jueves, 29 de marzo de 2012

Las antipáticas

De chico me llamaba mucho la atención el comportamiento de ciertas niñas.
A diferencia de aquellas otras, que eran amigas mías y con las cuales podíamos pasar horas enteras inmersos en esos juegos inocentes de la niñez, como ser: el martín pescador, las escondidas o la mancha; esas otras pequeñas no solo no se juntaban con nosotros a divertirnos sanamente, sino que nos daban vuelta la cara al pasar y ni siquiera nos saludaban.
Por lo general, se mostraban en la lejanía del portal de sus casas, inaccesibles, desde donde nos observaban.
Si se dirigían hacia alguno de nosotros era para dirigirnos una frase descomedida o, simplemente, insultarnos. Y el colmo de la ofensa que nos proferían era darnos la espalda, agacharse y levantándose la corta falda de su vestido, mostrarnos la bombacha.
Eran las antipáticas.
Por supuesto que crecieron, como lo hicimos cualquiera de nosotros y es seguro que algún desdichado habrá de soportarlas... ahora mismo.
      

miércoles, 28 de marzo de 2012

El escondite del mellizo Adolfito

Aquella tarde invernal habíamos construido una pequeña choza con ramas de árboles, al mejor estilo de las piras que se alzaban durante los días previos a la noche de San Pedro y San Pablo.
Una vez finalizada la tarea, nos dedicamos a jugar, ya fuera a las escondidas como a cualquier otro entretenimiento que nos demandara correr o saltar todo el tiempo y efectuar un gran despliegue físico. En eso estábamos cuando el pobre Adolfito tropezó y cayó en medio de una zanja (justo en el zanjón enorme ubicado frente a la casa de Don Giuseppe).
De resultas del percance, empapó con agua sucia sus zapatos, medias, pantalón corto y calzoncillos.
El tiempo estaba bastante frío, por lo que permanecer con la vestimenta mojada potenciaba los efectos gélidos del clima; además, si intentara retornar a su casa para cambiarse de ropas, por otras secas y limpias, sería descubierto de inmediato y el estado calamitoso en que se encontraban las mismas le aseguraban una paliza materna ni bien traspusiese la puerta de su domicilio.
Ante este panorama, la gran idea que se me ocurrió fue que Adolfito se quitara las prendas mojadas y se escondiera en el interior de la choza, mientras que nosotros —optimistas plenos de inocencia— poníamos a secar sus ropas y calzado, apoyándolos a tal fin sobre la enramada superficie de la choza, al calor de los rayos solares. Por cierto que ese sol invernal poco pudo aportar a tal solución, utópica por cierto.
Mientras estábamos en espera del milagro de la evaporación, con Adolfito medio desnudo y avergonzado en el interior de la choza, a lo lejos vimos a su madre, que venía acercándose.
Esa aparición impensada causó un gran temor entre el piberío: podría encontrar a su hijo en tan embarazosa situación, que era peor que hallarlo sucio.
Lo primero que se nos ocurrió fue disimular lo que estaba pasando de la mejor manera que pudimos; de modo que ni bien esta mujer llegó hasta donde nos encontrábamos y nos preguntó si lo habíamos visto a su hijo, la respuesta fue tan unánime como obvia: con nuestra mejor cara de inocentes respondimos que ninguno de nosotros lo había visto, ni sabía nada acerca de su paradero.
Mientras le comentábamos esto, ostentosas se mostraban las ropas del pequeño, al rayo del tenue sol, apoyadas sobre las ramas de la choza.
     

martes, 27 de marzo de 2012

Descubrimientos

Se maravillaba por los avances obtenidos, analizaba su experiencia en la plenitud de un goce íntimo y materialista.
La otra persona alcanzaba -apenas- la calidad de un objeto integrante de un tesoro. Recordó el placer que le produjo estar en aquella compañía; rememoraba su cercana presencia, el haber sentido su respiración tenue (solo gracias a la cercanía entre los cuerpos). Se extasiaba con el recuerdo de la tersura y lozanía de aquella piel, con la apariencia sedosa de aquellos cabellos que, arreglados para la ocasión, no habían escapado a su percepción. Y esa mirada...
Se puede decir que a duras penas había conseguido oír su voz, desfigurada por los gritos y casi inaudible, por causa de la estruendosa música que envolvía el local bailable.
Le extrañó que, pese a la charla agradable que mantuvieron, nada relevante sabía. Carecía por completo de algún indicio que le dijese lo que pasaba por la mente de aquel otro ser.
Además, una sensación de alivio y de curiosidad, le recordó también que la penumbra reinante se había encargado de desvanecer las facciones de los rostros, tanto las del propio como las de su acompañante.
Le consolaba la idea de que aquel atractivo rostro sonriente sería visto nuevamente, a la luz del día y en un lugar más propicio. 
Mañana a la tarde es la cita.
Esta noche no pueden dormir por la excitación de tan prometedor feliz descubrimiento.
   

