lunes, 30 de abril de 2012

El Anguila

Se dice que se llamaba Pedro Calderón; pero, con el tiempo su nombre cambió a José Sampilletti, primero, luego devino en Jacinto Portulaca y en Martiniano Pölack más tarde. Es reconocido unánimemente por ser el anarquista más escurridizo en la Argentina durante la primera mitad del siglo veinte.
Hay registros donde se lo describe con un fuerte acento catalán, propio de la zona de Barcelona, de donde se supone provenía; aunque, habida cuenta de sus reconocidas artes de simulación, que empleaba para desconcertar a los detectives de la policía que lo perseguían sistemáticamente, bien podría ser que fuera un polaco de Cracovia, o un gallego de Orense.
Sus primeros pasos activos dentro del ideario anarquista los dio durante la tristemente célebre y conocida Semana Trágica de 1919. Pedro (así conocido por ese entonces) trabajaba en los Talleres Vasena como peón no especializado. Allí comenzó a demostrar su facilidad de palabra para la arenga. Encaramado sobre cualquier tarima o puesto de altura declamaba su discurso frente a los demás trabajadores, quienes —absortos— se dejaban embelesar por sus encendidas alocuciones a favor de la libertad y la justicia. En esa primera vez se salvó por poco de ser fusilado.
Otras gentes refieren que lo vieron, un par de años más tarde, en diversos parajes de la Patagonia: encabezaba algunos piquetes de aquella famosa rebelión de peones rurales. Aunque nadie puede precisar con exactitud si se trataba del mismo personaje al que me refiero anteriormente o este José Sampilletti (le decían Pepe) era un anarquista diferente.
Quienes apoyan la teoría de la misma persona, se basan en una cicatriz que poseía este hombre en su mejilla derecha, que pretendía ocultar con una barba rala. La mayor inconsistencia radica en que él decía ser tucumano, pese a su piel blanca y sus cabellos ensortijados y rubios (un rasgo en común con Pedro Calderón). Pero, todo podría tratarse de otro de sus trucos para despistar a la policía.
En aquella oportunidad, cuando comenzó la represión militar, Pepe desapareció del lugar. Al menos eso comentan quienes dicen saberlo de primera mano, por haberlo acompañado ocultos como polizones en un barco que zarpaba desde Puerto Deseado con destino a Mar del Plata, una ciudad donde buscaron refugio.
Durante el período conocido como “La Década Infame”, su rastro se pierde casi por completo. Es sabido que aquel régimen faccioso combatía a los anarquistas sin piedad. No obstante, algunas crónicas de la época parecieran ubicarlo en Salta, entre los seguidores de don Juan Riera, un reconocido y respetado anarquista.
Lo más seguro es que haya emigrado a España, junto con otros anarquistas, para combatir en la Guerra Civil que asoló ese país por aquellos años; y más precisamente se hubiera dirigido a la región catalana. Al menos eso es lo que pretendía hacer, según les manifestó a sus camaradas la última vez que fue visto antes de desaparecer de Salta. Y podría estar confirmado tal destino por el relato de un veterano de aquella contienda quien, años después, me comentó acerca de las andanzas de un rubio de cabellos rizados y barba rala de nombre Jacinto Portulaca, que se caracterizaba por predicar el ideario anarquista frente a las tropas en un catalán perfecto. Ante mi consulta, este anciano veterano no recordaba que ese tal Jacinto tuviese cicatriz alguna en el rostro.
No sería nada raro que, en plena rebelión anarquista en Cataluña, hubiera aplicado alguna que otra de las tácticas aprendidas años antes, durante su paso por la Patagonia; sobre todo en lo referido a la confiscación de haciendas. Es conocido que por aquellos días fue dado de comer al pueblo hambriento carne del ganado vacuno confiscado por los anarquistas; y que más de un pobre pudo por vez primera conocer el sabor que tenía, confesaba el veterano, ataviado aun con el viejo birrete de aquellos días.
Al final, desapareció de allí en pleno caos, no se sabe bien si su fuga se produjo cuando los comunistas aplastaban al movimiento anarquista o más tarde, en el momento preciso en que las tropas nacionalistas comandadas por el dictador Franco ingresaban a la ciudad. Por desgracia, la mayoría de los archivos de esas jornadas se quemaron y no es posible confirmar su participación.
Años más tarde y ya mayor él, reapareció por nuestro país: se lo pudo ver confluir la jornada del 17 de octubre de 1945 a bordo de un camión que un piquete de seguidores del Coronel Perón había requisado por la zona de Avellaneda. Pertenece a esta jornada una fotografía bastante borrosa de quien decía llamarse Martiniano Pölack, subido al techo de la cabina del rodado. Llevaba flameando en una mano la bandera bicolor típica del anarquismo, mientras que su cabellera enrulada (quizás encanecida un poco) también volaba al viento.
Al poco tiempo, desengañado por el vuelco político que daba el gobierno peronista, se hizo ácido opositor al régimen. Esto le valió recibir la visita de un grupo siniestro en el conventillo de la Boca donde pernoctaba. Se escapó en calzoncillos por los techos de chapa de la vivienda y nunca más se dejó ver por el barrio de la ribera, donde trabajaba y militaba.
En todos estos casos, este anarquista zafaba de la captura a último momento, lo que daba pie a que creciera entre los más pobres y desclasados la leyenda de su capacidad innata para fugarse de la autoridad en el momento justo.
La policía jamás lo pudo atrapar. De él solamente se poseen algunos dibujos en carbonilla de su rostro, resultado de contradictorios testimonios de algunas víctimas de su accionar. Los uniformados lo llamaban “el Anguila”, por esa facilidad que tenía para escurrirse de entre las manos a quien quisiera aprenderlo.
Es leyenda popular que estas actividades políticas eran encaradas con tanta pasión por Martiniano que este personaje nunca tuvo tiempo en dedicarse a formar un hogar o a tener una mujer, más allá de alguna que otra prostituta con la que desahogaba su soledad; otros que aducen haberlo tratado lo acusan —directamente— de homosexual.
Todo esto es falso por completo.
Este activista a toda prueba nunca dudó en declararle su amor noble y puro a cuanta mujer se le cruzó en la vida.
Prueba de ello son la gran cantidad de pequeños rubios, como mi nieto, que nacieron luego de cada desaparición forzosa de Pedro, o Pepe, o Jacinto o Martiniano, o como se llame el hijo de puta.
        

