlos con premura, por otros más novedosos y modernos, no llega a reparar en la mala calidad de aquellos productos que había adquirido con anterioridad; íntimamente cree que se dañaron por el mal uso que les dispensó.
Los servicios que recibe y que le hacen creer que disfruta de comodidades propias de un príncipe, lo tienen a mal traer; ya que —tarde o temprano— toma conciencia que le resultan onerosos, o que no eran lo que imaginaba o directamente se topa con la cruda realidad de que no los dispone cuando más los necesita; en estos casos piensa que la culpa es suya, que debería haber elegido los servicios de la competencia, que costaban sólo un poco más de dinero, cuando en realidad todos los prestadores son más de lo mismo.
Las ropas con las que se viste son cada vez de menor calidad, aunque se las promocione bajo marcas registradas (que venden la ilusión de la exclusividad), un típico patrimonio de la gente importante. Lo llamativo de toda esta situación es que se uniforman millones de personas con esas mismas marcas y modelos “exclusivos”.
Cuando sale a comer fuera de su casa, adopta una posición de “Gran Señor”. A veces hasta maltrata a quienes le dan servicio, esquiva dar propinas generosas y observa con soberbia a su entorno, con aire de suficiencia: está rodeado de otros príncipes obreros. Allí, en ese ámbito, puede llegar a ingerir cualquier tipo de engendro, siempre y cuando crea que está frente a una comida foránea de gran clase, una exquisitez, aunque se trate de un desastroso invento de otro príncipe obrero, como él: un cocinero inescrupuloso.
Fiat 1500, el sueño del pibe.
Al adquirir su vehículo, se enorgullece de su posesión: ahora él no sufrirá el tener que caminar leguas, como sus ancestros, ni llenarse de polvo en los caminos como ellos cada vez que pasaba a su lado el carruaje de un poderoso. Aunque se desvive de envidia al ver el auto deportivo e inalcanzable de un rico.
Cada vez que emite una opinión, por lo general repite lo mismo que escuchó en algún medio masivo de comunicación o —en su defecto— de boca de otro personaje tal como él, quien sí tomó la información de aquella fuente.
Al adquirir algo, por más ínfimo que sea, mirará de reojo a su entorno, en busca de que lo observe algún otro personaje de su calaña. Si llegase a encontrar a ese par, tal hecho justificará aquella compra; de más está decir que en la oportunidad referida se expresará en un tono de voz por lo menos más alto que el apropiado para la ocasión.
Es común que, en cualquier reunión de semejantes, al salir al ruedo el tema de la lectura, sorprenda a todos con que ya leyó el último “best seller”. Jamás les podría decir que leyó a uno de los clásicos y menos aún a un poeta, excepción hecha de aquellas obras que pertenezcan a la clase de libros ya citados en primera instancia, aunque no los entienda en lo más mínimo.
Todo este panorama llama a risa… o a llanto.
     

jueves, 17 de mayo de 2012

El tren de la vida

Las analogías brindan la posibilidad de disponer de una herramienta práctica para ilustrar, a través de ella, complejos tópicos. Si bien son imperfectas, dan un aproximado y satisfactorio ejemplo de lo que se desea comunicar.
Por lo general, se emplea un hecho sencillo y cotidiano, en semejanza al otro, más intrincado. En este caso vale citar, como hecho descriptivo, a un viaje en un ferrocarril.
Un extraño pasajero (pretende que maneja su tren). Villa Elisa, Entre Ríos, Argentina.
El pasajero de un tren, al pasar por enfrente de una estación, observará a través de las ventanillas, lo que ocurre allí. La calidad de tal apreciación estará directamente relacionada con el tiempo en que el pasajero se encuentra detenido en esa parada. Tal oportunidad se reducirá en aquellos casos en que el tren pasa de largo por ese lugar.
Por el contrario, aquel que deba esperar la llegada del tren, tendrá tiempo suficiente como para observar con atención su entorno. De acuerdo a su capacidad de percepción, podrá ver en detalle ese ámbito y luego reflexionar sobre lo percibido: verá qué conducta siguen las demás personas que esperan el tren, presenciará las más diversas actitudes y hasta podría interrelacionarse con alguna de ellas; además, al observar el paisaje, o los cambios que operasen en él (si fuera costumbre la espera en tal lugar), se le revelará la dinámica de ese espacio. Es seguro que algo interesante hallará en esa espera.
Tarde o temprano, también se convertirá en otro pasajero más.
Quien transite en el tren de la vida y no aproveche las oportunidades de apearse en cada estación, para aprovechar lo que allí se ofrece, al final deberá bajar en la estación terminal, como todos los demás. Pero, sin haber disfrutado las posibilidades que el viaje le ofreció.
Ahora bien, ¿aprovechamos nuestro viaje?
             