sábado, 24 de marzo de 2012

Amor impensado

Extraño destino el de Saúl Sosa.
Hombre dueño de una locuacidad mayúscula, atiborraba con sus múltiples discursos y exposiciones a cuanta persona le se acercase.
Tenía por manía garabatear sobre cualquier superficie apta para su estilográfica inescrutables esquemas y frases, con el solo fin de dar mayor énfasis a sus argumentaciones; y tal acción tenía lugar ya fuera en las servilletas presentes sobre la mesa de un bar como en cualquier periódico o revista que tuviese a mano en ese momento, el detalle nimio de que tal publicación fuese de su propiedad o ajena no hacía diferencia alguna en su conducta.
Pero, valga decir, Saúl Sosa tenía un pequeño defecto en la dicción: ceceaba.
Tal característica le causaba terribles inconvenientes a la hora de anotar sus famosas frases sobre aquellos variados papeles, pues confundía constantemente la letra ese con la zeta, o con la ce, con lo cual sus escritos resultaban poco menos que graciosos. Entre las pocas palabras en que nunca erraba la ortografía, aparte de las de su nombre y apellido propios, se podían contar a: zarzuelas, zozobra o zonzo.
Si bien nunca se avergonzó por su forma de hablar, esa manera particular de pronunciar las palabras le impedía sistemáticamente llegar a conquistar alguna chica, pues en cuanto se entusiasmaba con su discurso, comenzaba a salivar despiadadamente y terminaba salpicando a quien estuviese cerca. Esta situación molestaba a todos y en especial a cualquier mujer que busque la compañía de un hombre atractivo.
De nada le servía a Saúl explayarse con maestría sobre los más diversos tópicos, ni intentar volverse meloso con alguna muchacha, ese ceceo persistente en su hablar se tornaba insoportable y la desdichada huía espantada de su lado.
Su buen corazón no iba en saga con su inteligencia, de modo que sabedor de lo inoportuno que resultaba su defecto de pronunciación, tomó clases de foniatría. Pero, con desazón pudo comprobar que al intentar concentrarse en hablar correctamente, sus pensamientos perdían la ilación del discurso. Descorazonado, notó que este fenómeno se ponía de manifiesto en cualquier momento, y que lo atormentaba con mayor frecuencia e intensidad cada vez que intentaba acercarse a conversar con alguna chica.
Ante este panorama tan desalentador, Saúl comenzó a tornarse taciturno y solitario.
Hasta que un día, para gran sorpresa de todos, lo vimos en compañía de una chica hermosísima; es más, pudimos constatar que ella le observaba con suma atención, como embelesada, cada vez que él le dirigía la palabra.
Obviamente, a esta fenomenal muchacha no le molestaba en lo más mínimo el defecto notorio que aquejaba a Saúl.
A partir de entonces se los ve juntos a toda hora, tomados de la mano, sonrientes ambos.
Todos pueden ver como él le habla todo el tiempo (más ceceoso que nunca) mientras ella le sonríe siempre, sin interrumpirlo jamás, mientras sus enormes ojos color café se mantienen fijos en una contemplación placentera y atenta.
Lógico, es sordomuda y lo que hace al mirarlo fijamente es leerle los labios.
Dice mi madre que "para cada roto hay un descosido", y así debe de ser...

El tiempo de cada uno

La ansiedad y el optimismo que dominan la época de la juventud permiten imaginar un promisorio porvenir; este estado de ensoñación no permite percibir que ese futuro no habrá de llegar nunca, pues la vida se consume en una sucesión de situaciones en el presente.
A veces, en esa actualidad se dan hechos no previstos, ni deseados; cuya resolución (o el intento por hacerlo) obliga a la persona a adentrarse aún más adelante en su viaje por el tiempo, por senderos inesperados, la mayoría de las veces sin percatarse de tal suceso.
Un buen día, varios años después, aquel joven de ayer advierte que los hechos del pasado guardados en su memoria son numerosos: se componen de vivencias propias, de aquello que antes fue y que ahora ya no está. Gente, objetos, costumbres, lugares, se han ido para siempre, con ellos también se fue para siempre aquella juventud.
Entonces, toma plena conciencia en su mente un hecho: aquel futuro pensado no llegará nunca. En su lugar se encuentra lo que es su presente; que no quiere —o no se puede— cambiar y transformarse mágicamente, desde esta realidad en aquella que algunos años antes se pensó y se deseó.
La verdad es que, acaso sin darse cuenta, aquella persona original también ha cambiado con el paso del tiempo. De igual modo sucedió con su anterior escala de valores, hoy sus deseos han cambiado también.
Para una mejor ilustración del fenómeno, basta observar como los jóvenes actuales, a semejanza nuestra, están repitiendo aquel mismo camino —ya transitado y conocido— con idéntica ilusión e incertidumbre, tal como nos hubo sucedido a nosotros en su momento y a nuestros mayores antes.
El camino a transitar por ese círculo de vida es reiterado por cada nueva generación y podría resultar eterno.

viernes, 23 de marzo de 2012

Conductas visibles

Es notable poder observar cuánto difiere el comportamiento de las personas.
Cada uno demuestra a las claras el estadio evolutivo de su personalidad, desde aquellas actitudes infantiles mal disimuladas que persisten más allá de lo aconsejable, a la impostura de actuar como si los años no hubiesen pasado.
Jóvenes que emplean un modo seductor para hablar y  moverse, como si la persona que estuviese delante de ellos estuviese interesada en algún tipo de juego de seducción; la utilización de un humor simple y directo, típico de jóvenes adolescentes, en boca de cuarentones o quizás mayores aún, son espectáculos cotidianos, que, con un poco de observación, cualquiera podrá comprobar a diario.
Es así que abundan las muchachas que otean a su alrededor en busca del reflejo de su imagen en algún espejo o vidrio apropiado, en franca actitud narcisista, mientras hablan con grandilocuencia sobre temas nimios. Con esa conducta ponen de manifiesto su inseguridad. También pululan gentes de todo tipo y color que elevan el tono de su voz para efectuar comentarios sobre hechos insignificantes, a sólo título de hacerse notar.
En fin, pueblan nuestro alrededor un número infinito de personajes raros, cada uno con su manía… y su actuación correspondiente.
Irrita sobremanera presenciar como gente grande actúa como un cándido, en un intento vano de mostrar una inocencia que ya no le es propia.
Nada peor para la buena comunicación entre las personas que encontrarse con alguien que transita un nivel de madurez más avanzado que el de uno. Nos tornaremos pesados y predecibles en grado sumo: aburriremos al interlocutor.
Lo mismo sucederá cuando quien intenta comunicarse tiene frente a sí a alguien que está muy por debajo de su nivel de conciencia y experiencia: no logrará hacerse entender en lo más mínimo; el resultado en esta ocasión será que el receptor del mensaje terminará aburrido, igual que en la otra situación.
Aunque en algunas oportunidades, la persona más experta simulará poseer un nivel inferior, para intentar hacerse entender por el otro.
En aquellos casos en que una persona burda trata de parecer lo que no es y simula conocer lo que no conoce en verdad, se dan situaciones incómodas: el conocedor no sabe si poner en evidencia la farsa o reírse en silencio, y dar lugar a una situación de burla irónica hacia el pobre impostor.

miércoles, 21 de marzo de 2012

¿Dónde estarás?