viernes, 27 de abril de 2012

Años de miseria y miedo

En ninguna otra oportunidad pude percibir la pobreza de los trabajadores como en aquel lugar.
A tanto llegaban las carencias, que algunos de ellos, a la hora del almuerzo y como no disponían de un poco de dinero para adquirir el sustento, mendigaban algo de comida a sus compañeros.
Era patético ver como el presidente de la firma, uno de los varios hermanos que eran propietarios de esa firma, se paseaba por la fábrica a las doce menos cinco, con el fin de pillar a alguno de los trabajadores en la acción de cocinar o de comer antes del horario estipulado para el almuerzo. Supongo que, con aquella actitud de gendarme, pensaría que lograba una mayor productividad en su empresa.
Heladera tan llena como los bolsillos de los obreros
No obstante, nadie lograba impedir que alguno que otro trabajador cocinara o comiese fuera de horario, o se pudiera escabullir en algún recoveco, para dormitar un rato, mientras sus compañeros lo cubrían.
Un día, ante una persistente migraña necesité tomar un calmante; por indicación de mis compañeros fui al quiosco interno que tenía un mecánico en una empresa subsidiaria de los mismos dueños, cuyo edificio era contiguo y se vinculada a las instalaciones en las que yo trabajaba a través de una arcada.
Este hombre, de alrededor de sesenta años de edad, le había asignado la función de quiosco a un par de cajones de su mesa de trabajo. Estas gavetas se encontraban llenas de mercadería de la más variada: cigarrillos, fósforos, aspirinas, chicles, galletitas, apósitos, etcétera; con la comercialización de estos productos, que les vendía a los restantes operarios, sumaba un dinero adicional al de su magro salario.
Jamás pude saber cómo se las ingeniaba para ingresar a la fábrica toda esa mercadería (o quién era el "bondadoso" que se lo permitía).
Uno de los muchachos que trabajaba en nuestro grupo, fanático de Boca Juniors, no tenía ningún otro tema de conversación más que el referido al fútbol. Y su discurso siempre estaba asociado al cuadro de sus amores. Pobre...
Para amenizar las jornadas, contra toda disposición vigente, con mi compañero de inspección y calibrado en el calorímetro de heladeras, solíamos prepararnos una colación a media mañana; el refrigerio consistía por lo general en malta con leche caliente, acompañada con galletitas untadas. Para ello, disponíamos de la leche en saché, el pan de margarina y los frascos con dulces, alimentos que manteníamos guardados en las mismas heladeras que ensayábamos.
Más de una vez al distraernos con nuestra labor, estas heladeras salían del calorímetro con su valiosa carga; tal situación nos obligaba a realizar una pesquisa entre los equipos listos para la entrega, con el fin de recuperar nuestros alimentos y hacerlo todo sin ser descubiertos.
Un día me mandaron, como ayudante de un especialista, a realizar un servicio de mantenimiento a los equipos de aire acondicionado que poseía el edificio de la AFA. Mi mente barruntaba la idea de que podría tener la oportunidad de encontrarme frente a frente con algún jugador famoso; por desgracia no fue así, razón por la cual volví de esa excursión muy desilusionado.
En otra oportunidad, tuve que acompañar a otro oficial a verificar un caso de garantía. En aquella ocasión se trataba de una peluquería femenina, propiedad de un estilista de conducta amanerada, quien nos relató que el equipo de aire acondicionado había explotado y llenado con una nube maloliente el local, algo que -confesó- le había causado "un enorme susto".
En realidad, ese equipo tenía una sobrecarga de gas freón industrial, lo que hizo que aumentara la presión del circuito y fallase una de las soldaduras del evaporador, lugar por donde fugó el refrigerante, junto con el aceite del compresor, pulverizados.
Esa nube oleosa dejó todo el coqueto lugar pringoso y maloliente, para desconsuelo de tan delicado peluquero. De solo imaginar la situación, aún me río.
Entre los personajes menos simpáticos de aquella fábrica se puede contar a ese pobre imbécil que oficiaba de capataz y que perseguía a la gente con denuedo, a la vez que la trataba bastante mal. Es más que seguro que a ese infeliz también lo habrán despedido -como a cualquier hijo de vecina- el aciago día en que la fábrica tuvo que cerrar.
Entre la peonada que desplazaba la mercadería en unas singulares plataformas sobre ruedas, había un par de chilenos huidos de su patria tras el derrocamiento de Allende. Uno de ellos nos confesó que tras el golpe de Estado, los militares lo habían prendido y encerrado en el estadio nacional de fútbol, junto a sus camaradas; allí los tuvieron tres días sin probar bocado. Cuando les llevaron un guiso ordinario para que se alimentasen, debido a la desesperación causada por el hambre padecido, se quemaron dedos y labios al comer su magra porción. Esto me lo contó mientras transcurría el primer semestre de 1977.
Este chileno solidario más de una vez nos halló los alimentos extraviados y subrepticiamente nos los acercó...
Una mañana, al dirigirme hacia esa fábrica a pie, pude observar como al menos tres autos se detenían frente a un edificio de departamentos, de seis o siete pisos; de aquellos vehículos bajaron cerca de una docena de personajes, de la peor traza (portaban armas largas). Entre lo que hablaron pude oír que alguno preguntaba: "¿Es aquí?"
En ese momento no entendí lo que pasaba, ni supe quiénes eran ellos, aunque -obviamente- presintiera que no era algo bueno lo que hacían.
En mi caso particular, técnico recibido y estudiante avanzado del quinto año de ingeniería, nunca tuve un reconocimiento al nivel de mis tareas. Luego de nueve meses de explotación, conseguí un empleo en otra empresa como supervisor, con el doble paga. Eso marcó mi salida de ese infierno.
Cuando varios años después de haber trabajado allí, pasé por delante de ese lugar y pude observar que esa fábrica no existía más, que en el espacio ocupado originalmente por su edificio de tres plantas solo se podía observar un espacio vacío, desde el piso hasta el cielo, no sentí ningún tipo de nostalgia, ni derramé lágrima alguna por su suerte.
En lo más profundo de mi ser imaginé que aquellos compañeros de trabajo de entonces hoy estarían -al menos- con un trabajo tan bueno como el mío.
         

miércoles, 25 de abril de 2012

Los tangos

Aníbal Troilo "Pichuco" y Astor Piazzola
Es un hecho conocido que, durante la primera mitad del siglo veinte, el tango fue la música popular predominante en mi querida ciudad porteña de Buenos Aires.
Era el género musical por excelencia, en él se identificaban las vivencias de la gente que poblaba aquella sociedad.
Me consta que durante la década de los cincuenta, cuando yo tenía menos de ocho años, en casi todas las emisoras del receptor de radio se emitían a menudo tangos o milongas; a tal punto llegaba su popularidad que en la mayoría de los programas nocturnos, se propalaban preferentemente tales composiciones.
En las fiestas familiares de aquel entonces, la música bailable por excelencia eran los tangos y las milongas, sólo interrumpidos por alguno que otro pasodoble o tarantela, según si la familia fuese de origen español o italiano, respectivamente.
Carlos Gardel, "El zorzal criollo", figura inigualable.
Mientras descubría esas canciones, muy pequeño aún, las milongas atraían mi interés más que el tango; supongo que tal preferencia era debida al marcado ritmo característico, o a sus letras, que se me antojaban festivas y plenas de humor, en lugar de los consabidos lamentos y quejas que abundaban en la temática de los tangos. Desde aquellos días felices quedaron grabadas en mi memoria tales letras y melodías.
Carlos Gardel era Dios, indiscutible. Ningún cantor pudo jamás competir con el mito.
Cual pájaro joven que alza vuelo en bandada, sin conocer demasiado hacia dónde me dirigía, seguí a partir de mi adolescencia la evolución de otros ritmos, exóticos casi todos ellos.
Pero, con el paso del tiempo y la llegada de la madurez, las letras de la música del Río de la Plata me subyugaron nuevamente.
No es ajeno a ello el nostálgico recuerdo de los seres queridos ausentes, que se me presentan otra vez, vivos y alegres, cada vez que oigo estas melodías.
     