lunes, 14 de mayo de 2012

Viajante muy querido

Persona extraña el Ñato González.
Se sabe de sobra que su oficio de viajante por el interior del país le depararon innumerables aventuras, de todo tipo, de las que él se vanagloriaba recordar y contar en sus años viejos.
Pareciera que, por aquellos años, amaba ausentarse de su hogar, de viajar de aquí para allá, reunirse con esa gente variada que conocía por doquier, con la que se sentía a gusto; más que nada por la superficialidad típica de esas relaciones fugaces y salteadas, entre aquellos que no se conocen lo suficiente como para desengañarse el uno del otro.
Siempre era bienvenido a un pueblo; en especial si ya había pasado un tiempo prudencial desde la última vez que lo habían visto por allí.
No eran pocas las familias que le ofrecían albergue, algo muy típico de la gente del interior. Lo consideraban como a un integrante más de la familia.
Al fin y al cabo, él siempre se había portado bien y dado cumplimiento puntilloso a los innumerables y variados encargues que todos le solicitaban y que efectuaba a su regreso a Buenos Aires. Nadie tenía por qué saber que dichas diligencias no las realizaba él, sino su esposa.
Esa misma mujer que lo engañaba con su propio jefe, quien —por su parte— no escatimaba esfuerzos para mantenerlo bien alejado de su hogar marital.
El Ñato sabía de sobra acerca de esa relación, pero, prefería frecuentar nuevas amigas a tener que soportar a la bruja de su esposa, quien —además— siempre le recriminaba que, pese a viajar tanto, nunca ganara el dinero suficiente como para mejorar la situación económica del hogar.
Al principio solía traerle de regalo a su mujer una gran cantidad de objetos, esos mismos presentes que, a su vez, le habían sido dados a él, como muestras de gratitud. Ella siempre se expresaba con fingidas sorpresa y excitación ante tales obsequios.
Con el paso del tiempo, la gran mayoría de los presentes que recibiera el viajante irían a parar a otras manos, aquellas mismas que hubieran sido las últimas y más reconfortantes para Ramón (tal era el nombre de nuestro personaje). A ellas les encantaban los regalos de la gente de los otros pueblos que él les obsequiaba con gran pompa. De paso, así se alivianaba el peso de su valija.
Si bien los pedidos de mercadería que tomaba en esos pueblos perdidos se solían amontonar en sus carpetas durante sus viajes, a su retorno a las oficinas en la capital les daba pronto curso, a la vez que comenzaba a idear una nueva travesía.
No era tonto; jamás se dirigía a pueblos que pasasen por una sequía prolongada, o una inundación, mucho menos si esos pagos fuesen asolados por alguna calamidad económica. Se las ingeniaba de mil maneras para estar siempre bien informado acerca de los lugares más propicios para ir a levantar los pedidos.
Muchas veces, su llegada a esos poblados coincidía con las vísperas de las fiestas patronales del lugar, una ocasión propicia para los festejos y plena de un entusiasmo generalizado entre los habitantes. En esos días solía hacer sus mejores negocios.
De modo que caía a los pueblos cuando los cabritos estaban a punto de asador, o la pesca en el río era más abundante, o para el caso de las provincias vitivinícolas, el preciso momento en que el vino artesanal estaba en su mejor punto.
El Ñato sabía guitarrear y cantar como el mejor, eso le ganaba la simpatía de todos, en especial aquella de las damas, a quienes dirigía o dedicaba las canciones más melosas.
A los comerciantes y el paisanaje en general les gustaba escuchar sus chacareras y gatos, con intencionalidad pícara en las letras, así como la profusión de chistes atrevidos, que hacía gala de saber contarlos con mucha gracia. Las viejas amargas que se escandalizaban con tal tipo de humor, no contaban para el Ñato: no le servían para hacer negocios de ninguna naturaleza.
Siempre tenía a mano alguna golosina para regalar a los niños, un modo seguro de congraciarse con aquellos padres más recelosos a la hora de los negocios.
Pasaban los años, pero la apariencia del Ñato no se desmerecía, siempre estaba bien presentable, con su cabello renegrido bien arreglado, peinado con fijador Glostora, que le confería un brillo sedoso y —de paso— le disimulaba alguna que otra cana incipiente en su cabellera. Su sonrisa perfecta era mitológica, lo mismo que el hoyuelo que poseía en su barbilla.
Jamás hablaba de su esposa con nadie. Escondía su existencia a todos los pueblerinos. Eso le facilitaba la conquista de más de una desprevenida que caía embelesada en sus redes de galán entrador y simpático.