Alguna canción escuchada al pasar, algún recuerdo fugaz en un momento de distracción, o una tarde cualquiera en que las memorias dicen presente, me trasladan a los días luminosos.
Y es entonces cuando te recuerdo allí, en la otra cuadra, adolescente, casi ni te conozco, pues como soy algo mayor que vos nunca pudimos relacionarnos más que en un formal saludo de cortesía.
Sin embargo, yo nunca te hubiera confundido con tu hermana, mucho más pequeña; ni siquiera de noche, como ellos, ¡si nunca se parecieron en nada!
Dijeron en mi casa que estudiabas Filosofía y Letras, junto a tu amigo.
¿Qué utopía perseguirían? Eran demasiado jóvenes aún para entender algo.
¿Dónde estarás?, me pregunto siempre.
        

domingo, 18 de marzo de 2012

El Señor Feliz y el Doctor Odioso

a Robert Louis Stevenson
Aunque la gente parece no darse cuenta de ello, convive con un acompañante malévolo: el Doctor Odioso.
Este personaje vive en la ciudad de Buenos Aires y asola con sus sarcasmos y visiones sin esperanza a todo aquel que lo rodea.
Tenga mucho cuidado amigo lector, pues se le podría aparecer de golpe, sin aviso previo.
Tiene por costumbre llegar ante usted con un esbozo de sonrisa dibujado en el rostro, mientras gasta uno que otro chiste ocurrente. Este hombre demuestra un ingenio a toda prueba para llamar su atención con situaciones o acotaciones graciosas; pero, al cabo de unos segundos ya habrá disparado toda su artillería de maldad oculta. Y le aseguro: le amargará el día.
Si pretendiese escapar a su influjo y tratase de obviarlo, le advierto que no tiene la mínima posibilidad: basta que usted tome entre sus manos un periódico y comience a leerlo, o encienda un radio receptor, o vea algún canal de televisión, o se informe de las noticias por Internet, para que, con terror, confirme la veracidad de aquellos anuncios ácidos que este personaje le adelantó.
Cuando tuviese el presentimiento de que el Doctor Odioso merodea por las inmediaciones y pretendiese escapar de él, no busque un lugar solitario donde beber una gaseosa, o aplicarse un perfume, ni intente huir hacia un comercio cualquiera con el objeto de adquirir algún aparato electrónico, o vestimenta: se le harán presentes de inmediato las explicaciones del Doctor Odioso sobre el mecanismo opresor del consumismo; y usted sentirá en lo más profundo de su mente que desempeña el pobre papel de ese obligado consumidor al que este personaje implacable denomina "hombre pollo": un ser de apariencia humana y conducta de ave de criadero, al que le prenden una luz virtual dentro de su cerebro para que, en vez de comer alimento balanceado, comience a consumir cualquier cosa, en sintonia desenfrenada con el resto de sus abigarrados congéneres.
Si en un intento último por salvaguardarse, usted quisiera escapar de su acecho e intentara comunicarse con alguna de sus amistades, en cuanto tome el celular se le presentará la imagen del "hombre pollo" en el reflejo de la pantalla del diminuto aparato.
Aunque no hay pruebas fehacientes de ello, se sospecha que este personaje también tiene por costumbre aparecer subrepticiamente ante sus víctimas en los ámbitos más impensados y reservados. Cualquier inadvertido puede verse de golpe influido por sus observaciones críticas y ciertas —por desgracia— sobre la perversidad de lo cotidiano. Curiosamente, estas personas nunca recuerdan aquellos encuentros clandestinos; aunque todos nos podemos dar cuenta que, por su accionar y modo de pensar, estos individuos han sido influidos por el detestado Doctor Odioso.
Entre las conductas más reprochables del Doctor Odioso se le atribuye una maníaca obsesión por criticar a toda persona que, al realizar cualquier actividad, deje en evidencia alguna contradicción; también suele poner en duda los resultados obtenidos por quien hubiera empleado, para llegar a ese cometido, algún método poco ortodoxo, o novedoso. Tales apreciaciones, vertidas como críticas inocentes, son tomadas como deducciones propias por parte de sus ocasionales víctimas, quienes de inmediato desmerecen a los creativos.
Si bien se infiere que puede deambular con comodidad por cualquier lugar de la ciudad, es bien conocido que tiene una especial predilección por moverse dentro de ámbitos académicos (y en especial que gusta de frecuentar a los intelectuales), entre quienes su presencia —cosa extraña— suele ser recibida con beneplácito, so pretexto de su clara visión sobre los acontecimientos.
Con las mujeres también tiene una gran aceptación.
Entre ellas encuentra un campo propicio para fomentar resentimientos y celos. Fruto de sus maquinaciones, no hay mujer que no se sienta esclarecida y se encuentre dominada por una actitud de crítica despiadada hacia sus pares, las más de las veces basada sólo en suposiciones sin fundamento alguno.
En estos casos, mal día les espera a sus parejas o amantes: deberán soportar a una neurótica, influida por rebuscadas intrigas y dudas, plantadas en su mente por el siniestro Doctor Odioso. Más de una relación amorosa se vio trunca por causa de la influencia nefasta de este personaje.
Aquellas personas que tienen la fortaleza necesaria para poder escapar a los ataques insistentes que realiza este infausto personaje, tarde o temprano, quedan en manos de los analistas o -peor aún- de los psiquiatras.
Pareciera que las únicas personas que se salvan de ser visitadas por él son los niños pequeños e inocentes, los lelos y los ancianos seniles. Todos ellos sólo conocen al otro personaje característico de esta ciudad, el menos conocido y bastante más escurridizo Señor Feliz.
Este hombre, de espíritu bonachón, que expone en su carácter bondad y altruismo, los colma de felicidad.
Pareciera que opera sobre las personas de un modo completamente opuesto a como lo hace el otro personaje: quienes reciben su visita cambian rápidamente su estado de angustia por una dicha plena.
Es así que niños que lloraban desconsoladamente, ni bien son puestos en contacto con el Señor Feliz calman su pena y terminan reconfortados, con una sonrisa en su rostro. No se sorprenda entonces, ni tema por ellos, pues tal conducta extraña en el niño es el seguro resultado de la presencia, imperceptible para nosotros quizás, de este  hombre de bien.
Es común que personas que se le muestran a usted como muy amargas, de seguro por culpa de la visita del Doctor Odioso, bien pudieran haber sido visitadas antes por el Señor Feliz, aunque ahora, abatidos por las preocupaciones, no recuerden aquella presencia.
Preste atención a lo que voy a mencionar:
Le aseguro que, esta misma mañana, el Señor Feliz se había levantado más optimista que de costumbre; tras un sueño reparador, se sentía mejor que nunca, congraciado de iniciar una nueva jornada; el sol brillaba en el cielo, la temperatura resultaba agradable y los pequeños pájaros llenaban el ambiente con sus incesantes trinos; mas de pronto, al preparar el desayuno y darse cuenta de que el té en saquitos que le habían vendido no le daba ningún sabor a la infusión que pretendía ingerir y suponer que en verdad el producto envasado en el pequeño sobre ni siquiera se trataba de té, sino de un polvillo de incierto origen vegetal, con el agregado de algún aditivo (compuesto por una sustancia química indeterminada) que le daba al brebaje un color semejante al que debería tener el producto anunciado. Y para peor, comprobar —además— que el azúcar que profusamente había volcado dentro de la taza no endulzaba como era de esperar, por causa de la adulteración de la sustancia, comenzó a percibir que se producía una transformación en su calmo espíritu.
Al cabo, notó que ya se había consumado la diaria metamorfosis que lo convertía en ese otro individuo amargo y malo: el Doctor Odioso.
Un hondo resentimiento (acumulado a lo largo de los años) contra una sociedad decadente, la comprobación de que todos sus esfuerzos individuales por revertir tal situación fueron vanos, el sentirse rodeado de personas que ignoran la realidad, o bien la tergiversan hacia modelos inocuos, son los ingredientes de ese cóctel que, al ser bebido a diario, transforma al Señor Feliz en el tenebroso Doctor Odioso.
Pobre.
  