Las imágenes que ilustran este post a modo de homenaje, fueron tomadas de internet, si hubiese alguien que se molestase por ello, serán retiradas.

domingo, 22 de abril de 2012

Mircia, la belleza impar

Nacimiento de Venus (detalle), de Botticelli.
Tuve noticias acerca de ella a través de Fernando, su hermano, a quien conocí en las reuniones de Gordos Anónimos.
Él fue quien me llevó de visita a su casa, ubicada en el barrio de Parque Centenario. Vivía en un departamento localizado sobre la calle Sarmiento, a unas tres cuadras del parque propiamente dicho. Fuimos allí después de una de las tantas sesiones de gimnasia y caminatas que realizábamos al aire libre en el citado espacio verde.
Me presentó entonces a Susana, su madre, quien me trató desde el primer momento de una manera deferente y cordial, como si yo fuese uno más de la familia. A punto tal llegaba ese afecto que, ya a las pocas veces de ir de visita a esa casa, me ofrecieron que me diese una ducha en el baño y me quedase a almorzar con ellos antes de retornar a mi domicilio en Liniers.
En una de las tantas veces que fui a esa casa, Susana me mostró un libro de fotografías familiares; en él aparecían Fernandito y su hermana menor Mircia, sobre quien no se cansaba de hacer notar lo bien que salía en las fotos. Y todo ello pese a que —me aseguraba— tales imágenes no hacían debida justicia a la belleza que tenía.
Debo confesar que la pequeña que aparecía en esas imágenes, una rubiecita delgada y de ojos claros, tenía la virtud de saber posar muy bien en cada foto: nunca salía con muecas o con sus ojos cerrados, a lo que se sumaba que la sonrisa esbozada siempre estaba perfecta. Sobre Fernandito, en cambio, esta señora decía que había salido igual al padre, don Fernando, quien aparecía en ese mismo álbum de fotografías, siempre con una sonrisa bonachona y su voluminosa figura.
El muchacho, a diferencia de su madre, me comentaba siempre que su hermana era una de las minas más vanidosas que pudieran existir.
Así, por intermedio de él, me enteré que ya cuando iba a la escuela primaria, la niña había tenido problemas con las compañeritas de grado; y todo originado porque siempre era a ella a quien elegían para las actuaciones en las fechas patrias. Según me confió, en esas fiestas su hermana se lucía; pero tal situación, más que por méritos propios, era el resultado de la dedicación que Susana ponía en la preparación de su hija.
Tan es así que, según contaba Fernando, su madre llegaba a gastar ingentes cantidades de dinero en el alquiler de pelucas frondosas si es que el personaje que Mircia debía caracterizar era una dama antigua, o una reina de cuentos de hadas, o bien el papel a representar fuese el de un hada mágica. Vestidos de alquiler suntuosos adornaban ya el cuerpecito de Mircia a temprana edad.
Otro tanto sucedió luego, en las fiestas patrias festejadas en el colegio secundario.
Ya pronta a finalizar sus estudios secundarios, durante el desfile de modas, para recaudar fondos con destino al viaje de egresadas de su curso, Mircia se había destacado muy por encima de las restantes chiruzas de sus compañeras.
Quizás su éxito durante la etapa colegial no descansara tanto sobre las calificaciones que alcanzaba en sus estudios, ya que ella no perdía tiempo en tales competencias, sino en la mejora de su aspecto y sus modales, me aseveró una vez Susana.
En las fotos de aquel álbum se podía ver toda esta evolución desde la niñez hasta la adolescencia.
Las fotografías familiares tomadas en las vacaciones estivales en las playas atiborradas de Mar del Plata mostraban invariablemente a dos marsopas, una elegante mujer y una diosa. Nunca faltaba algún colado baboso, retratado en segundo plano, que arruinaba la imagen.
A don Fernando no parecía importarle su exceso de peso, es por ello que era de lo más común encontrarlo en la cocina, sentado a la mesa y frente al televisor que había allí, con una picada suculenta de salamín, queso, maníes y aceitunas, una tentación a la que invariablemente me invitaba y que yo debía resignar, mientras que su hijo no recordaba ningún consejo de los recibidos en el grupo de apoyo al que íbamos. Al poco rato, toda la familia se agregaba a la mesa, incluso Mircia, quien comía a la par de los demás. Aún no comprendo cómo es que podía mantener esa línea perfecta y ese cutis aterciopelado con esa dieta abundante en grasas y calorías.
El día que conocí a esta chica, llegaba a su casa desde la Facultad de Ciencias Exactas, donde estudiaba; debo decir que exudaba simpatía. Nos presentaron, me saludó con un beso evanescente en mi mejilla derecha y pasó de largo hacia en el interior de la casa, supongo que hacia su dormitorio, pues no volví a verla durante el resto de esa jornada. No me explico cómo podía tenerle tanta bronca Fernando para decir tantas mentiras acerca de ella, como ese latiguillo con que la recibía siempre: “espejito, espejito, ¿hay alguna más bella que yo?”
En otra oportunidad, mientras estaba de charla con Fernando, Mircia pasó por detrás nuestro como una exhalación, rumbo a la cocina, donde se encontraba su madre, llevaba algo en sus manos, que después me enteré era una remera que se le había manchado con esmalte para las uñas y que se le había arruinado. Cuando nuevamente pasó de largo por detrás nuestro, con destino a su cuarto, creo que iba con lágrimas en los ojos, pues se detuvo frente al espejo del corredor que lleva hacia los dormitorios a observar si se le había corrido el rimel.
Para mejorar su presentación personal, su modo de expresarse, de caminar y de conducirse en reuniones, Mircia se había esmerado sobremanera. Había asistido a la academia de modelado Komm & Lon’s de los renombrados diseñadores franco alemanes Pierre Komm y Jean Lon. De su asistencia a estas clases había aprendido a manejarse tan bien que parecía una princesa cada vez que asistía a una reunión.
El día que los padres le hicieron la fiesta de graduación a Fernando, cuando se recibió de médico, Mircia acaparó la atención de todo el mundo. Había asistido vestida de gala y más bonita que nunca. Su vestido presentaba un escote generoso, mientras que dejaba a la vista toda su espalda.
Se paseaba a cada rato delante de un enorme espejo que había en la recepción del salón donde se efectuaba la fiesta, se observaba bien en él para asegurarse que ningún detalle inoportuno fuese a opacar su perfecto arreglo. No tengo idea qué perfume se habría puesto, supongo que alguno importado y exclusivo, pues ese sutil aroma hacía resaltar aún más sus encantos.
Ella no reparaba en gastos para todo aquello que realzara su belleza; por ejemplo: la de sus manitas, que sometía a un escrupuloso cuidado, tanto personal como por intermedio de una manicura de la peluquería que poseía un conocido estilista del ambiente. Aunque tal esmero en el cuidado tuviera sus contratiempos terribles, como en esa otra oportunidad, en que se había hecho tallar las uñas y dibujar con esmalte unos diseños tan llamativos como elegantes y tuvo la mala fortuna de quebrarse una de ellas al asir el secador de cabello. Me enteré de este percance pues Fernando se moría de risa de la situación. Él seguía su terapia en Gordos Anónimos, sin mejores resultados.
Las chicas de la facultad que la conocieron han hablado mal de ella siempre, sin duda por la envidia de verla así: bella y triunfadora. Yo, en cambio, debo estarle agradecido, pues por seguir su ejemplo me estoy por recibir de Contador Público.
Mircia siempre ha tenido como amiga a Rita, una chica del mismo barrio que ella y que es compañera suya desde los tiempos del colegio secundario. Con ella compartió los años de la adolescencia y de la juventud, ya que ambas siguieron juntas los estudios universitarios.
Esta chica, vanidosa y envidiosa a más no poder, influenciaba a Mircia con malicia para que no le eclipsara sus supuestos dones. La pobre jamás pudo arrimarse siquiera un poco a la belleza angelical de Mircia, y resultaba grotesca su imagen al lado de la su amiga. No obstante, para desmerecerla, se esforzaba por hacerle notar supuestos defectos y otras falacias por el estilo.
Culpa de ella, Mircia se realizó una cirugía estética corporal que nada aportó a su belleza natural; por suerte, cuando insistió con esas cuestiones de las operaciones y se hizo retocar la nariz, quedó tan bien como estaba antes, aunque su tono de voz cambió, se tornó de ahí en más en un susurro nasal, grave y sensual. Tal manera de hablar lo perfeccionó con la ayuda de los servicios de una fonoaudióloga y los constantes ejercicios que efectuaba frente a un grabador que había comprado para tal fin. Fernando, por ese entonces, se burlaba constantemente de su hermana, la apodaba “la locutora sexy”.
Obviamente, cuando ambas fueron al Brasil, a veranear con un par de compañeros de estudios, de las dos amigas habrá sido Mircia quien humilló con su encanto singular a todas las garotas que adornan esas playas cariocas.
En la discoteca a la que solía ir, Mircia era quien  siempre más se destacaba entre todas las que poblaban la pista de baile e indefectiblemente el acompañante de turno nunca estaba a la altura de ella. Si ganaba los concursos de baile, que a menudo se organizaban allí, se debía siempre a la gracia que tenía ella al moverse con suma delicadeza y armonía, mientras su imagen se veía reflejada en la infinidad de espejos que poblaban el lugar, y no por el mérito supuesto que podrían tener las morisquetas y aspavientos que hacía el bailarín ocasional que oficiaba de acompañante suyo.
A las chicas tan finas y hermosas como ella no les resulta sencillo encontrar su pareja. Por tal razón, Mircia desechaba constantemente a esos fugaces pretendientes que se empecinaban en su conquista. Ninguno de ellos pudo pasar de una segunda cita, por más que la acercasen a su casa en sus caros automóviles importados. Nada de eso podía conquistar a Mircia.
Por eso, no me explico como ahora, ya de grande, se pudo haber casado y tenido un par de hijos con Saúl, ese negro morcilla, mercachifle de barrio que lo único que tiene es una cadena de vendedores ambulantes indocumentados, de esos que se tiran a vender cualquier basura desparramada sobre el piso, en las veredas de las avenidas comerciales de esta ciudad.
     