Él escapaba siempre de las partidas de naipes. Se hacía el pobre inocente que no tenía suerte, ni conocimientos para el juego y tras perder una módica suma de dinero (que recobraría luego mediante la rendición de supuestos gastos extraordinarios, que nunca faltaban en sus viajes) se escabullía del lugar para reunirse con alguna mujer con quien se hubiera citado previamente. A ella le mentía que había dejado la mesa de juego tras ganar importantes sumas y que prefería mil veces cortar esa racha de suerte con tal de estar a solas con ella. Más de una vez sucedió que el marido de esa misma dama se regodeaba en ese mismo momento, sentado a la mesa de naipes, por haberle ganado unos pesos al porteño simpático.
No debía fingir ni un poco el buen humor que lo embargaba mientras se rodeaba de esa gente sencilla y buena, mientras compartía con ellos esas veladas tan animadas y placenteras.
Otra era la historia cuando las cosas le salían mal: ni qué decir de las puteadas que se mandaba el Ñato esas pocas noches en que debía pernoctar en la soledad de algún cuartucho de hotel, perdido en tierras dejadas de la mano de Dios.
Mientras él seguía adelante con esa vida, su mujer, a las escondidas y con gran temor, se escapaba de a ratitos con Esteban, el jefe de Ramón.
En esa acción, jugaba a las escondidas con las vecinas chismosas del barrio, pues siempre temía que la vieran en falta y le comentaran -como al descuido- al marido sobre su desliz. Como se ha dicho, el Ñato ya lo sabía de sobra y sacaba provecho de ello; además, llegado el caso, utilizaría esta relación para justificarse si se le llegase a descubrir alguna falta de las tantas por las que había incurrido.
Previsor, el hombre.
El automóvil que utilizaba el Ñato para sus peregrinajes por esos pueblos del interior del país se la pasaba siempre en algún taller mecánico de pueblo, donde debía ser solucionado algún desperfecto inoportuno.
Eso ayudaba a incrementar sus ingresos, ya que en estos casos el jefe nunca le decía nada por esas continuas facturas apócrifas de reparaciones insólitas: rotura de termostato, culpa sin duda de la alta temperatura reinante en el lugar por donde andaba Ramón, aunque fuera un día de invierno en la helada provincia de Santa Cruz, o un cárter del motor roto por causa del ripio, en las rutas asfaltadas de la provincia de San Luis. Todo se lo justificaba Esteban, quien de este modo, al comunicarse telefónicamente con el Ñato, varado en el fin del mundo, se aseguraba un día tranquilo con la Betty, que así se llamaba la esposa del viajante.
Era gracioso observar a esa pareja mientras caminaba por las calles: temerosos iban tomados de la mano, blanco su semblante y con sendas miradas que oteaban alrededor con nerviosismo inocultable. Más de una vez tropezaban con alguna baldosa mal alineada y quedaban en evidencia ante insospechados transeúntes, quienes ocultaban la risa al ver a ese dúo tan desparejo, abrazados y asustados.
Esteban era un flaco alto y desgarbado, con sus lentes culo de botella y un bigote bien recortado, tan canoso como su cabellera de clown. La Betty era el muestrario de la buena carne argentina, que se escondía en vestidos floreados y ajustados, que resaltaban mejor sus curvas increíblemente anchas; su cabello ondeado variaba de color con la facilidad que da una buena tintura. Para disimular, ella se ponía unos lentes ahumados con su armazón de celuloide color turquesa.
Todo iba fenómeno en este juego de las simulaciones y escondidas, hasta que una tarde el Ñato tuvo un ataque de hígado que lo dejó a mal traer, al punto que debió guardar cama en una casa del pueblo donde hacía base para sus operaciones comerciales, situado justo en el centro geográfico de aquella zona donde estaba desde hacía meses.
Don Zenón, dueño de esa casa y del almacén de ramos generales del poblado de Quebracho Quemado, en Jujuy, con gran esfuerzo logró ponerse en contacto directo -a través de la radio policial- con alguien de la oficina de la compañía donde trabajaba el Ñato, para anoticiarlos del problema. Entonces se enteró de todo.
¡El Ñato estaba casado! y la Menchu, su propia hija, estaba en ese mismísimo momento al cuidado de un hombre que, a la vez, era marido de quién sabe qué mujer y padre del nieto que estaba por venir.
Nunca se pudo explicar cómo hizo Ramón González para curarse en minutos, subirse a su auto a medio arreglar, salir del pueblo en medio de una polvareda y -a la vez- esquivar los perdigones que le regalaba Don Zenón.
   