sábado, 17 de marzo de 2012

La duda persistente

A ese miedo infantil.
No se me olvidará jamás el entusiasmo que me embargó aquella tarde, cuando Pascualito me invitó a pasar el fin de semana en su casa de los suburbios. Y mucho menos se me borrará de la memoria la serie de acontecimientos que pasé durante mi estadía en aquel lugar.
Pascualito era uno de los nietos de una vecina nuestra, Doña Teodolinda, y había venido a quedarse una temporada con ella, poco después de que esta señora enviudase; supongo que los padres de mi pequeño amigo querían que la mujer tuviera la mente ocupada con la responsabilidad de cuidar al nieto y con ello no se sintiera tan sola. Además, según comentó alguna vez mi madre, a los padres de Pascualito les había resultado imposible hacer que esa mujer dejara su casa y se mudara a vivir con ellos.
Increíblemente para mí, mis padres consintieron de inmediato a la propuesta que les llevé; pensé que me lo permitían al observar mi entusiasmo y convencidos de que no podrían negarme tal deseo sin exponerme a sufrir una frustración, hoy –en cambio- creo que ya lo tenían arreglado de antemano. No era para nada frecuente que yo me ausentara de mi hogar para pernoctar en otros lugares, a excepción —claro— de mis periódicas estadías en casa de mi abuela materna, donde me sobraba el cariño y me faltaba la libertad para realizar cualquier tipo de aventura, de esas que los mayores consideraban travesuras. Mi abuela era más temerosa que mi madre a la hora de permitirme salir a la calle y arriesgarme a que sufriera un accidente o cualquier otro hecho infortunado que pudiera afectarme.
Ese mismo día comencé a pensar el listado de juguetes que habría de acarrear durante mi paseo. Por supuesto que mi madre se encargaría de prever las demás cosas necesarias para mi manutención, que abarcaran desde un par de medias limpias hasta mi cepillo dental.
Con la lentitud que era de esperar para un chico de mi edad, pasaron uno a uno los días restantes de aquella semana, hasta que por fin amaneció el sábado esperado, fecha en que iba a viajar hasta la casa de Pascualito.
Esa mañana nos movilizaríamos en una vieja camioneta que tenía Don Pascual, el padre de mi amigo; creo que era una de la marca Plymouth, pintada de un color celeste ceniciento, con sus guardabarros negros y la caja de carga de madera que alguna vez había sido barnizada. Como era rutina, para lograr que arranque el motor debió renegar un buen rato. Cuanto más tardaba, más se irritaba Don Pascual y más aumentaba mi ansiedad, no fuera el caso que al final de todo no arrancase y tuviera que quedarme sin paseo…
En ese trabajo incluso mi padre le ayudó, dándole a la manija de arranque varias veces. Finalmente, ese vetusto motor se dignó a arrancar y así respiramos aliviados todos.
En la cabina de ese vehículo podía observar la palanca de cambios ubicada en el centro del piso, justo en frente a mis piernas, a mi derecha iba Pascualito y del lado de la ventanilla, su abuela. Dicha palanca estaba rematada con una perilla de plástico transparente que poseía unos círculos de vivos colores adornado su periferia. Cuando Don Pascual ponía la camioneta a no sé que velocidad, yo debía torcer una de mis piernas para evitar que la palanca me golpease o que yo pudiera empujarla y hacer que saltara dicho cambio.
Era pleno invierno, por tal razón viajamos con las ventanillas cerradas y con la toma de aire (que había ubicada en frente al parabrisas) apenas abierta, de modo que permitiera una circulación de aire fresco por el interior del vehículo y evitara que se empañasen los cristales, por causa de nuestra respiración.
Desde que salimos y hasta que llegamos a destino nos pasamos todo el tiempo de charla con mi amigo. Hacíamos planes, tantos como si mi estadía en su casa fuera a ser de por lo menos un mes. Imagino cuanto se habrá divertido Don Pascual con los razonamientos y preocupaciones que ocupaban nuestra mente durante ese viaje.
Al llegar a destino fuimos recibidos por Doña Clara, la madre de Pascualito y sus hermanos mayores: Pepe y Anselmo. Estos muchachitos nos ayudaron a bajar los bártulos que llevábamos, en especial el pesado bolso que había preparado mi madre.
La casa era uno de los típicos chalets que poblaban los suburbios de Buenos Aires, con su techado de tejas españolas a dos aguas, la entrada enmarcada dentro de un porche que daba cierta elegancia a la construcción y un par de ventanas que permitían iluminar y ventilar el dormitorio y comedor de la vivienda sobre el frente de la construcción.
Don Pascual tenía en esa casa un perro ovejero alemán enorme, que respondía al nombre de Falucho; ni bien llegué comenzó a olerme del modo más molesto e insistente, lo que motivó que su amo lo llamara al orden e hiciese que se aleje de mí. Inmediatamente, el animal le hizo caso y yo sentí un gran alivio, ya que por esa época les tenía cierta aversión a los perros grandes.
Ni bien me liberé de la tarea de acomodar mis cosas en el dormitorio que ocuparía junto a Pascualito salimos a la calle en busca de sus amigos de aquel barrio.
Los encontramos en un potrero que había a una cuadra de distancia, donde estaban todos ellos enfrascados en uno de los tantos interminables picados de fútbol, limitados a que uno de los equipos alcanzara los doce goles de costumbre. Pascualito pasó a formar parte de uno de los equipos y yo comencé a jugar en la otra divisa. Debo confesar que mi equipo era el más débil de los dos y en eso mi amigo me aventajó al elegir con conocimiento al mejor conjunto.
