jueves, 27 de diciembre de 2012

La duda



Es muy difícil saber transmitir los conocimientos adquiridos a lo largo de toda una vida.
Mas aún cuando algunas de las conclusiones no son —ni remotamente— definitivas, ya que están cercadas por la duda.
Por cierto, nada es absoluto en este mundo. Y menos aún podrían serlo los pensamientos de una persona, que se encuentra en la búsqueda del conocimiento. Para ella, lo que ayer fue tomado como una verdad, hoy bien podría ser considerado falso. A decir verdad, esta última apreciación solo es considerada cierta por el momento.
No se puede sostener con seriedad una posición como algo irrebatible, pues esta conducta sería sospechosa de esconder una mentira, de la que se espera sacar un provecho. O necedad, al no tener una versión mejor, que fuera menos rebatible, se la seguirá sosteniendo hasta las últimas consecuencias so riesgo de tener que aceptar el error.
Las mentes más simples no pueden sobrellevar una vida en medio de la incertidumbre. De esta debilidad se aprovechan siempre otros, carentes de escrúpulos, que captan a la gente debilitada, o agobiada, mediante un lenguaje carente de dudas, basado por completo en afirmaciones.
Esta actitud es universal: la emplean tanto en zonas donde el conocimiento del auditorio es escaso y no hay quien pueda rebatirlas, como en ámbitos y situaciones completamente increíbles, de gente cultivada.
Nadie compraría un artefacto doméstico si el vendedor de la tienda le hiciera ver los errores de diseño que posee o los riesgos de falla que conlleva; del mismo modo, cualquier charlatán afirmará que mediante el reparto de cartas sobre un paño, tirando dados o cualquier otra acción aleatoria, puede interpretar el futuro de una persona u otras cuestiones personales por el estilo. A esta aseveración le agregará un no comprobable estudio en profundidad de las artes subterráneas y poderosísimas, que -según afirma- siempre manejaron a la humanidad desde las sombras, que lo saben todo, de fuentes divinas o insospechables, etcétera. Lo sobrenatural nunca falta en tales aseveraciones.
Estos personajes jamás aceptarán duda alguna. Al verse acorralados por algún escéptico, admitirán casi como confesión de amigos, que solo se trata de un inofensivo timo.
Ante estas explicaciones místicas o milagrosas siempre queda el camino del razonamiento. Esta senda se nos presenta serpenteante, difusa, contradictoria, enigmática, siempre incompleta. No da certezas.
Es a través de la reflexión, que resulta posible analizar situaciones pasadas o de plena actualidad, y como resultado de este ejercicio, es posible tener una visión algo más clara de los acontecimientos.
No es ajeno a este proceso el volumen de información disponible, fuera cierta o falsa, ya que luego del análisis de la misma mediante el empleo de un proceso lógico, se condenará al descarte a buena parte de aquello que se consideraba veraz.
La conclusión, como se expresa más arriba, estará siempre inmersa en un mar de dudas, pero dará como resultado contar con distintos escenarios como probables. La sorpresa tendrá menos posibilidad de ocasionar daño.

jueves, 20 de diciembre de 2012

El inicio


Catedral Basílica de Nuestra Señora del Valle, Catamarca

Luego de arribar a la ciudad y ser presentado ante aquellos con quienes trabajaría, pude alojarme en la casa donde habría de vivir; tras dejar todo el modesto equipaje en un rincón, se presentó, impostergable, la hora de comer algo.
A pie recorrí unos pocos metros desde mi nuevo hogar, allí encontré un restorán modesto, donde engullí una sencilla minuta.
Saciado el hambre, mientras miraba el exterior, a través de las ventanas del local, tomé conciencia del comienzo de mi vida.