Sangre

Esa mujer me hiere y lo hace con minuciosidad, sin remordimiento alguno.
La sangre sale de mí, lo veo.
Otros, en mi situación, sufren: no pueden soportarlo.
Hasta se podría suponer que siente satisfacción si la herida que me causa tiene el resultado que ella espera; luego, repite su acción.
Yo trato de no pensar en aquello que me hace, pretendo ignorar su accionar.
A veces la veo nerviosa, tiembla. Y eso me preocupa.
Al fin y al cabo, todo es culpa mía. Ella no tiene opciones. Yo tampoco.
Es entonces cuando supongo que es cierto aquello de que: “lo que no me mata me hace más fuerte”.
Esa mujer no me hace ningún mal; en verdad, no la puedo odiar por ello. De hecho, siempre es amable conmigo. Incluso, me sonríe.
Es solo otra sesión de hemodiálisis.
     

viernes, 11 de mayo de 2012

Inconfesable


Lo único que le permitía soportar la rutina aplastante de su trabajo diario era la posibilidad de admirar, subrepticiamente, a la bella Mariú.
La posición que ocupaba su puesto de labores le permitía ver sesgadamente a aquella mujer que lo tenía obnubilado.
Él sabía que ella no le prestaría jamás la menor atención. Es más, no se le ocurría ninguna excusa como para entablar alguna charla informal con ella.
Se pasaba las horas atisbándola, a escondidas, de reojo, con disimulo extremo, para que ninguno de sus compañeros se diese cuenta de su debilidad. Y por supuesto, mucho menos ella.
Día a día le observaba con suma atención la vestimenta y el arreglo del cabello con el que ella reaparecía en la oficina. Le parecía que todo le quedaba genial, que todo ese arreglo lo único que hacía era acentuar aún más su belleza.
Con desasosiego, veía la manera amable y simpática con la que se comunicaba con los demás compañeros de trabajo. En su caso, no había podido entrecruzar más que algún saludo circunstancial, o alguna es-tú-pi-da frase de compromiso, por lo general asociada al clima.
Cada vez que, por cuestiones de trabajo, debía cruzar la oficina, trataba de pasar por las inmediaciones del puesto de trabajo de ella. Así, como al descuido, trataba de aguzar al máximo su sentido del olfato, para regodearse del perfume que ella se había aplicado ese día.
A veces le parecía que ella lo había pillado justo cuando la miraba. Imposible saberlo, ya que de inmediato él tornaba su visión hacia cualquier punto en el infinito, sin pestañear ni girar un milésimo de grado su cabeza; así pretendía simular una concentración mental profunda sobre algún problema intrincado.
Esta situación, de mantenerse, le destruirá los nervios, está seguro de ello.
Sabe que no puede engalanarse para hacerse ver por ella. Los compañeros de oficina serían implacables con sus chanzas y lo pondrían en ridículo. Y al seguir ataviado con estas vestimentas vulgares que a diario utiliza, es imposible que ella pose su atención en él.
Para peor, si llegase a tomar el coraje necesario para intentar una conquista, quedaría en evidencia ante todos y el seguro rechazo de esta mujer lo destruiría para siempre.
Así pasan sus días, sin esperanza y con el consuelo de la visión del objeto deseado. Tan cerca de él y tan lejos a la vez.

­­-Hoy vino sin afeitarse. Se ve que duerme mal, o que trasnocha demasiado. El cabello tampoco se lo arregló demasiado, ya lo lleva largo –pensó.
-Parecería que me pescó justo en el instante en que miraba hacia su lugar de trabajo.
En la fiesta de final de año de la oficina fue el único que no bailó conmigo, aunque me miraba.
De tan tímido, da gusto.
Él no toma esos anabólicos, para rellenar su cuerpo de músculos artificiales; por eso es así: justo en la medida. Esas drogas dan impotencia, además.
Aunque las chicas que lo conocen hayan dicho repetidas veces que es una persona desenvuelta y ocurrente, yo ni le conozco la voz; siempre balbucea un saludo, mientras me esconde su mirada.
Afortunadamente, se viste de manera informal; no hace ostentación alguna con sus prendas, o su calzado.
Me agrada su sencillo reloj.
¿Qué será lo que me hace posar mis sentidos en él en todo momento?; ¿serán sus evasivos ojos color verde o el hoyuelo en su barbilla?
A veces me imagino que está por acercarse a hablar conmigo; pero siempre sigue de largo, hacia cualquier otro rincón de la oficina. De preferencia donde trabaja Etelvina, la solterona. Podría ser que le gustasen las mujeres maduras...
Me acuerdo cuando anteayer fui a la expendedora de café y lo encontré allí: estaba completamente varonil y despreocupado, hasta que notó mi presencia y huyó tras decir una nimiedad. Casi se me cae el vaso de café que tenía en mi mano.
Se hizo la hora de la salida; ya lo veré nuevamente mañana.
En cuanto salga, me iré con mi marido y los chicos, que hoy vinieron a buscarme, para hacer las compras semanales.