Por suerte no había llovido desde hacía tiempo y la canchita no estaba embarrada, caso contrario, bien pronto hubiera puesto a la miseria la poca ropa con la que contaba. Ya mi madre me había advertido que no me ensuciara.
Entre los chicos la conversación predominante versaba sobre el problema que había tenido uno de la barra, de nombre Caleto, que padecía no sé bien qué enfermedad o sufrido qué accidente que le imposibilitaba estar con nosotros jugando a la pelota.
Al poco rato (siempre parece exiguo el tiempo de los juegos), apareció Pepe llamándonos para que ya dejáramos el juego, pues la comida estaba lista para el almuerzo.
Sin demora nos despedimos de los otros chicos, con el compromiso de reunirnos más tarde para proseguir nuestros juegos e iniciamos el retorno hacia la casa de Pascualito.
Tras higienizarnos en la pileta del lavadero, pasamos al comedor de diario donde Doña Clara nos esperaba con unos suculentos platos de sopa, hecha con mis fideos favoritos: “ojitos de perdiz”. Sin dudas, mi madre le había aconsejado bien acerca de mis mañas y preferencias.
El plato principal, como no podía ser de otra manera, fueron milanesas con papas fritas, mientras que para el postre había frutas de la estación. Elegí una mandarina, lo que me obligó a tener que lavarme las manos al finalizar la ingesta, ya que quedaron pringosas y olorosas, a causa de esa fruta.
Acto seguido, nos fuimos con Pascualito a hojear unas revistas de historietas que tenía en su pieza; recuerdo que se me iban los ojos del entusiasmo ante ese material nuevo para mí. Pronto dimos cuenta de todas ellas, entonces mi amigo me comentó que tenía más revistas de ese tipo guardadas en el altillo del chalet, pero que era mejor no subir a buscarlas. No entendí que quiso significar con eso, de modo que pronto comenzamos a entretenernos jugando con unos soldaditos plásticos que tenía guardados en un bolso.
Con desazón observamos como se había comenzado a nublar la tarde, con amenazas de lluvia. ¡Justo hoy que vengo de paseo se va a arruinar el tiempo!, pensé. Y maldije mi mala suerte.
Apoyadas nuestras cabezas sobre el vidrio de la ventana observamos como comenzaba a soplar un fuerte viento que levantaba a su paso una polvareda magnífica, mientras las nubes oscurecían el firmamento y caían los primeros goterones. El viento silbaba en el techado y las ramas de los árboles que rodeaban la casa crujían por el sacudón que les propinaba la tormenta. De golpe, Pascualito me dice: ¿Lo viste?
Yo no tenía ni idea acerca de lo que me estaba hablando. Pascualito repitió:
— ¿Lo viste o no?
— ¿A quién? Le respondí.
— Al enano, ¿a quién va a ser?
Quedé más perplejo que si me estuviera hablando de matemáticas. Yo no había visto a ningún enano escapando a la furia de la tormenta y para el caso que sí hubiera visto a ese bendito enano, no creo que la situación mereciera semejante alboroto como el que hacía mi amigo.
De pronto vi como Pascualito perdía interés por la tormenta y me pedía que vayamos a la cocina, donde estaban sus padres, para seguir jugando allí. Esa tarde seguimos jugando en la cocina, pese a que la madre de Pascualito le pidió en varias oportunidades que se fuera a jugar a su pieza, a lo que mi amigo no hizo caso, anteponiendo las más diversas excusas, como ser que la pieza estaba más fría, que la iluminación en la cocina era mejor o que la mesa del comedor de diario era más cómoda para jugar con los soldaditos que el piso de la pieza, etcétera. No dejamos de practicar nuestros juegos sobre esa mesa sino hasta que llegó el momento de la merienda. En ese preciso instante aparecieron los dos hermanos de mi amigo, que estaban entretenidos en el galpón que había a los fondos de la casa, donde trabajaban en la reparación de una motocicleta que habían comprado recientemente.
Mientras tomábamos el reglamentario café con leche, acompañado por tostadas untadas con manteca y mermelada miramos en el televisor las conocidas películas de aventuras que siempre se daban en el famoso ciclo “Sábados de Súper Acción”, del canal once.
La tormenta ya había pasado, con mucho viento y poca lluvia. Quedaba una tarde ya muy oscura y fría que nos impidió cumplir con nuestro compromiso de proseguir los partidos de fútbol con los amigos de Pascualito.
Mientras nos lamentábamos por este suceso, mi compinche de juegos me confió lo siguiente: el enano que había visto esa tarde era el mismo sobre el que habían hablado en la barra, "era el que lo había atacado a Caleto", susurró.
Para mis adentros pensé que por qué no lo denunciaban a la policía y listo. Ya lo agarrarían a ese maldito tipo y entonces lo meterían preso para que no moleste ni le pegue a los pibes.
Como adivinando lo que pensaba, mi amigo me confió que nadie sabía dónde vivía ni cómo se las ingeniaba para aparecer de golpe en cualquier lado y desaparecer luego con la misma misteriosa facilidad. Además, solo lo podían ver los pibes, sólo por un instante y por el rabillo del ojo, pues ninguna persona mayor jamás lo había visto.
Me pareció que por esos pagos la imaginación de los pibes era bastante más desarrollada que entre los de mi barrio y que tales supersticiones ya habían influenciado también a mi pequeño amigo.
A medida que iba anocheciendo, el entusiasmo de Pascualito se iba apagando también.
Sobre un costado de la cocina estaban algunas revistas de Pepe y Anselmo: se trataba de algunos ejemplares de El Gráfico y del Álbum Intervalo, de modo que, las llevamos a la pieza de mi amigo y allí, tirado sobre una cama, comencé a leerlas mientras que Pascualito releía por enésima vez sus propias revistas. Calculo que esta conducta era el resultado de que los hermanos se mezquinaran las revistas entre sí.