martes, 11 de diciembre de 2012

Lucha de titanes


Hay situaciones enojosas que causan gracia. Es el caso de las peleas entre adversarios rotosos.
Allá lejos, por 1978, solía tomar el colectivo que me llevaba al trabajo en la parada de la Avenida Lope de Vega, en la esquina con la calle San Blas.
Una tarde, observé que se disponía a cruzar la avenida un colectivo bastante antiguo, de la Línea 119, que iba con destino a la terminal de Liniers. El vehículo paró frente a la cuneta de esa bocacalle y luego arrancó para cruzar la intersección, con tan mala fortuna que embistió a un automóvil, a la altura de la puerta trasera derecha.
Lo curioso es que el vehículo atropellado era un modelo más antiguo que el del propio colectivo; lucía sucio y mal remendado; a un punto tal que, al ser chocado, se levantó una polvareda y de él cayeron al piso unos llamativos bloques de barro seco. Nunca sabré cuál era el color de la pintura original, pues aquel automóvil estaba recubierto por masilla, gris y bordó, en casi toda su superficie.
El colectivo cruzó la avenida y se detuvo frente a la acera, mientras que el conductor del cascajo, paró la marcha a unos pocos metros del lugar del accidente y se fue con rapidez a increpar al chofer del colectivo. Estaba vestido con ropa de trabajo, sucia y desprolija, a tono con el estado del cachivache, llevaba las mangas de la camisa recogidas; era un petiso sesentón, medio calvo, medio chueco y con una barba crecida de unos días, que adornaba su cara, que exhibía un notable gesto adusto. Mientras cruzaba la avenida, con su mano arrojó al piso el palillo que llevaba de adorno entre sus labios, resabio de un almuerzo, regado -quizá- con tintillo barato.
El colectivero no le iba en saga en su apariencia: morocho, calvo, panzudo y con su camisa celeste típica; este chofer le gritaba a su víctima con sorna, desde el poder que simulaba la elevación de su asiento; el automovilista le devolvía gentilezas desde la vereda, al pie de la puerta de ingreso al colectivo. Uno inquiría el por qué de la no detención del automóvil, al ver que el colectivo iniciaba su marcha y el otro le retrucaba que para qué había arrancado, matizaban estas expresiones con adjetivos ocurrentes de diverso calibre.
En un momento determinado, los insultos les ganaron a los escasos argumentos y el valiente chofer tomó el mazo de madera para agredir a su oponente; se trataba de un palo de gran grosor, con el que los conductores de vehículos pesados suponen que verifican que la presión del aire en las cubiertas sea la correcta.
Se produjo una pequeña escaramuza, matizada con gritos de todo tipo, golpes al aire y unos brazos que se revoleaban con ampulosidad; como resultado de la refriega, el automovilista se hizo del garrote y de algún magullón.
Acto seguido, el chofer se retiró de la escalinata, cerró la puerta del vehículo y quiso arrancar el motor para irse. En tanto, con ridícula saña, el automovilista golpeaba con el garrote de madera -recién ganado- los bastones de adorno -de acero cromado- que poseía el medio de transporte en su frente. Al notar que no podía dañar tales objetos, comenzó a ver qué golpear; pronto se puso a destrozar las ópticas de los dos faros del colectivo. En ese mismo momento el vehículo arrancó y lo dejó solo.
Mientras pasaba frente a mí, de retorno a su cachivache, con andar de compadrito, aun ofuscado y con el garrote en su mano, me pareció que una sonrisa peligrosa se había dibujado en mi rostro...
Como drama, era una comedia, que parecía escapada de alguna película costumbrista italiana.
En mi vida había visto semejante tipo de contienda, donde se enfrentaban dos zaparrastrosos singulares.
Aquella experiencia me enseñó que las peleas no siempre se dan entre colosos.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Cinco

De derecha a izquierda; arriba: Sandra, Meryross y Humberto, abajo: El Moli y Arturo.
Que alguien se encuentre intrigado por saber si esos colegas de la blogósfera, con los que intercambiamos comentarios luego de leer las respectivas entradas, son tal y como los imaginamos es algo que presumo universal.
Por ello, la posibilidad de conocer personalmente a un grupo de ellos es una situación tan infrecuente como deseada.
Un buen día, "El Moli" me comunicó sus deseos de conocerme, cuando viniese a Buenos Aires; de modo que le dije que pasara por mi casa, que no había problemas y que sería un gusto para mí que así lo hiciera.
En este siglo de las comunicaciones, Meryross, Sandra Montelpare y Humberto Dib se enteraron y quisieron sumarse al dúo. Entonces, la alegría se potenció en mí: estaríamos los cinco en casa, a partir de las cinco de la tarde del sábado 1° de diciembre.