viernes, 20 de abril de 2012

Rostros

Al mirar el espejo del botiquín ubicado sobre el lavabo, el reflejo le había devuelto ese mismo rostro anodino que asomaba cada mañana.
Impávida y desgreñada, esa imagen varonil mejoraba a medida que progresaba su acicalado: rasurada la barba, peinados los cabellos y cepillados los dientes, hasta parecía feliz.
Ante ese espectáculo, se propuso tener una jornada dichosa.
Luego, como hace cada rutinario día, se preparó el desayuno. Lo ingirió sin apuro: degustaba por largo rato cada sorbo de la infusión y saboreaba placenteramente cada uno de los bocados que le propinaba a esos bizcochos dulces, con los que solía acompañar siempre esa colación; un tarareo rompía la monotonía.
El tarareo de esa canción indefinida lo acompañó hasta la puerta de calle. Allí se encontró con el portero, don Ramoncete, un hombre empecinado desde siempre en que lo llamen “encargado del edificio”. Tras cruzar los saludos de cortesía de costumbre, pudo observar que este hombre llevaba marcado en su cara un semblante de tristeza profunda.
 –­¿Qué le pasará? –Se preguntó. Y, sin más, siguió su camino hacia la estación del subterráneo, lugar desde donde se trasladaría a su trabajo, una oficina del Ministerio del Interior, para cumplir su cotidiana y repetida labor.
Casi como un autómata bajó las escaleras hacia el andén del subterráneo y sin ansiedad esperó hasta que llegase la formación. Seguía ensimismado con el tarareo de esa canción cuando se sentó en uno de los tantos asientos laterales que poseía el vagón.
Entonces, como es su costumbre desde hace años, comenzó a observar a sus ocasionales compañeros de travesía. Los rostros que pudo ver, pese a lo extraño de su apariencia, no le llamaron demasiado la atención: siempre ubicaba alguna chica bonita en derredor donde posar su vista con preferencia, mientras dejaba que el resto del contorno solo fuera una excusa para no fijar la vista exclusivamente en ella.
Esa chica iba sonriente, mientras escuchaba algo a través de unos diminutos auriculares, que llevaba puestos y disimulados entre su cabellera larga y morena.
Al llegar a destino, debió dejar este espectáculo tan motivador para apearse del vagón y dirigirse a la diaria labor en la estrecha oficina del Ministerio…
La recepcionista lo recibió con una sonrisa embelesada, que contrastaba con el tono formal y monocorde de su saludo.
Camino a su lugar de tareas se cruzó con el siempre sonriente cadete quien -inexplicablemente- no sonreía como de costumbre. Su expresión era más bien de miedo…
Entonces, dejó de tararear esa pegadiza melodía, al caer en cuenta de que todo lo que lo rodeaba era demasiado extraño.
Por eso no se asombró para nada cuando al llegar al lugar donde estaban sus compañeros de oficina comprobó que, mientras chanceaban y se reían a mandíbula batiente con cuestiones banales y del consabido mal gusto de siempre, sus rostros denotaban sentimientos dispares: Prieto se notaba aburrido y cansado, “La Pochi” expresaba una mueca de suficiencia y soberbia, Lavallén mostraba un rostro de disgusto, pese a que su voz denotaba alegría al festejar los chistes del Gordo Palamara; quien, al cabo, era el único en el grupo que presentaba una sonrisa plena, coherente con sus ademanes y el tono de su discurso.
–¿Qué diablos es lo que pasa? –Se preguntó nuevamente; al notar que, desde esa misma mañana, ningún rostro reflejaba lo que decía.
Hasta que, unos minutos más tarde, al observar su rostro reflejado en el viejo y gastado espejo del baño de hombres, volvieron a su mente -recién entonces- los amargos momentos vividos la noche anterior.
Se indignó nuevamente al recordarla a ella: siempre tan solícita, tan sonriente y tan tierna.
Con esa misma ternura tan demostrativa con la que iba del brazo con ese desconocido, que tarareaba esa maldita melodía.
      