De tanto en tanto soplaba alguna ráfaga de viento que agitaba la arboleda, situación que sobresaltaba a mi amigo, quien según pude apreciar (con disimulo) detenía su lectura y miraba hacia la ventana.
En un momento dado se escuchó un estrépito en la casa que hizo dar un salto en la cama a Pascualito: era el motor de la moto de sus hermanos que había arrancado al fin. Ni bien se percató de ello, mi amiguito comenzó a reírse de sí mismo, mientras me decía que se había asustado por culpa de ese ruido, pues la presencia del enano por los alrededores de la casa lo tenía bastante preocupado.
No aguanté más y le dije que se dejara de joder la paciencia con el asunto ése del enano maldito, Blancanieves, el Infeliz de los Ranchos y la Verruga con Patas. Ocurrencia mía que más que enojarlo le causó tanta gracia que se largó a reír con todas sus ganas. Contagiándome a mí. Veo ahora cuan asustado estaba entonces.
En estas disquisiciones estábamos cuando nos sorprendió la hora de la cena. Ya se me había ido el primer día de visita. ¡En un santiamén!
La cena consistió en unas empanadas caseras que fueron una delicia, fritadas en grasa bobina, manjar que por esos años no causaba en mí ningún daño. De postre la dueña de casa había preparado un flan, del que —por suerte— fui poco menos que obligado a repetir porción.
Ni bien terminó con la rutinaria tarea de asear los trastos de cocina, Doña Clara nos preparó las camas para que fuésemos a acostarnos a dormir y evitáramos un seguro enfriamiento en esa casa a la que, por su gran tamaño, no era posible darle una calefacción apropiada.
Entre el cansancio del ajetreado día y el frío imperante, poco tiempo nos llevó notar que nuestros ojos pedían descanso.
Si bien al principio noté las grandes diferencias existentes entre mi cama y aquella otra donde esa noche debía dormir, consistentes en la textura de las sábanas, los aromas circundantes, dureza del colchón y de la almohada, pronto me habitué a esa situación.
Lo que resultó más extraño y perturbador, por cierto, fue tomar conciencia de que en ese momento estaba muy lejos de mi familia.
Al poco rato, pude constatar que mi amigo ya estaba dormido, mientras que yo no podía conciliar el sueño. Escuchaba las voces apagadas de los familiares de mi amigo que provenían desde la cocina, así como el sonido de fondo que emitía el aparato de televisión. Esporádicamente, se podía escuchar un ruido, cuando se movía una silla o caminaba alguno de los habitantes de la casa, alguna puerta que se cerraba o el motor de la heladera que arrancaba o que paraba. Medio adormecido pude percibir cuando los hermanos de mi amigo se despedían de sus padres para retirarse a dormir y finalmente, cuando el matrimonio apagó el televisor y las luminarias para dirigirse a sus aposentos.
El silencio fue ganando la escena, ya solo podía percibir la respiración irregular de mi amigo y los lejanos ladridos de los perros del vecindario, que eran secundados cada tanto por los de Falucho. Eventualmente, alguna ráfaga de viento sacudía la arboleda.
Comenzaron entonces unos ruidos casi imperceptibles y extraños para mí sobre el cielorraso de machimbre de nuestra pieza. Nunca había escuchado ruidos de esa naturaleza, parecía como si alguna fuerza extraña estuviera flexionando el techo de modo que crujiera muy levemente, en algún momento pensé que podía tratarse de termitas que estuvieran devorando la madera de los listones que conformaban el techo, luego imaginé alguna laucha que pudiera roer las vigas, todas estas opciones lógicas no terminaban de convencerme.
Pascualito seguía durmiendo como un bendito y ahora el asustado era yo.
Implacablemente, el reloj de péndulo del comedor iba desgranando sus campanadas a medida que avanzaba la noche, mientras que yo no podía dormir. Ya maldecía haber aceptado la invitación.
Sábanas y cobijas de la cama me cubrían hasta las narices, mientras que mi cabeza se refugiaba bajo la almohada. A través de la ranura que quedaba entre ambos elementos de la cama, mis ojos atisbaban por los rincones y zonas de mayor penumbra de esa habitación. Sólo para imaginar sombras o bultos inmóviles que parecían estar al acecho. Escucharlo a Pascualito dormir tan plácidamente me daba algo de envidia y a la vez me confortaba pensando que si llegara a pasar algo podría despertarlo para que me acompañe.
De tanto en tanto, algunos pasos acercándose por la acera llamaban poderosamente mi atención y tensaban mis nervios de modo de alejar cada vez más al sueño tan necesario y deseado. Ni bien se alejaban los pasos de ese transeúnte desconocido, la calma retornaba a mí, entonces ya no sabía si quería dormir o estar despierto.
Como corolario de esta situación, comencé a tener deseos de orinar.
Pasé no sé cuanto tiempo cavilando hasta que me decidí por encender la luz del cuarto para dirigirme al baño, ni bien oprimí el interruptor eléctrico y se encendió el velador, mi amigo se despertó. Esta circunstancia me infundió el valor necesario para correr hasta el sanitario y dar el necesario alivio a mi vejiga. También a las corridas retorné al calor de mi lecho. Apagué el velador. Entonces, mi amigo comenzó a hablarme. Me preguntó si había podido dormir o los ruidos de la casa me lo habían impedido. Cuando le confesé mi verdad, me comentó que él se había podido dormir tranquilo pues yo lo estaba acompañando y me propuso que ahora sería él quien se quedara despierto, velando mi sueño. La proposición me pareció acertada, de modo que la acepté de inmediato.
Esto logró que por fin me relajara y sintiera como los sueños comenzaban a envolverme en su dulce atmósfera de paz.