De derecha a izquierda: Meryross, Sandra, Humberto, El Moli y Arturo.
Fue el momento de confirmar suposiciones y de asombrarse gratamente con bellos descubrimientos.
Es así que Sandra es tan espontánea y divertida que no hay manera de no disfrutar con su presencia; Meryross es la dulzura hecha mujer, se nota su generosidad e interés por quienes la rodean, una persona decididamente querible, Luis (El Moli) es el buen humor encarnado en un hombre, el amigo ideal para estar horas y horas de tertulia; Humberto es modesto, inteligente y culto, virtudes que te hacen sentir cómodo ante una persona tan brillante y respetuosa como él.
La nota discordante la ha dado un locuaz anfitrión, que puso de manifiesto la falta de síntesis en sus exposiciones; por suerte, lo compensó -en parte- con su sinceridad brutal, bien conocida.
¿El temario abordado? Solo se trató de conocerse, de intercambiar alguna anécdota, o de hablar sobre cuestiones menores. Nada muy diferente a lo que produce una charla distendida entre amigos.
Conviene hacer notar que María Rosa (Meryross) y Luis (El Moli) viajaron más de trescientos kilómetros para llegar hasta mi ciudad y en su escaso tiempo en ella dedicaron parte de su tiempo a esta cita, les quedo muy agradecido.
Más allá de todo, debo confesar que durante ese rato fui feliz, lo que no es decir poco.
       

viernes, 30 de noviembre de 2012

Pasajeros

Movilizarse de un lado a otro de la ciudad siempre ha sido una necesidad imperiosa para cualquier habitante de ella y el transporte público automotor ha sido siempre el medio más popular para realizarlo.
Sobre él, cualquiera puede acumular a lo largo de los años una gran cantidad de horas de viaje; a punto tal que se convierten en una tediosa manera de pasar el tiempo.
Para combatir el aburrimiento, el pasajero pone atención al paisaje circundante, a través de las ventanillas del rodado que, para el caso de un colectivo urbano, se encuentra siempre limitado por la escasa perspectiva, ante el encajonado visual, producto de las estrechas calles por donde se circula.
En mi caso, al principio intenté divisar algo novedoso en ese rutinario trayecto. Cuando me aburrí, encontré un modo de romper la rutina durante esos viajes diarios hacia mi trabajo: empecé a observar a los restantes pasajeros que compartían mi viaje.
El lugar para estas observaciones fue el colectivo de la línea 25 que pasaba a las seis y diez de la mañana por Cervantes y Camarones, en Velez Sarsfield, con destino final a la Boca.
Tras escudriñar el ambiente, reparé que había un grupo de personas que casi siempre compartía el viaje conmigo. Es lógico que así suceda, podría ser que todos nosotros llevásemos adelante una rutina diaria de horarios fijos, del tipo laboral, de estudios o de otros compromisos por el estilo.
Paso seguido, di inicio a un detallado registro de las características de cada uno de aquellos pasajeros que podía clasificar como reiterados.
Como parte del juego, imaginé como serían esas personas y a que se dedicaría cada uno de ellos, basado todo solo por su apariencia.
De ello surgió una pequeña galería de personajes (quizás imaginarios) que a diario captaban mi atención, entre los cuales merecerían citarse los siguientes:
Un viejito de lentes, grandote y prolijo, con un traje elegante de color negro, que mi imaginación había bautizado con el nombre de Don Fulgencio (el personaje de la caricatura de Lino Palacio), era un hombre tal que, a medida que más lo observaba, más parecido lo hallaba al inocente protagonista. Otro de los pasajeros recibió el apodo de “el Lector”; se trataba de un muchacho delgado y de estatura media, de alrededor de veinte años de edad, pecoso y con acné en su rostro, con su cabello pelirrojo y ondulado (un inconfundible colorado), que tenía por costumbre llevar siempre el mismo bolso de mano, con la insignia de PanAm, de donde (ni bien se sentaba) sacaba un libro que, de inmediato, se ponía a leer; era el mecánico intelectual.
No faltaban las damas en el elenco: “la Virgencilla” era una joven vestida como vieja, que se despedía de su madre al pie del estribo del colectivo, como si fueran a separarse por décadas. El chofer del vehículo debía tener paciencia suficiente como para aguardar hasta que finalice la ceremonia.
También estaba otro señor mayor, siempre ataviado de traje y corbata, con quien solía amenizar mi corto viaje con charlas intrascendentes: si ese día hacía frío o calor, o si la humedad ambiente molestaba y otros temas de tal envergadura: el eterno oficinista.
Con él tenía alguna confianza, pues —como sucede a veces— tras intercambiar comentarios a partir de un hecho fortuito, se entabla una especie de compañerismo; creo recordar que la causa de tal relación se debió al percance que sufrió una mujer que había pretendido bajar del vehículo a destiempo, y fue aprisionada por la puerta de descenso del colectivo.
Tenía por costumbre sentarme en la última fila de asientos del colectivo, con preferencia en el lugar ubicado al centro. Buscaba siempre esa ubicación para lograr una mayor comodidad para cuando fuera el momento de descender por la puerta trasera del (siempre atestado de gente) vehículo.
Además, desde esta ubicación podía obtener una mejor perspectiva para observar la conducta de los demás pasajeros.
Resultaba todo un espectáculo: algunos iban dormidos en sus asientos (o lo simulaban, no fuera cosa de ceder su privilegio), otros miraban ávidamente a través de las ventanillas, quizás para no pasarse de largo en la parada que les correspondía; muchos viajaban preocupados por aventajar a los demás si se llegara a desocupar un asiento, lo que daba lugar a un juego de adivinanzas de mi parte; siempre había el que molestaba a todos los demás al acarrear enormes bultos, o carteras, o bolsos de toda naturaleza y tamaño; también estaban presentes los alumnos de colegio industrial que llevaban sus imposibles tableros de dibujo y sus tubos con láminas; nunca faltaba el despistado que pasaba por el medio del pasillo, mientras arrastraba gente, cuando ya no llegaba ni de casualidad a descender donde deseaba; y esas viejitas, que a duras penas se podían trasladar y no obstante acarreaban enormes ramos de flores, y que solían venir en legión para cuando se daba la fecha de Santa Rita y concurrían a esa parroquia. No faltaban las miradas furtivas de muchachos o de chicas hacia alguien que les resultara atractivo (casi nunca me miraba alguna joven).
Como hecho saliente, recuerdo claramente aquel día en que el joven lector se sentó a mi lado y que, tentado por la curiosidad, leí “de ojito” el texto de su libro. Para mi sorpresa el contenido resultó ser de altísimo contenido erótico (o mejor dicho, simplemente pornográfico). Resultó que el ñato aquel era cualquier cosa menos un intelectual.
Ni qué decir cómo me tenté de la risa aquel otro día cuando fue la Virgencilla la que se sentó al lado del pelirrojo lector, quien siguió inmutable y absorto con su rutina diaria.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Aquel barrilete