miércoles, 18 de abril de 2012

Ernestito Bacigaluppo

Sin dudas se puede aseverar que es un fanático, alguien insuperable en su adicción, hasta se podría sostener que no es posible que exista otra persona tan apegada a una manía como él en toda La Paternal, o en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.
La televisión lo ha hipnotizado.
Ya de pequeño Ernestito Bacigaluppo se pasaba las horas sentado frente a la pantalla del aparato, pese a las reconvenciones repetidas por parte de su madre, quien le espetaba imperativamente que se alejara del televisor, porque le podía hacer mal estar tanto tiempo cerca de la pantalla.
Su última máquina infernal, un televisor "picture in picture"
que le permite ver dos canales a la vez. .
A tanto llegaba la influencia de los programas televisivos sobre su conducta que, cuando era un niño y hablaba con alguien, no podía dejar de meter bocadillos del tipo: “¡Patapúfete!”, como decía Pepe Biondi, los “Ea-ea-pepé” de Carlitos Balá, o el “¡Cheee!”, como solía terminar su actuación José Marrone. Hoy, ya de grande, imita a Tinelli y se la pasa gritando “¡Señores y señoras!...” o “se viene…” cuando quiere que le presten atención.
Un imbécil total.
Si se producía un corte de energía eléctrica en su casa, se ponía como loco: con la expresión de su rostro desencajada iba recorriendo las casas de los amigos, para constatar que el corte de luz fuese general.
Si se les descomponía el televisor a los Bacigaluppo, los vecinos nos enterábamos de inmediato. Primero se presentaba en su casa el médico, para atender a Ernestito, que sufría un ataque (su madre decía que de asma o de algo por el estilo) y luego llegaba el técnico en radio y televisión para reparar el aparato descompuesto.
Su miopía lo había condicionado a tener que utilizar gafas desde muy chico, razón por la cual su visión disminuida le imponía acercarse al televisor a una distancia que podríamos considerar como poco usual. Su madre, infructuosamente, insistía con que se separara de la pantalla, que le podía hacer mal a la salud. Pero al fin, condescendiente como toda madre lo es, se apiadaba de él (a causa del problema visual que lo afectaba) y le dejaba estar tan cerca que parecía que iba a deglutirse el aparato.
En realidad él veía perfectamente la imagen de ese televisor pero, embelesado por el espectáculo, se acercaba lo más posible al cristal en su afán de ingresar dentro de la acción que transcurría en la pantalla.
En su casa, al susodicho prodigio de la electrónica lo habían terminado por ubicar sobre un mueble alto, un aparador tipo americano que había en la sala, con la excusa de que al estar en ese lugar se lo podía visualizar mejor; en realidad, la idea era preservar al aparato de las manipulaciones de Ernestito, quien no perdía oportunidad para toquetear las perillas de los controles: brillo, contraste, vertical u horizontal siempre “necesitaban” un pequeño retoque de su parte. A lo que seguía el imprescindible ajuste posterior de parte de sus padres, para volverlo a poner en sintonía, ante los ruegos lacrimosos e insistentes de Ernestito, quien ya no podía solucionar el desbarajuste que él mismo había creado.
De pequeño, ante un descuido de los padres, les sacó dinero suficiente para enviar cientos de cartas a un concurso televisivo para ganar una pelota de fútbol, premio que se llevó otro ignoto pibe, ante la desazón de Ernestito y la bronca de su padre cuando descubrió la travesura, la que obligó a la familia a pedir al fiado en los comercios del barrio hasta llegar a fin de mes y cobrar el sueldo.
Frente a la caja boba miraba de todo, desde las series de aventuras tipo "Lassie", hasta programas para las amas de casa, como lo era “Buenas Tardes, Mucho Gusto”.
Gracias a ese personaje popular que componía Alberto Olmedo, el Capitán Piluso, la madre lograba que Ernestito tomara la leche en la merienda, aunque mientras lo hiciera no despegase la vista de la pantalla del televisor. Para ello le avisaba desde la cocina:
— Ernestito, la leche.
De este modo, esta madre remedaba a la voz que en “off” le indicaba al personaje televisivo que había llegado el momento de que tomase su nutritivo alimento.
El día en que Ernestito —por fin— pudo ir a presenciar un programa de televisión, sufrió una de sus más terribles decepciones: ver ese estudio, con su techo atiborrado de parrillas con reflectores de todo tipo, las cámaras que incesantemente se movían de aquí para allá y un ejército de asistentes que trajinaba tras las mismas, con el piso lleno de cables, la presencia de micrófonos y de auriculares, más otros pavotes que le decían: “ahora aplaudan”; “ahora ríanse”, “ahora silencio”. Los animadores y los actores se mezclaban informalmente con los técnicos durante las tandas publicitarias, olvidando sus roles de ficción...
Todo ese espectáculo no tenía nada que ver con aquello que él se había imaginado. Para peor, ni siquiera pudo concentrarse en la trama del programa.
Se juramentó no volver a pisar un estudio de televisión.
Pese a los ruegos de sus progenitores, no revisó tal decisión ni aún después de que en un programa de preguntas y respuestas, donde se entregaba un premio millonario al ganador, un concursante llegara a la última pregunta sobre “historia de la televisión argentina” y la contestara mal. Mientras que él, que no se había perdido ninguna emisión de ese programa, siempre respondía de manera acertada todas las preguntas formuladas en ese concurso (indefectiblemente antes que el concursante), incluso esa que fuera la última y fatal para aquel pobre hombre.
Los padres se agarraban la cabeza.
De chico, cuando el sintonizador del viejo televisor en blanco y negro que reinaba en su casa se deterioraba y obligaba a que le efectuaran una limpieza, se comedía para ayudar a su padre en tal tarea. No por servicial, sino porque quería que quedara en funcionamiento lo antes posible. Más de una vez le mezcló —sin querer— las bobinas del sintonizador al padre y luego los canales salían sintonizados en cualquier lugar del dial. Ante la bronca del padre y la desesperación del hijo.
Era conmovedor verlo a don Gumersindo, el padre de Ernestito, trepado al tejado de su casa, sobre todo en esos días helados y ventosos del invierno porteño. Pasaba horas en ese lugar, en un intento vano por posicionar correctamente la antena del televisor, bajo las imprecisas instrucciones de su hijo, quien si se llegaba a entusiasmar con lo que veía en la TV bien podía llegar a olvidarse del padre.
Las armazones de los lentes que Ernestito utilizaba para corregir su miopía eran de celuloide con formato de pantalla de televisión, tal cual como los que emplea hoy. Jamás pensó en adquirir lentes de contacto u operarse la vista.
Piensa que al ver a sus interlocutores a través de sus —digamos— sendas pantallitas de TV estas personas adquieren cierto aire de suficiencia y autoridad, cual héroe televisivo.
No es más que otra de sus manías increíbles.
Cuando debía ir al baño y suspender su visión televisiva, no perdía el tiempo, se llevaba para leer alguna revista: la Radiolandia - Tevelandia, la TV Guía o el Canal TV, según fuera la época.
En el bachillerato, sus compañeros lo llamaban con sorna “Teve-Nito”, pues ya los tenía cansados a todos con sus comentarios televisivos. Aunque se valían de él y de sus conocimientos para saber en qué canal, qué día y en que horario se daba tal o cual programa.
Como ya se dijo, al emplear el léxico que la televisión le proveía, tuvo bastantes problemas; por caso, si intentaba la conquista de alguna chica que le resultara atractiva, irremediablemente empleaba frases hechas, por demás rebuscadas y cursis, sacadas de los soporíferos teleteatros con los que entretenía sus tardes. Ellas huían despavoridas.
Le empezó a interesar el fútbol gracias a que en la televisión comenzaron a emitir los partidos. Pero, la misma pasión ya la había sentido varias veces antes: cuando lo que se había transmitido era un certamen de hóckey sobre patines, u otro de vóley, o un concurso de bonsai, o un Gran Premio Carlos Pellegrini de turf. Incluso, solía levantarse de madrugada si había una pelea de boxeo en Japón u otro evento por el estilo en algún país con un huso horario muy alejado del nuestro.
Con la llegada de las primeras computadoras portátiles, aquellas que empleaban la pantalla de los televisores para emitir sus imágenes, Ernesto decidió comprar una de ellas, de inmediato. Pensaba que mediante estos aparatos podría realizar unos programas maravillosos que lo entretendrían más que la vieja televisión. No pudo ser.
Comprobó que perdía demasiado tiempo en sus intentos de desarrollo de algún modesto programa y —además— si pretendía divertirse con alguno de esos primitivos juegos para computadora, ya la tarea de cargar esos programas desde una casetera le resultaba insoportable por lo prolongada y falible, para que todo diera como resultado unos juegos demasiado simples y predecibles. Todos estos inconvenientes lo desengañaron muy pronto de las bondades de tal equipo, al fin y al cabo él era un espectador, no un actor.
Vendió aquella “Commodore 64” al mes de haber sido comprada.
El comienzo de las transmisiones en TV color lo encontraron a Ernestito Bacigaluppo endeudado con un crédito a doce meses para pagarse el nuevo aparato receptor. Jamás se le pasó por la cabeza que él, justamente, se pudiera perder la primera transmisión en colores de la Argentina.
Cuando coincidían los horarios de emisión de dos programas que le gustaran muchísimo (ya que todos, sin excepción, le gustaban) se amargaba fatalmente y como paliativo se pasaba todo el tiempo cambiando de canal en los momentos de la tanda comercial, tanto de uno de esos programas como del otro. Y si, por desgracia, en ambos canales coincidía el momento de los avisos, se mandaba una puteada que se escuchaba desde la esquina de la cuadra.
Con la llegada de las grabadoras hogareñas de video se le solucionó un poco este problema; pero, al poco tiempo, al instalar el servicio de video cable en su casa, la cantidad de programas a grabar excedían en número a todas las grabadoras que pudiera poseer, ya fueran propias, pedidas prestadas o bien alquiladas (llegado un caso extremo de necesidad). Y después de todo, ¿cuándo podría ver tales programas si el día tiene SÓLO veinticuatro horas?
Tras esos cristales rectangulares de sus lentes se vislumbraban ojos enrojecidos enmarcados en eternas ojeras…
Nunca se casó.
Aquellas pocas mujeres que se cruzaron en su vida, atraídas al principio por ese hombre extraño que exhibía un profundo conocimiento de las novelas televisivas y demás programas para la mujer, bien pronto quedaban aburridas ante el fanático que, con idéntico énfasis, podía comentar al detalle una receta para cocinar un bizcochuelo de mandarinas o un documental sobre la cría del gusano de seda en la China antigua.
Era casi imposible que hubiese una segunda cita; el primer inconveniente para Ernestito era hallar un momento libre en la grilla televisiva donde insertar tal actividad. Y en esa época las chicas difícilmente salieran con un extraño a las dos de la madrugada, al finalizar los canales de TV su programación diaria. Por suerte, Ernesto Bacigaluppo, pudo suplir tal carencia con la compañía de innumerables películas.
Hoy, con su cabeza poblada de canas, enterado de que a través de Internet puede volver a disfrutar con aquellas series de sus tiempos idos, se pasa las horas enteras frente a la computadora que se compró, en una búsqueda incesante de fragmentos de aquellos programas memorables con los que llenaba sus días lejanos.
También, nostálgico, piensa que desde algún rincón mágico de la casa se escuchará nuevamente la voz de su madre diciéndole:
“Ernestito, alejate de la pantalla que te puede hacer mal”.
      