El despertar fue bien diferente: mi amigo me estaba sacudiendo como un trapo tratando de hacerme retomar la conciencia. Noté que estaba bastante alterado, con sus ojos desorbitados, la respiración jadeante y entrecortada. Había visto otra vez al enano, esta vez había sido su sombra proyectada sobre las persianas de la ventana que daba a la calle, sólo había alcanzado a ver el contorno de su silueta, por un instante —decía—, pero que había sido el tiempo suficiente como para que lo pudiera identificar con certeza. Falucho estaba ladrando.
Despiertos y mudos nos encontró el amanecer.
En cuanto sentimos movimiento en la casa (señal que se había levantado la madre de Pascualito), saltamos como resortes desde nuestras camas, nos higienizamos y vestimos en tiempo récord y fuimos al encuentro de ella para tomar un desayuno reparador. De las peripecias nocturnas no se hizo mención alguna.
Doña Clara nos hizo abrigar en demasía antes de darnos permiso para salir del interior de la casa, aduciendo que no se perdonaría jamás que yo me fuera a resfriar o engripar por culpa de una negligencia de su parte. Por suerte brillaba el sol.
Abrigado como un esquimal pude salir al patio de la casa, donde nos recibió Falucho, quien le hacía fiestas a mi amigo como si no lo hubiere visto por décadas; de ahí nos dirigimos a los fondos, al galpón donde los hermanos de Pascualito se entretenían reparando esa motocicleta. Entre medio de infinidad de trastos viejos y fierros que yo no tenía la menor idea de para que servían, pude divisar una maltrecha moto. Ni siquiera tenía un foco instalado en el frente de la misma, ya que exhibía vacío el lugar asignado para tal fin. El asiento para el conductor estaba faltando y pude divisarlo, con su tapizado destruido y tirado en uno de los costados del galpón.
Semejante armatoste me resultaba deprimente, aunque ante los ojos de mi pequeño amigo esa máquina se comparara con un tesoro inigualable.
Pascualito comenzó a toquetear la motocicleta. Y antes de que me diera cuenta, se había encaramado en ella. De inmediato me indicó que atisbe por una de esas sucias ventanas del galpón, para que le avisase si llegaba a aparecer alguno de sus hermanos. Tal encomienda me puso en el inconveniente papel de cómplice de su travesura: ¡para mí todos los riesgos y ninguna de las satisfacciones!
Ya me imaginaba lo que seguiría.
Parado sobre los pedales de la motocicleta simuló estar subido al asiento ausente y tomándose del manubrio con firmeza imaginó un emocionante viaje por quien sabe que misterioso paisaje; en ese trajinar comenzó a hamacarse como si tomara imaginarias curvas peraltadas mientras simulaba con su garganta el ronquido de un poderoso motor de infinita potencia. Tanto se entusiasmó en su fantasía que la motocicleta comenzó a bambolearse hasta que comenzó a desequilibrarse y terminar –casi— tirada de costado sobre el piso, algo que a duras penas evitó al saltar de esa moto y sujetarla.
De inmediato le presté la ayuda necesaria para volver la máquina a su posición original y sin más demora salimos corriendo hacia el patio.
Con nuestra mejor cara de inocentes cruzamos frente a las ventanas de la cocina, donde estaba la madre de Pascualito y el mayor de sus hermanos, de ahí fuimos al encuentro de la barra de amigos, quienes —como siempre— se encontraban en el mismo potrero jugando otro picado a la pelota. Por suerte la poca lluvia no había embarrado demasiado el piso de la cancha.
Ni bien llegó, Pascualito comenzó a confesarles a media voz, como en secreto, los pormenores de la noche pasada. Los otros pibes lo escuchaban con gran atención. Ahí me enteré que yo también había visto al enano esa madrugada.
No habíamos sido los únicos: otro pibe juraba que lo había podido ver cuando en medio de la tormenta, como un relámpago más,  saltaba desde el techado del vecino a su casa hasta la copa de uno de los árboles de la vereda.
Yo ya no sabía que pensar.
Sin demasiadas novedades transcurrió el resto de la mañana, ganamos tres picados y perdimos uno, yo hice un montón de goles, luego jugamos a las bolitas en una canchita improvisada a un costado del potrero, para finalizar jugando a las figuritas contra la tapia de una casa cercana al potrero. Tuve la buena fortuna de ganar como una docena de figuritas y lo más importante fue que mediante el cambio de las figuritas repetidas que tenía pude conseguir al menos quince de ellas que me estaban faltando para intentar llenar el correspondiente álbum.
De vuelta a la casa nos esperaba un baño caliente, la cambiada de nuestra ropa (embarrada a más no poder) y un suculento almuerzo dominguero, consistente en tallarines caseros, que había amasado la madre de Pascualito, acompañados con un riquísimo estofado de carne.
Luego del postre hicimos una sobremesa prolongada, donde entre otras cosas me preguntaron si me había divertido durante mi estancia en su casa. Ante mi (previsible) respuesta afirmativa, me prometieron que me invitarían nuevamente más adelante, pues yo me “había portado de lo más bien”.
Ya se había hecho una hora prudente para que Don Pascual y Doña Teodolinda retornaran a la ciudad y me llevaran de regreso con ellos hasta mi hogar. De modo que, en un abrir y cerrar de ojos, me encontraba despidiéndome de mi amigo y de sus familiares restantes. Pascualito volvería al otro día, en compañía de su madre, a la casa de su abuela.
Entonces observé que sus hermanos portaban un serrucho y un hacha: se dirigían a cortar una gran rama, desgarrada desde el tronco, en ese árbol que se encontraba justo frente a la ventana de la pieza de Pascualito.
            