Con el enorme optimismo que se alimenta en la inocencia, decidí construir mi propio barrilete; quería que trepara a lo más alto del cielo.
Me bastaron unas pocos conocimientos sobre el tema, que obtuve de quienes me rodeaban y que eran -además- la única fuente de información posible.
La falta de recursos hizo que solo empleara aquellos materiales que podía conseguir de manera gratuita, como ser: las cañas huecas para el armazón, que las proveía el espacio público; algunos trapos viejos que teníamos en casa que, cortados en tiras y atados a continuación uno del otro, formaban la cola; las hojas de un periódico, con infinidad de noticias obsoletas; unos cuantos trozos de hilo de algodón que, unidos, daban la certeza de poder construir y elevar el barrilete a alturas considerables.
Llevó bastante tiempo el poder preparar aquella cometa para su vuelo inaugural.
Su buena cuota de esfuerzo estuvo asociada a todo el proceso, desde la obtención de los insumos que lo hiciesen posible, hasta el hecho de conseguir que se elevara a lo alto.
Poco sabía por ese entonces sobre lo que pasaba en esas alturas; de modo que el barrilete perdía altura, aun pese a la fatigosa tarea de remontarlo, ejercida mediante una enérgica entrega de mis brazos; a veces comenzaba a describir círculos, o ir de allí para allá, sin ton ni son.
Irremediablemente, como suele suceder en la mayoría de los casos, quedó enganchado en la copa de un árbol alto y traicionero, donde quedó expuesto como mudo testigo de mi fracaso, para siempre.
No sé por qué, justo ahora que hacía un análisis retrospectivo de mi vida, vino a mi memoria este recuerdo triste.