lunes, 16 de abril de 2012

Las mellizas Guanti

Los viejos vecinos del barrio recuerdan aquel día por la noticia sensacional: habían nacido unas mellizas iguales entre sí; mejor dicho, idénticas entre sí.
Esta novedad, convertida en el comentario obligado de cuanta comadrona poblara varias manzanas a la redonda, daba cuenta de lo insólito del caso: Trascendía que hasta en el peso que habían tenido al nacer estas bebas no se sacaban diferencia alguna; ambas pesaron exactamente igual: dos kilogramos quinientos cincuenta gramos, aseveraba la partera, doña Olinda.
Par de guantes reversibles (idénticos)
Las ubicaron en el mismo moisés, ya que por su pequeño tamaño cabían perfectamente ambas en él. Eran muy inquietas, y se revolvían constantemente en ese lugar compartido, por lo que se mezclaban constantemente. Pese a los cuidados de su madre, nadie podrá asegurar que no se les hayan permutado los nombres repetidas veces. Las cintitas de colores que les habían puesto para identificarlas, se soltaban de sus menudas muñecas.
Este problema acabó a partir del momento en que las bebas comenzaron a entender cuál era su nombre y en consecuencia respondían ante la mención del mismo. Supongo.
Ya desde aquel primer día sus padres las vistieron con ropas idénticas, en franca observancia a esa costumbre tan absurda de aumentar el parecido entre sus hijas y enloquecer a todo aquel que quisiese identificar a cualquiera de ellas. En contrario a lo que se pudiera suponer de estos malentendidos, las muy pícaras hermanas se divirtieron siempre con ello. En estas ocasiones, ante el confundido interlocutor, ellas cruzaban miradas pícaras y reían con falso pudor.
Es sabido que hay gemelos que son prácticamente iguales, aunque siempre es posible encontrar una pequeña diferencia entre ambos que los identifica. Este no era el caso, pues además de hermosas, las mellizas Guanti eran idénticas en todo: desde la parte física, hasta la modulación y el tono de la voz, sus refinados modos, sus gustos y sus gestos.
Solían decir que hasta sus huellas dactilares coincidían. Aunque, alguien les oyó decir alguna vez que, entre sus travesuras de juventud, se habían tomado la licencia de empadronarse mediante el ardid de presentarse una sola de ellas para ambos trámites. Como  resultado de esta acción, las huellas dactilares presentes en los archivos resultaban idénticas, para ambas jóvenes.
Este intercambio de posiciones ya lo habían perfeccionado en el colegio, donde, más de una vez, había rendido exámenes la más preparada de las dos, siempre en nombre de aquella que lo necesitara. Su caligrafía era idéntica, también.
Entre sus familiares y amistades, más de uno porfiaba que la foto de comunión, en la que aparecían ambas cruzando miradas con ternura, era en realidad un burdo truco fotográfico, consistente en la imagen de una de las niñas enfrente de un espejo.
Los libros que más gustaban de leer eran Príncipe y mendigo, de Twain y aquel de mosqueteros, que refiere la historia del hombre de la máscara de hierro, de Dumas. Su admiración recaía sobre todo par de artistas que fuesen mellizos: ya se tratase de las dulces y tiernas niñas Serrantes de la televisión, más conocidas por sus apelativos de Nu y Eve, o las Kessler, unas bailarinas alemanas que causaban furor en el Lido de París. De las películas, no se despegaban de la pantalla del televisor cada vez que emitían "Alias flequillo", con José Marrone, que encarnaba un personaje que tenía un sosías, idéntico a él, o se embelesaban ante cualquier película de las Legrand.
En su lecho de muerte, la madre de ambas les había pedido que nunca, por razón alguna, se pelearan o separasen, que se quisieran mucho y buscaran ante todo la felicidad. Ellas mismas comentaron, años más tarde, que ese mismo día se prometieron cumplir con el deseo de su madre, y que para ello serían tan unidas como jamás nadie lo había sido antes.
Pese a esa unión tan notable entre ellas, durante un buen tiempo, todos se acostumbraron a ver como solo una de ellas salía con alguno que otro muchacho; de manera circunstancial y por poco tiempo. Esta actitud, sin duda, marcaba una diferencia notoria en la conducta de las hermanas.
Pasados unos años en esa rutina, todos quienes las conocían se sorprendieron al comprobar que ambas se habían puesto de novias a la vez, y con unos elegantes muchachos, desconocidos por completo en ese barrio.
Se casaron el mismo día, en la misma iglesia y ceremonia. Como no podía ser de otro modo, los respectivos esposos, a más de no ser gemelos, ni siquiera hermanos, poseían un parecido notable: ambos tenían idéntica talla, color de piel, cabellos, ojos, etcétera; si hasta sus nombres eran similares, pues se llamaban Saúl Rizzo y Luis Rossi.
Como ya se imaginarán, los vestidos de novia y los tocados que utilizaron eran calcados el uno del otro.
Compartieron fiesta y viaje de luna de miel. Volvieron tan felices, que daban envidia.
Don Guanti cedió a los matrimonios la amplia casa paterna, mientras se mudaba a un departamento más reducido, ubicado en las proximidades de su otrora casa. De este modo permanecía cerca, pero independiente; era conocido por ser un tremendo picaflor, el viejo. Y seguramente deseaba privilegiar su intimidad.
Las mellizas siempre organizaban las salidas de paseo para que fueran de a cuatro: ellas y sus respectivos maridos, que eran obligados a vestir también con atuendos similares. A su paso, todo el mundo volteaba la cabeza para observar la curiosa escena.
Esta costumbre la seguían inexorablemente, incluso hasta cuando iban de vacaciones de verano a Santa Teresita: allí compartían la casa de un tío de ellas.
Estos pobres maridos se las veían en figurillas en aquellas vacaciones, asaltados por la duda en todo momento en el que, al observar a la cuñada, les parecía que se trataba de su propia esposa, y viceversa.
No era fácil la vida de esos hombres, que no podían identificar con certeza a sus respectivas mujeres.
Azorados pudieron comprobar aquellos soleados días de playa que ambas hermanas, que lucían idénticos bikinis diminutos, no poseían sobre la piel ni el más insignificante lunar que les permitiera identificarlas.
En estas inauditas circunstancias, lo único que los podía salvar era la aparición inesperada de alguna pequeña imperfección cutánea en alguna de ellas. Así, con cierta seguridad, podían saber quién era cada una de ellas, o al menos estar seguros que se trataba siempre de la misma mujer.
Cuando uno de ellos les sugirió, medio en broma medio en serio, si no se estarían haciendo las graciosas, intercambiando lugares, las mellizas se miraron con picardía, mientras emitían sus bien conocidas risitas cómplices, y negaron tal conducta, a la vez que –de inmediato— contraatacaron, y le preguntaron a ese desdichado si no era acaso él quien se estaba poniendo un poco lujurioso.
Invariablemente, la duda crecía en la mente de estos hombres, que para peor ya comenzaban a mirarse con desconfianza mutua.
Todo esto terminó de repente, cuando un ataque cardíaco se lo llevó a Rizzo.
Fue llamativo para todos como ambas hermanitas lo lloraron, con idéntico pesar y dolor. Se consolaba la una a la otra.
A partir de entonces, la hermana viuda se apegó aún más a su gemela. Por esos días se las vio bastante desmejoradas. Justo a ellas, que eran unas bellezas radiantes.
Al poco tiempo, Luis se paseaba del brazo de ambas mellizas que, como siempre, vestían idéntico atuendo.
Contra toda suposición sobre un fastidio en el marido, por la intrusión de la gemela, todos pudieron observar que se los veía nuevamente muy felices. Hasta se fueron los tres juntos de vacaciones en el verano siguiente a la misma casa en la playa…
Se comentaba por lo bajo que ese hombre debería ser un pusilánime, un débil de carácter. Solamente así se explicaría que las hermanas lo llevaran tan de las narices a cualquier parte. Y él siempre tan feliz, con esa sonrisa lánguida en el rostro y sus ojos entrecerrados de dicha.
Pero, como toda felicidad es solo pasajera, lo impensado sucedió: murió una de las gemelas.
Según parece (es la versión oficial de los interesados) quien falleció fue la viudita. Prueba evidente de ello es que, tras el comprensible drama del luto en los deudos, la sobreviviente siguió con su rutina marital.
Por cuanto las huellas dactilares de estas mujeres eran idénticas, nunca se pudo establecer lo que pasó con ellas.
Hoy, esa pareja anodina, no llama la atención de nadie…
      