jueves, 15 de marzo de 2012

HSS-A0001246-E58-MW

Un extraño pensamiento lo tomó por sorpresa en ese instante: ¿Cómo habría sido el mundo unos milenios atrás, cuando la humanidad no estaba tan desarrollada y perfeccionada como ahora?
Seguramente habría de ser muy cruel y con preeminencia de los más bestiales sobre aquellos más débiles, dedujo.
Notó entonces que tales cavilaciones le habían hecho perder precioso tiempo: se le había hecho tarde; con premura eliminó a ese atávico HSS-A0001246-E58-MW, macho homo sapiens sapiens, un imperdonable error genético del laboratorio de reproducción.
     
Gracias, Aldous.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El hombre pollo

Un gallo afortunado: vive entre matorrales
A menudo escuchamos que a los pollos, con los que nos alimentamos, les dan de comer comida industrializada al extremo. También es sabido que estas aves viven en un ambiente artificial, alejados por completo del contacto con el suelo natural de la tierra, que caminan sobre un emparrillado de alambre en inmensas jaulas, situadas en galpones donde se prenden y apagan las luces varias veces por día, de modo de engañar su reloj biológico y lograr que coman de más. Y que, a través de esta conducta aceleran su crecimiento, mediante una mayor ingestión de aquellos alimentos llenos de hormonas y otros complementos nutritivos secretos. Unas sustancias que, suministradas de modo intensivo, hacen que podamos tener -a la mano y a pedir de boca- unos magníficos y precoces pollos artificiales, sujetos a una tensión inimaginable.
Cuando les falta el alimento suelen matarse salvajemente.
Las pobres gallinas no tienen oportunidad de formar un nido donde empollar sus huevos, ya que estos les son enajenados en cuanto las infelices los ponen sobre el piso de sus jaulas: estos ruedan (seguros) hasta depositarse en una canaleta externa al jaulón. Allí se da inicio al proceso de empaque, que termina con una caja huevera de cartón reciclado, puesta a la venta en un negocio cualquiera.
Estas gallinas, entre otras cosas, no tienen ni idea de lo que es criar a sus pollitos.
Por cuanto nuestro ciclo de vida es bastante más complejo y extenso que la vida de estos pequeños plumíferos que nos alimentan, nuestro engorde lleva más tiempo y es bastante más sofisticado.
Para terminar devorados por nuestra sociedad de consumo debemos primero alimentarnos con lo que deciden los poderosos de turno. Ellos —además— dictaminan lo que se produce y vende e idean la manera de darnos esos alimentos complejos, cada vez más onerosos y de sospechosa calidad.
Es común hallar quesos y sustitutos de la carne sin proteínas, leche sin grasa y chocolate sin cacao. Suelo preguntarme de qué se componen tales “productos” que, con simpáticas e imaginativas campañas publicitarias masivas, nos ofrece el “mercado” alimentario.
Parece que somos lo que comemos.
También debemos dormir menos de lo debido. 
Primero, de jóvenes, para dedicar horas al estudio y al perfeccionamiento de nuestro intelecto; algo que nos dará la oportunidad de tener acceso a mejores formas de ganar dinero y, con este respaldo económico, poder alcanzar a un mayor número de esos productos y servicios innecesarios para la satisfacción del alma, como serían por caso: ropa a la moda, viajes diversos para restregarle en la cara a nuestros amigos y familiares con menos suerte, automóviles o cajas de vinos selectos de procedencia desconocida, entre otras maravillas.
Pasada la etapa de la juventud, una persona duerme menos aún: pues entre la mayor carga laboral -por un lado- y las preocupaciones económicas asociadas al ritmo de vida moderno y a las deudas -por el otro-, no le queda tiempo (ni ánimo) para despreocuparse y entregarse al sueño reparador.
No es difícil observar en esos días festivos, donde se ha impuesto como un deber sagrado el intercambio de regalos, que la gente se agolpe en ciertos lugares a la busca de comprar chucherías para su círculo de amistades. En las mujeres el grado de neurosis en que caen, fruto de esta situación, se torna mucho más evidente.
En el pasado se agasajaba a las amistades con un obsequio realizado con las propias manos, era más valioso y personal. Hoy, cuando se organiza alguna reunión, el aporte de los invitados consiste en productos comestibles similares, comprados en un comercio (ya se explicó la calidad de tales productos).
Es frecuente escuchar como algún desdichado habla de cuestiones de trabajo por el celular mientras se encuentra en una reunión familiar y en casos extremos mientras hace sus necesidades fisiológicas sobre el inodoro, dentro del cubículo de un baño público o en el excusado del edificio donde trabaja.
Hoy la cúspide del éxito personal es alcanzar estudios con varios postgrados o doctorados en carreras universitarias y ocupar puestos de la más alta responsabilidad, de preferencia en empresas multinacionales de gran tamaño. Tales posiciones le obligan a trabajar a destajo un número incalculable de horas que -a su vez- obligan a las mentes de estas personas a no despegarse de las preocupaciones de su trabajo a ninguna hora del día. A tal punto llega el problema que, hace unos días, me comentaron que uno de estos ejecutivos descubrió que su terrible problema de insomnio lo compartía con alrededor del sesenta por ciento de sus compañeros de promoción en el MBA (Master in Business Administration).
Las tensiones aviares se repiten en nuestros ejecutivos brillantes.  
Ya de viejos, duermen casi nada, pues a la poca necesidad de descansar del cerebro malgastado y ya disminuido, se suma ahora la preocupación de que no llegasen a volver a abrir los ojos… 
Parece que somos lo que imitamos.

El otro día me asusté bastante. Fue cuando un pelo de la barba, encarnado, se asemejó a un plumón.