sábado, 14 de abril de 2012

El "Sapito" Balbuena

Autorretrato dibujado por Balbuena.
Nadie conoce su nombre de pila.
Entre quienes comparte sus días ha sido siempre "El Sapito" Balbuena, el menor entre los hijos varones de don Atanasio.
Este mote de "Sapito" le viene de lejos: se lo han impuesto sus hermanos mayores, en algún temprano momento de su tierna infancia, esos mismos desalmados que siempre lo han tenido por el “petiso para los mandados”.
El Sapito Balbuena es un personaje de piel cetrina y cabello lacio y negro, de baja estatura y amplio tórax; su rostro exhibe siempre una sonrisa amplia, de oreja a oreja. Completan su fisonomía facial una nariz chata y unos ojos verdes, pequeños y vivaces. Sobre esta base, no es de extrañar que sus hermanos hubieran elegido un nombre de batracio para denominarlo. Por otra parte, él jamás esbozó ninguna crítica ante el apelativo que le habían endilgado.
Los muy canallas se aprovecharon siempre de él. Lo han tenido de sirviente: “Sapito traéme las alpargatas”, “Sapito, andate al quiosco a comprarme pitillos”, “Sapito andate a la esquina a ver si llueve”…
Si quien le pedía que fuese a comprarle algo era Pepe, el mayor de los Balbuena, el Sapito de inmediato dejaba de hacer aquello que tuviera entre manos, para satisfacer el pedido.
Como resultado de este aprendizaje, el Sapito siempre merodeaba alrededor de los demás, solícito y presto a satisfacer cualquier servicio que le requiriesen, por más leve que pareciera.
Así se crió. Y así quedó marcado para siempre: el Sapito, aquel que iba a los saltos a cumplir con los mandados.
No hablaba casi nunca. De su boca solamente salían frases de agradecimiento o de festejo ante la menor ocurrencia de quien compartiera un fugaz momento con él.
Eterno satélite de cuanta persona anduviese sola por allí, jamás se atrevió a molestarlos con interrupciones ante las diversas chácharas inconsistentes, o simplemente aburridas, con las que lo atiborraban. Es más, prestaba suma atención a todo lo que escuchaba, cual si fuesen verdades reveladas.
Como seguidor fiel, se convertía en la sombra de sus amigos. Les servía de festejante incondicional cuando contaban cualquier chiste, por burdo o sin gracia que fuera. Si a ese interlocutor, en cambio, lo aquejaba alguna pena, el Sapito lloraba a la par de él.
Los fanfarrones se ufanaban ante él, y el Sapito les creía todo. Y se alegraba de esos supuestos logros o triunfos de los fabuladores, a tal punto que los felicitaba efusivamente. Nadie empequeñecía su ego al lado del Sapito.
Como no podía ser de otra manera, consiguió trabajo en Las Grandes Tiendas, la empresa comercial más importante del poblado. Su labor: cadete todo servicio. Obvio.
En el cumplimiento de esa función se encargaba de llevar y traer de todo. Los vendedores de vestimenta femenina lo utilizaban para que fuese al depósito a buscar prendas de los talles más inverosímiles, lo mismo hacían los vendedores de calzado, por lo que el Sapito iba y venía cargado de cajas de zapatos o vestidos de todo tipo y color.
Al verlo tan diligente, puso sus ojos en él Sarita, la muchacha de la Sección Embalajes.
Diminuta y feuchita, sus ojos lo veían como un apuesto y servicial hombre. Quizás esto tuviera su explicación en la enorme graduación de los cristales de sus gafas.
Lo cierto es que el Sapito, que sería muy servicial pero nada tonto, enseguida se dio cuenta de que esa petisita lo miraba constantemente con sus enormes ojos (vistos así por el colosal aumento de los cristales, claro). Como sucede con todo enamorado, dentro de su corazón surgió el deseo irrefrenable de estar junto a ella.
De ahí en más, el Sapito no paraba de llevarle a Sarita, para embalar, aquellos objetos que habían comprado los clientes, todo con un solo fin: estar cerca de ella.
Pronto Sarita se percató de que como resultado de esta nueva situación trabajaba como loca y que el Sapito no le dirigía la palabra. A lo sumo él le dedicaba unas pocas y escuetas órdenes cada vez que le dejaba una parva de mercadería, para que hiciese su labor.
Ella también era callada. Y tímida.
Como es bien sabido, estas actitudes de atracción mutua no pasan desapercibidas para los restantes empleados de estos lugares.
Ellas comenzaron a incentivar a Sarita: que se vistiera con un mayor atractivo, que dejase de usar esa melenita antigua e insulsa, que se pintara los labios y se maquillase los ojos. Ella les hizo caso en todo, aunque su apariencia no mejorara gran cosa.
Por su parte, los muchachos de la tienda le decían al Sapito que era un boludo, que la petisa estaba loca por él y que si no se apuraba, la minita se iba a cansar de esperar y se la iba a terminar robando “Jopito” Jiménez, el picaflor (un personaje típico, que nunca falta en esos lugares donde trabajan muchas chicas).
Es así que el Sapito se animó.
Lo único que se le ocurrió fue ofrecerse para ayudarla con los embalajes. Le dijo que él podría facilitarle la labor: “Y que lo haría con mucho gusto”.
Hoy no solo la ayuda con las labores que ella debería hacer, sino que también lava toda la ropa de la casa, luego la tiende, más tarde la plancha, a su debida hora cocina, hace las compras, saca la basura a la calle, lleva los chicos a la escuela y además, como siempre, sigue como cadete todo servicio en Las Grandes Tiendas.

jueves, 12 de abril de 2012

Siguen allí

Tío, abuelo, madre y casa (1941).
Dicen que todo aquello se fue, que ya no está más. Yo no lo creo, ¿a quién se le puede hacer creer semejante cuento?
Me refiero al asunto ése, el de la casa chorizo, con su galería, con su jardincito al frente, con la huerta y el gallinero en el fondo del lote, con su baño aislado, con puerta hecha en madera, que dan al patio de piso de ladrillo.
Digo, esa casa con su cocina de paredes oscuras, por causa del tizne que le deja el humo del eterno fogón a carbón, donde se cocinan esas comidas tan sabrosas, que me gustan tanto. Ahí, donde está el receptor de radio, eternamente encendido, para que suene un tango o se oiga la novela, o bien todas esas propagandas cantadas con estribillos corales tan pegadizos y que conozco al detalle.
Hablo de la misma casa aquella, que tiene su salida a través de esa puerta hecha en un bastidor de caños, con su alambre artístico y su cerradura tipo corredera máuser. La que tiene un cerco, también hecho con el mismo tipo de alambrado, donde crece una ligustrina que da intimidad al lugar y una buena sombra para la siesta estival del perro Batuque.
En ese lugar está también ese jardincito humilde, con sus rosales o sus geranios, siempre llenos de flores y las madreselvas perfumadas, las infaltables plantas frutales, donde no falta el limonero generoso, o la higuera llorona.
Y también la canchita para jugar a las bolitas del frente de la casa, ubicada más allá de esa vereda de ladrillos desparejos, siempre protegida por la sombra del sauce llorón.
Dicen que si alzara la vista ya no vería pasar al trolebús silencioso, o a esos automóviles negros y voluminosos, esos Ford, Chevrolet o De Soto, que siempre producen ese ruido característico, el típico de sus cubiertas sobre el asfalto caliente y pegajoso, en medio del silencio que reina durante las tardes calurosas.
No lo creo. Seguro que si voy para allá ahora mismo encontraré —como siempre pasó— al vecino, Don Gaitano, ese tano vestido con la eterna camiseta de algodón sin mangas y con su pantalón de gabardina ancho, sujeto a su cintura por una faja negra, con su toscanito apagado entre labios, que rodea esa barba perenne, de un par de días.
Seguramente, estará sentado en su silla de madera, con asiento de paja, y con el respaldo puesto hacia adelante, donde siempre apoya sus brazos robustos y desde donde otea al mundo.
Veré a su perro de raza indefinida echado a su lado, aburrido como él, mientras espanta cansinamente al mosquerío, con esos raros y espasmódicos movimientos del pelaje.
Por eso, sólo deberé entrar a esa casa, tener cuidado para eludir la efusividad del Batuque, de modo que no me ensucie la ropa con su festejo, invariable y sincero. Y allí, seguro, estarán recibiéndome los que más quiero, porque yo soy parte de ellos. Son mi familia.
Si, ya puedo ver todas esas miradas francas...
Así como fue, es y siempre será.
    

martes, 10 de abril de 2012

Jaboncillo

pintura de Florencio Molina Campos

Mientras siga esa costumbre tan arraigada de tomar mate en rueda, seguirán contándose historias insólitas entre los parroquianos,  a solo efecto de amenizar el paso del tiempo.
De este relato, que paso a exponer, he sido testigo una fría tarde de agosto, mientras mateaba frente al brasero, en compañía de una serie de paisanos de Monte Redondo, un paraje del departamento Villa Rosa, en Catamarca.
—La culpa de todo la tiene esa maldita seborrea del cuero cabelludo. —Se lamentaba Pantaleón Robles.
Muchacho agraciado, si los hay, Pantaleón vivía obsesionado por su apariencia estética.
A tal punto llegaba en su afán por ese cuidado, que no se le escapaba detalle alguno en su atuendo; hasta la presencia de alguna arruga imaginaria en sus vestimentas, era eliminada, para que no opacase su elegancia.
Solía vestir completamente de negro, pues ese color resaltaba la esbeltez de su figura varonil, a la vez que hacía un perfecto juego con sus renegridos cabellos, aducía. Matizaba siempre su estampa con algún adorno en color rojo sanguíneo, como ser un infaltable pañuelo al cuello o unas vistas rojas en su negro sombrero. Se lo veía siempre bien arreglado al hombre: cabello recortado y peinado con fijador y una barba candado tan renegrida como su cabellera. Sus ojos eran de un azul cobalto extrañísimo, único por esos pagos.
Era nuevo en el pueblo. Se decía que venía del Tucumán, y pese a los esfuerzos en ese sentido, nadie pudo especificar razones valederas para tal mudanza.
Mas todo este esfuerzo por aparecer vistoso no tenía como objetivo ningún afán narcisista en este muchacho. No, la verdadera razón que motivaba sus desvelos era tornarse irresistible para las chicas. Ellas sí que constituían su obsesión.
Pero, la persistente seborrea que reinaba en su cuero cabelludo lo tenía a mal traer a Pantaleón, ya que venía acompañada de una caspa persistente, cuyos efectos se destacaban sobremanera en las negras hombreras de su atuendo.
Desesperado, fue a consultar al médico del pueblo, el doctorcito Mendiguren, quien le indicó que mediante la aplicación de jabón de azufre sobre sus cabellos obtendría muy buenos resultados.
Así lo hizo Pantaleón. Se lavaba la cabeza dos y hasta tres veces por día con el bendito jabón de azufre. Los resultados del tratamiento fueron excelentes. Tal comprobación lo dejó feliz.
Pero, Pantaleón no contaba con la superstición de las jóvenes de poblado. 
En los bailes que se organizaban los sábados, ellas, las que se llegaban desde poblados vecinos, al verlo de lejos, se embelesaban de inmediato con su semblante y la apostura varonil que exhibía, enmarcado todo en la notable elegancia de su vestimenta y su cuidadoso aseo personal.
Pero, toda aquella que entablara una relación y se acercara a él lo suficiente para ser presa de los primeros arrumacos íntimos descubría, entrometido entre el olor de los perfumes que se aplicaba el mozo y sus seductoras palabras, un tenue aroma azufrado en la piel del joven galán; entonces, huía despavorida. Pantaleón quedaba perplejo ante tales conductas, que se repetían idénticas con cada una de las chicas que conseguía abordar en tales reuniones.
De ahí surgió el lamento de este hombre.
Se dice que algún feúcho envidioso, de los que nunca falta (y al que algunos pocos identificaban con el doctorcito Mendiguren), había hecho correr el rumor entre el mujerío que asistía a esas reuniones, de que el tal Robles era en realidad el mismísimo Mandinga.